IMPRESOS LOCALES

Gamberros S.A.
Emilio Alberto Restrepo
 
 
 
Gamberros S.A.

Hilo de Plata

 

El gamberro es un antihéroe literario, equivalente moderno del protagonista del género de la “picaresca”. En ese orden de ideas, el gamberro es un pícaro, actúa y se expresa como tal, y su proceder está marcado por acciones teñidas de astucia, falta de escrúpulos y desvergüenza; todo en su vida está determinado por el sino nefasto de su baja condición, que lleva a cuestas como un lastre que carga y le pesa de manera permanente y que caracteriza todos sus actos, negándole de plano toda posibilidad de redención. Gamberros S.A., es un libro testimonial y muy divertido, que recopila historias de estafas, enredos, situaciones absurdas y hasta simples travesuras de estos bribones modernos.
 


 
Una llamada por cobrar desde el infierno

Cuando me dirigía a la casa campestre en la que me quedé de encontrar con mis socios, me sonó el celular. Lo miré, terminaba en 999 y, por supuesto, lo reconocí de inmediato. Era una llamada de CAREMOMIA. Su nombre lo tenía identificado, era el jefe.

Me costaba admitirlo, pero era cierto que el maldito me intimidaba. Le contesté de inmediato para que no notara mi desgano. Era para insistirme en que llegara puntual a nuestra cita, que ya me estaba esperando, y para decirme que COCOLISO no iría con nosotros, que más tarde lo recogeríamos al regresar a la ciudad.

Cada que me llamaba, al ver su número, no dejaba de pensar que 999 al revés era 666 y un cortocircuito de mi cerebro me hacía pensar que eso podía ser un signo nefasto y maligno de su pésimo talante.

La reunión sería solo entre él y yo, cosa que no me gustaba en absoluto.

Le tenía agüero a estar de nuevo en la finca, y, he de reconocerlo, me atemorizaba quedarme solo con él. El hombre me enfrentaba a todos mis miedos y debilidades; me costaba trabajo hasta sostenerle la mirada, aunque me esforzaba por disimularlo, muchas veces sin estar seguro de haberlo conseguido.

Pocos como CAREMOMIA condensaban en un solo sujeto tanta maldad, tanta desfachatez, tanta falta de moral. Para mí, estaba enrazado en demonio, no se detenía ante nada, no se asustaba, no se rendía, parecía tener un pacto con el mismísimo Satanás.

Y lo que me chocaba era volver de nuevo a aquella casa, sabiendo todo lo que había pasado allá. Me explico. Hago parte de una banda, CAREMOMIA es el jefe desde que CHECHO se mató en un extraño accidente de tránsito en el cual su auto perdió los frenos bajando por la vía a Las Palmas. Era un carro nuevo. En el tercer trabajo que me tocó, las cosas pasaron a mayores, lo que iba a ser una simple extorsión a un mafioso retirado que posaba de empresario decente, terminó en un secuestro de varias semanas, con el tipo retenido, amordazado y a veces sedado en el sótano de la casa campestre que habíamos alquilado y que teníamos como centro de operaciones. Como no cedía, lo obligaron a cavar su propia tumba en la parte de atrás. Fue una negociación difícil, por poco no se termina, y cuando alcancé a temer que todo se iba a ir al carajo y mis socios habían decidido acabar allí mismo con el fulano y servirlo como alimento de los gusanos, se logró cerrar un trato por una cantidad un poco menor, pero que finalmente llenaba las expectativas.

En lo personal, toda esa situación fue muy desgastante y era claro que extralimitaba mis capacidades y mis condiciones de rufián principiante. Aunque tenga que posar de rudo y mantener una apariencia, por obvias razones, debo reconocer que no me llegué a sentir cómodo nunca, en ninguno de los trabajos en los que me he visto envuelto.

Mi arribo al bajo mundo es un asunto circunstancial. Por ciertos aspectos que no viene al caso mencionar, en los últimos años todo me fue llevando a una espiral que sin darme cuenta desembocó en el ámbito del crimen. No lo planeé de esa manera, pero tampoco ofrecí ningún tipo de resistencia para evitarlo. Una especie de fascinación me llevó a ser el miembro más joven del combo, luego de la muerte de mi madre, que ocurrió al poco tiempo de terminar mi servicio militar, lleno de maltratos y humillaciones. Mis hermanos se abrieron con lo que pudieron, me dejaron al garete amparados en lo que calificaron una actitud autodestructiva de mi parte, me imagino que basados en mi gusto por la marihuana y el tequila, y en pocas semanas me encontraba sin casa, sin familia, sin trabajo y con la que había sido mi novia de varios años preñada de otro y viviendo en un pueblo de la costa con un policía que trabajó un tiempo en el comando de mi barrio. Ni una nota de despedida o de disculpa, lo cierto fue que me tocó defenderme como pude con mis cuernos de antílope desempleado y sin opciones, más preocupado por sobrevivir que por estar dedicado a los lamentos o la auto compasión, sin tener un hombro en el cual desahogarme.

Motivos y justificaciones aparte, lo cierto fue que resulté en una banda, sin ser lo suficientemente malvado para sobrellevar el día a día, apenas conteniendo la náusea, llorando en las noches, mal llevando el miedo visceral que me producían nuestros actos o la policía misma, o el temor a caer en prisión, o la mirada de las víctimas, o el resto de escrúpulos que me quedaba taladrándome en el interior, pero sobre todo, la presencia insufrible de CAREMOMIA dominando todo el espacio, todo mi terror y la inseguridad y la paranoia que me producía.

Y por fuera, llevando una fachada, una mascarada, una postura. Me sentía cada vez peor.

Llegué a entender que así no podía continuar, estaba en juego hasta mi cordura, sin tener en cuenta la libertad o los asuntos que tenían que ver con mi conciencia, o lo que me quedaba de ella.

Decidí que me iba a sobreponer a mi falta de carácter y que, en cuanto pudiera, me iba a largar de allí, sin decir nada, por supuesto; estaba seguro de que mis compañeros no iban a aceptarlo, sabía mucho de ellos y no se iban a exponer a que me detuvieran, corriendo el riesgo de ser delatados o capturados. No, lo tenía que hacer a mi manera, sin levantar sospechas y era mejor evadirme sin ponerme a averiguar en qué plan andaban. La sutileza y la paciencia no eran las virtudes más notorias de CAREMOMIA y mis dulces amigos.

Al llegar en el carro en el que me ordenaron recoger una caja con “la remesa”, vi que el sujeto ya estaba allí, mal encarado como siempre, fumando uno de esos asquerosos cigarrillos sin filtro que había aprendido a detestar.

Al bajarme, me di cuenta de inmediato que más me valía no haber venido.

Ni me saludó. Me la montó de una, me dijo de todo, que yo era un incompetente, que me había demorado mucho, que se me veía por encima lo gallina que era, que no tenía agallas, que me venía observando desde hacía unos días y era evidente que mi miedo los iba a poner en peligro, que tenía más cara de acólito o de florista amariconado que de bandido, que me tenía en la mira, que al primer resbalón me metía un tiro y doscientos oprobios más que me saturaron la cabeza.

Me ordenó que sacara la talega que yo había recogido en ese basurero del Jardín Botánico, la del rescate, y lo llevara al patio de atrás, allí donde estaba el hueco aún sin tapar.

En ese punto, yo ya estaba empanicado. El tipo me iba matar allí mismo, estaba seguro de eso y yo ni siquiera tenía un arma para defenderme. Las arterias de la sien me pulsaban como para reventarse cuando saqué del maletero lo que me ordenó. Se hizo a unos pocos metros, a mi espalda y de reojo me di cuenta de que tenía su mano en el bolsillo de la chaqueta, en donde casi con certeza tenía la pistola. El desgraciado pretendía matarme allí mismo y dejarme desparramado en la fosa, ni siquiera tendría que hacer mucho esfuerzo para deshacerse de mi cadáver. No me dijo nada, pero con seguridad era lo que estaba planeando. Esa agresividad y esos regaños iban mucho más allá de una reconvención y encubrían la decisión de sacarme del medio y librarse de un potencial problema. Y además se quedaba con mi parte. Yo también había aprendido mis cositas y ya tenía el olfato agudo y una especie de sexto sentido sensible por todo lo que había vivido al lado de semejantes pillos.

Por primera vez en mucho tiempo no me detuve a pensar en qué sería lo más conveniente y aproveché que estaba empezando a oscurecer, giré mi cuerpo de una, grité con todas mis fuerzas y agarré un recatón que estaba recostado junto a la pared. En ese instante, CAREMOMIA se asustó, como que no esperaba mi reacción; le tiré encima el fardo y de inmediato le clavé el instrumento en el cuello. En ese momento ni temblé ni tuve dudas, eso llegaría unos minutos más tarde.

Quedó allí tirado, como un pollo, muerto de una, no alcanzó ni a chapalear. A esos bravos también les sale el que los pone en su sitio, esos les pasa por estar mirando la gente por encima del hombro, no se dan cuenta cuándo les va a salir de improviso el gallito más arrecho que ellos.

Cuando se me pasó el impacto de los sucesos tan imprevistos, retomé la sangre fría y traté de pensar con calma en lo que debía hacer a continuación. De entrada debía recuperar el arma de su bolsillo. Primera sorpresa, no la llevaba consigo. Miré bien, pero no la pude encontrar, no se había caído con la sacudida, la debería haber escondido en alguna otra parte. Su celular sí lo recogí del suelo, estaba sucio de pantano. Se lo metí en el pantalón. Lo arrastré hasta la fosa; no sabía lo difícil que era arrastrar un cuerpo, pero finalmente lo conseguí. Lo deposité allí, cogí el recatón, lo lavé en la canilla y lo puse junto al cuerpo, busqué una pala y lo tapé con el morro de tierra que estaba a un lado desde hacía varios días. Luego me devolví a tratar de dejar todo en orden, encubrir o limpiar rastros de sangre, apagar luces, cerrar puertas y escaparme lo más rápido de allí.

Nunca me había gustado le energía de esa casa y no era la hora de quedarme allí para que cualquiera me descubriera. Yo no sabía si los otros de la banda estaban encompinchados con él para eliminarme, pero no me iba a quedar para averiguarlo.

Cogí el talego con la plata, la escondí debajo del asiento por si me requisaban en un retén, me monté al carro y en cuanto pude me largué de allí, buscando la carretera para Bogotá; era claro que no tenía nada que me hiciera regresar a Medellín.

Luego de dos horas sin novedades, había pasado dos peajes y un puesto de control del ejército sin ningún percance qué lamentar. Tenía gasolina y dinero, no tenía ni hambre ni sed ni ganas de orinar o necesidad de estirar las piernas; decidí que no iba parar en ningún lado hasta llegar a la capital, faltaba ya menos de la mitad del camino, todo me había salido derecho. Era la oportunidad de volver a empezar, tenía juventud y me había quedado con la tula; sentí por primera vez en muchos meses que la suerte había estado de mi lado. Ya era hora.

En ese momento sonó el celular. Pensé que casi fijo era alguno de los muchachos que ya me estarían extrañando y, al no tener noticias mías y menos de CAREMOMIA, estarían inquietos sin saber en qué habían parado las cosas. Sentí como un alivio, no pude contener el impulso de reírme y puse más volumen al equipo de sonido que reproducía un disco de éxitos del gran Héctor Lavoe.

Luego volvió a sonar una segunda y una tercera vez. Me reí una vez más de la intensidad y la suficiencia de mis compañeros bandidos. Creían ser siempre los más astutos, los más arrogantes, los poseedores de la verdad revelada y los dueños de la última palabra. Esta vez se iban a tener que tragar sus aspavientos, CAREMOMIA en primer lugar, ardiendo en la caldera más caliente del infierno.

Al llegar a un peaje, unos camiones detenidos me obligaron a parar y a ponerme en la fila, detrás de ellos. Iba a estar quieto unos minutos. No había fumado en todo el día. Aproveché a bajarme del carro y prendí un baretico que tenía olvidado en el bolsillo. No había policías por ningún lado, todo se veía despejado. El celular volvió a sonar, lo había dejado encima del tablero junto al volante. Di una bocanada profunda y sentí cómo el humo llenaba mis pulmones y un delicioso mareo me nublaba un poco la vista y me ponía a caminar blandito, como en una nube.

Me devolví dos pasos, agarré el teléfono, que ya había dejado de sonar. Lo prendí para ver quién era el que me estaba marcando. La pantalla mostraba cuatro llamadas perdidas de un número que al derecho terminaba en 999 y al revés tenía la diabólica cifra de 666, encima un nombre anotado, CAREMOMIA. El humo en la cabeza no me dejó ver muy claro todo y volví a mirar la luz verde de la pantalla que refulgía en la noche: cuatro llamadas perdidas, un 666 que me evocaba al demonio y el nombre de CAREMOMIA anotado.

Yo quería darle otra chupada al porrito, pero solo en ese momento caí en cuenta de que se me había resbalado de los dedos. Adelante, los camiones empezaban a reanudar la marcha. El carro de atrás ya estaba comenzando a pitar con desespero.