Un siglo entre dos palacios
 
Alfonso Buitrago Londoño

 
 

Buena parte de la historia del último siglo de Medellín está archivada en cuatro manzanas entre las carreras Bolívar y Cundinamarca y la calle Boyacá y la Avenida de Greiff. La vida política y administrativa del siglo XX de la ciudad comenzó en ese lugar, en 1925 y 1932, con la construcción de dos palacios de gobierno. La transformación del primero en Palacio de la Cultura en 1987 y la conversión del segundo en Museo de Antioquia en octubre de 2000 marcarían el cambio de siglo.

A principios del siglo pasado, la vieja villa, que tenía su centro en la plaza mayor –Parque Berrío–, terminaba al norte en la quebrada Santa Elena; más allá se abrían los terrenos de la villa nueva, que tenía como eje el Parque Bolívar. Al occidente llegaba hasta San Benito, cerca del río, pues no se había iniciado el poblamiento de lo que se conocería como Otrabanda. Hacia el sur iba hasta lo que hoy es la Avenida San Juan, donde aún no existía el Guayaquil de Coroliano Amador y Charles Carré. Y al oriente se extendía hasta el barrio Boston.

En las manzanas mencionadas, vecinas de la plaza mayor, estaban la iglesia de La Veracruz, la gobernación, el cuartel de la gendarmería y de la guardia civil, y la penitenciaría. Una iglesia, una casa de gobierno, dos cuarteles y una cárcel eran la combinación de todas las formas de control en un mismo sitio.

Tras el traslado de las autoridades departamentales y municipales al Centro Administrativo La Alpujarra a finales de los ochenta, de aquellos edificios históricos solo conservó su uso original la iglesia, custodiada por prostitutas, vendedores ambulantes y desempleados. Y en lugar de gobierno, cuarteles y cárcel, ahora hay una plaza con veintitrés esculturas de bronce y dos palacios restaurados dedicados a la cultura; a finales del siglo XX, los políticos dejaron en manos de los artistas una renovación urbana que en un principio se llamó "Ciudad Botero".

El estilo es el hombre.
Palacio de Calibío

Si "la historia del mundo es solo la biografía de grandes hombres", como dijo Thomas Carlyle, el destino de este lugar no volvió a ser el mismo después de febrero de 1920, cuando llegó a Medellín el arquitecto belga Agustín Goovaerts. "Lo recibió una ciudad hermosa, limpia, discreta, hospitalaria, de escasos setenta mil pobladores y deleitoso clima primaveral, no mayor que Malina o Lovaina ni tan agitada y bulliciosa como su nativa Amberes… En la flor de su promisoria mocedad, apuesto, de noble continente y con envidiable acopio de gajes profesionales, sobra suponer que la sociedad medellinense le dispensó todos sus favores y le abrió sin reato sus clubes y salones", cuenta Conrado González Mejía en el libro Palacio de Calibío.

Goovaerts fue escogido en Europa por los servicios diplomáticos de Mariano Ospina. Llegó con el encargo de diseñar y dirigir la construcción del Palacio de la Gobernación, con un contrato por tres años y una asignación de 170 pesos. Pero, además, "nimbado de fama y prestigio en centros y academias de su país", y con las chequeras abiertas de la "sociedad" medellinense, diseñó el Palacio Nacional, la Facultad de Medicina, el Asilo de Ancianos, el Hospital San Vicente de Paúl, la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, el Cementerio San Pedro, el Hotel Europa, el Teatro Junín y algunas mansiones del barrio Prado.

Gran parte del imaginario arquitectónico que tenemos del "Medellín antiguo" se lo debemos a esas construcciones, aunque según Rodrigo Restrepo, arquitecto encargado de la restauración del Palacio de la Gobernación (entre 1987 y 1998), Goovaerts subestimó a la sociedad colombiana de principios de siglo: "hizo románico en el Palacio Nacional, trató de hacer republicano en San Ignacio, gótico en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús y neogótico en el Palacio de Calibío".

En 1925, en el terreno comprendido entre Bolívar, Carabobo, Calibío y la quebrada Santa Elena, comenzó la obra del Palacio de la Gobernación o Palacio de Calibío, llamado así por la calle colindante, que recuerda el triunfo de Antonio Nariño sobre las fuerzas de Sámano en 1814, y que también se conoció como Calle de los Faquires porque allí se reunían los desempleados, y como Calle del Codo. Allí empezó a funcionar el diario El Espectador, fundado por Fidel Cano, y después El Correo, dirigido por Jorge Delgado, y tuvo su sede la Fábrica de Licores, que luego fue Casa de la Moneda y posteriormente Museo de Zea.

Tras dejar una variopinta huella de estilos en esta "villa pequeña, cálida, recogida, discreta" –a decir de don Conrado–, Goovaerts regresó a su país en 1928. Sin su presencia solo se terminó la cuarta parte del diseño original del palacio, y no se siguieron todos sus lineamientos. A finales de la década del sesenta las fachadas sobre Calibío y Bolívar seguían sin revocar, y en el terreno sobrante se había desarrollado el comercio.

Casi noventa años después de iniciada la obra, el antiguo Palacio de la Gobernación todavía luce extraño, como un camaleón ajedrezado con cúpulas y arcos que no encontró con qué mimetizarse en todo el Valle de Aburrá. En su época no estuvo libre de polémica. Los católicos de la ciudad se santiguaban cuando pasaban por su lado, pensando que era una iglesia; el poeta León de Greiff lo llamó "la abadía de Goovaerts" y el artista Pedro Nel Gómez alguna vez pidió su demolición.

En defensa de Goovaerts digamos que no fue él sino los ladrillos los que definieron la forma del palacio. En sus informes, el belga se justificaba y mostraba la manera como tomaba las decisiones que marcaron una época: "Era necesario descartar desde luego los estilos clásicos y los renacentistas que exigen el empleo de la piedra de cantería. El estilo románico no es adecuado a esta clase de construcciones que demandan mucha luz. Sólo quedaba el renacimiento gótico adaptable a las conveniencias modernas y a los materiales del país, especialmente el ladrillo desnudo. Esto último decidió el estilo".

La función es el estilo.
Palacio de Carabobo

El segundo palacio que marcaría este tardío siglo XX de Medellín fue el Palacio Municipal, construido sobre Carabobo entre 1933 y 1937, en el lote que albergaba los cuarteles y la cárcel. Su diseño y construcción fue encargado por el Concejo Municipal a través de concurso público, bajo las condiciones de que participaran solo firmas nacionales y se utilizaran materiales locales. Fue otorgado por unanimidad a la firma H. M. Rodríguez, fundada en 1903 por Marino Rodríguez. El diseño estuvo a cargo de su hijo Nel, para la época un arquitecto de treinta años, quien también dejaría huella en la arquitectura de la ciudad.

Después de una época de "incertidumbre y copia" –como dice Gloria León Gómez en una reseña biográfica–, Nel Rodríguez alcanzó con el Palacio Municipal, de estilo art déco, una arquitectura propia: "útil, práctica y adaptada a la época". Suyos también son el Hospital Mental de Antioquia, la Compañía Colombiana de Tabaco, el Teatro Pablo Tobón Uribe, el Banco Central Hipotecario, la Editorial Bedout, el barrio Conquistadores y algunas viviendas particulares, muchas de ellas ubicadas en el barrio Prado.

Su propuesta para el Palacio Municipal marcó la entrada de la arquitectura moderna a Medellín, y fue escogida "por su acertada distribución en los locales, su definida y fácil circulación, su completa y bien estudiada instalación sanitaria, el conjunto armónico y sobrio de sus fachadas, en las cuales ha quedado claramente definido su carácter", como consta en el acta del jurado. Lo que entendemos hoy por "Medellín moderno" pasa necesariamente por Nel Rodríguez y el Palacio de Carabobo.

Uno de los jurados fue el maestro Pedro Nel Gómez, a quien el Consejo encargó en 1935 la ejecución de "10 (diez) composiciones en pintura en el Palacio Municipal". Entre las obras que pintó el artista en los muros del Palacio están La mesa vacía del niño hambriento, El minero muerto, Intranquilidad por enajenamiento de las minas, La danza del café, Las fuerzas migratorias del departamento, el tríptico Homenaje al trabajo y La república, esta última ubicada en el recinto del Concejo y avaluada en su momento en doce mil pesos.

El desembarco de Guayaquil

A partir de la década del treinta Medellín vivió un acelerado desarrollo industrial, social y cultural que favoreció su crecimiento físico y la llegada de campesinos que buscaban mejores condiciones de vida. La congestión urbana y la multiplicación de viviendas sin servicios básicos, ubicadas en áreas industriales que en el pasado estuvieron en la periferia, obligaron a las autoridades municipales a contratar los servicios de planificadores urbanos, también extranjeros.

Así surgió el Plan Piloto, presentado por los arquitectos Paul Lester Wiener y José Luis Sert en enero de 1950, que recomendaba, entre otras cosas, el traslado del centro cívico al sector de La Alpujarra, vecino de Guayaquil. La propuesta era una cirugía a corazón abierto, y suponía el abandono del centro histórico de la villa, con sus deleites y sus vicios; un trasplante que desviaría el rumbo de la Medellín del siglo XXI.

Algunas de las razones expuestas para semejante traumatismo eran la congestión y los altos costos de una remodelación por el elevado precio de la tierra en el Centro en comparación con lo que valía en La Alpujarra. La red vial paralela al río que comunicaba el norte y el sur del Valle de Aburrá, y las posibilidades paisajísticas de la cercanía de La Alpujarra con el cerro Nutibara, favorecían, según los urbanistas, la creación de un nuevo epicentro metropolitano.

La construcción de La Alpujarra, junto con el desplazamiento de la plaza de mercado y el ferrocarril, influiría también en la transformación de Guayaquil, que era el núcleo de la actividad económica de la región y llevaba sus mareas indeseables hasta otros sectores del Centro: "Su fuerza contenida es tan fuerte, que ha roto ciertas barreras más o menos tradicionales establecidas. Así vemos cómo la carrera Junín y las zonas centrales están siendo invadidas por el café tipo Guayaquil con todas sus características, traganíqueles, tráfico de drogas, riñas, etc.", como dice una carta del Consejo de Planificación a los ganadores del concurso. Este fenómeno se conoció como "guayaquilización", y el sector de La Veracruz no fue ajeno a sus alcances.

Así, mientras los políticos y planificadores buscaban una salida hacia el sur, Guayaquil y sus comerciantes se expandían y atrincheraban hacia el norte, colonizando casas antiguas y edificios emblemáticos, abriendo pasajes y centros comerciales a ambos lados de la carrera Carabobo. Al tiempo que los urbanistas exponían sus ideas renovadoras, en los alrededores de la iglesia y de los dos palacios el viejo corazón administrativo de la ciudad crecía a la manera de Guayaquil. Tenía su propio mercado, ubicado en la calle Tejelo, donde, pese a las limpiezas y acomodamientos, aún persiste algo del espíritu "malevo y febril" del Guayaquil de antaño. Era una callecita diagonal y estrecha entre la Avenida de Greiff y la Plazuela Rojas Pinilla, llena de vendedores de pescado, morcilleras, verduleros, tiendas de abarrotes, cafeterías, unos cuantos bares de dos pisos con coperas que les ponían el pecho a las penas de sus clientes, cafetines con máquinas tragamonedas y alcohólicos que desfilaban día y noche. En ese lugar se mezclaban los olores, sabores y humores de una Medellín campesina untada de asfalto.

Entre Tejelo y Carabobo se construyó en 1957 el edificio de las Empresas Públicas, uno de los más modernos, el edificio inteligente de la época. Al frente, cruzando Carabobo, estaba La Sorpresa, una de las cafeterías más conocidas del Centro, famosa por sus caldos, buñuelos y pasteles, adonde remataban quienes empezaban a trastocar las tradiciones madrugadoras y camanduleras de la ciudad. ¡Y eso que La Sorpresa cerraba a la una de la mañana! Pero en el día, muy enseñorada, como si nada hubiera pasado la noche anterior, sentaba a manteles a algún gobernador.

Para contar la Medellín de finales de los años veinte, don Conrado González sube a un hipotético forastero a la cúpula en construcción del Palacio de Calibío y lo hace ver una ciudad "que parece haber sido diseñada por ángeles para recreo de los ojos y sosiego del espíritu". El forastero ve "no más de veinte flamantes edificios [que] se atreven a pasar del segundo o tercer piso: el de don Miguel Vásquez, el de la familia Bedout, el Gonzalo Mejía que alberga el Hotel Europa y el Teatro Junín, el Palacio Arzobispal, el Hospital San Vicente de Paúl, el Palacio Amador con su Hotel Bristol, la plaza de Guayaquil y el edificio Carré, la Estación Medellín…".

Si un borracho hubiera subido a la terraza de La Sorpresa a finales del siglo XX, y la ciudad no hubiera sucumbido a los cantos de sirena de La Alpujarra, habría visto al frente el Palacio de Calibío, con sus cuatro bloques originales ocupando la manzana en la que hoy está el Parque de las Esculturas y el Palacio Municipal ampliado, y haciéndole compañía a la iglesia de La Veracruz. Carabobo sería una gran avenida con tranvía que conectaría con el Palacio Nacional, donde funcionarían los juzgados, y con Guayaquil, que se extendería como un gran mercado y zona comercial hasta donde hoy es La Alpujarra. La Estación Medellín seguiría funcionando, y en ella se haría transferencia al tranvía de San Juan. A su derecha vería el Edificio Inteligente de EPM con su Parque de los Pies Descalzos, a su izquierda la Plazuela Nutibara, tres o cuatro veces más grande, y en el edificio Naviera Colombiana estaría la sede de un canal de televisión.

Pero como a los borrachos nadie les hace caso, y por Carabobo venían las huestes de comerciantes de Guayaquil, del otro lado de la Avenida de Greiff se construyeron el edificio de la Compañía Colombiana de Seguros; el Emi Álvarez, donde funcionaban oficinas de abogados y contadores; el Centro Comercial Luna Park, que tuvo uno de los billares más famosos de la ciudad, donde jugaba 'Tabaco' Pérez; el Centro Comercial Calibío con su fachada al estilo Goovaerts; el Pasaje Camilocé, famoso por sus numerosas peluquerías; el Edificio Gutenberg, que albergó el Hotel Universo –en cuya inauguración dicen que estuvieron los hermanos Fidel y Carlos Castaño–, frecuentado por mineros del Nordeste de Antioquia que venían a vender oro y a excavar en las profundidades de las prostitutas asentadas en el sector.

El trasplante de corazón de la ciudad no se concretaría hasta 1987, cuando los políticos abandonaron definitivamente el Centro y se refugiaron frente a Guayaquil. Fue así como en 1988 el Palacio de Calibío pasó a ser el Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe, que hoy alberga el Archivo Histórico de Antioquia, la Biblioteca Carlos Castro Saavedra, la Fonoteca Hernán Restrepo Duque, el auditorio Luis López de Mesa, el Fondo Mixto, una galería de arte y un centro de restauración; y el Palacio de Carabobo se convirtió primero en central telefónica de Empresas Públicas y luego en sede del Museo de Antioquia.

El apellido que cambió la historia

Entre la iglesia de La Veracruz y el Palacio Municipal se instalaría en 1955 el Museo de Zea, fundado en 1872 en honor a Francisco Antonio Zea por Manuel Uribe Ángel, Antonio 'Ñito' Restrepo y el coronel Martín Gómez. Y sería esta entidad, sin siquiera imaginárselo, la que marcaría el final del siglo en aquel sector de la ciudad. Desmantelado y arrumado por la construcción del Palacio de la Gobernación, tras el traslado del Banco de la República a la ciudad de Bogotá, el museo por fin tuvo una sede propia ubicada en la antigua Casa de la Moneda.

El museo llevaba una vida discreta cuando en 1978 apareció uno de esos hombres de los que hablaba Carlyle, quienes con generosidad o ambición desbordadas cambian el rumbo de las cosas. Fernando Botero no era un presidente, ni un general, ni un empresario; era un artista que había ganado fama internacional inflando escenas y personajes cotidianos de Medellín. Ese año le propuso a la ciudad hacer una donación de obras a condición de que el museo pasara a llamarse de Antioquia. Y así fue. En 1983 las autoridades de la región cerraron el primer trato con el artista, que más tarde daría paso al proyecto de renovación urbana con el que intentarían remediar el abandono del sector.

Al final del siglo, la demolición que traería ese pequeño tsunami urbano había dejado un Palacio Municipal convertido en museo y una explanada de 7.500 metros cuadrados en la que quedaron enterrados 207 inmuebles, entre los que estaban los edificios Emi Álvarez y Hausler Restrepo Hermanos, los centros comerciales Calibío y Luna Park, el local de Foto Garcés, una edificación con locales comerciales y un edificio sin inaugurar que había construido el Metro.

Años después, lo que quedaba de la plaza de mercado de Guayaquil también fue demolido, y en su lugar se construyeron una biblioteca y una plaza a la que llamaron Parque de las Luces. Al otro lado de la Avenida San Juan sigue en pie el Centro Administrativo La Alpujarra, donde se toman las decisiones que definen el rumbo de diez municipios y más de tres millones de habitantes, con vista al cerro Nutibara y a la Avenida del Río.

LP
 

Parque de Berrío

 

 

Parque de Berrío
Atanasio Girardot, obra de Francisco Antonio Cano

Parque de Berrío
Iglesia de La Veracruz. 1890
 

Parque de Berrío
Cobertura de la quebrada Santa Elena. C. a. 1930
 

Parque de Berrío
Hotel Nutibara. 1942
 

Parque de Berrío
Plazoleta de La Veracruz. S. f.
 

Parque de Berrío
Palacio Municipal. S. f.
 

Parque de Berrío
Avenida 1° de mayo. 1937
 

Parque de Berrío
Calle Calibío. 1937
 

Parque de Berrío
Plazuela Nutibara. 1972
 

Parque de Berrío
Plazuela Nutibara. 1980



 

 
 
 
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