IMPRESOS LOCALES

KRAKEN 30 AÑOS 1984 - 2014
Rafael González Toro
 
 
 
Libro Kraken 30 años
 

Un sonido le cambió la vida para siempre al niño Elkin Ramírez. Apenas le había dado dos o tres mordiscos al helado que llevaba en sus manos y la música que llegaba desde una terraza le hizo olvidarse por completo que el sol de esa tarde de Medellín iba a derretir sobre su mano la golosina que había comprado junto a unos amigos del barrio en una heladería de Laureles. No le importó. Se detuvo y buscó bien de dónde venía ese sonido. Estaba impactado. Al final pudo identificar el lugar.

La música que bajaba desde esa terraza, en la carrera 70 con circular tercera, no era como la que había oído antes. Sonaba distinto a los discos que cada fin de semana su padre ponía en la casa. Esa tarde la banda Judas, una de las más importantes de la génesis del rock local, daba uno de sus acostumbrados shows de diciembre en ese lugar. Así, mientras el helado se derretía en sus manos y sus amigos lo acompañaban en su sorpresa, Elkin, de 13 años, asistió, sin proponérselo, a su primer concierto de rock. Desde ese día nada fue igual.

La familia Ramírez Zapata, compuesta por el matrimonio de Daniel y Oliva; y los cinco hijos Sonia, Elkin, Doris, Clara y Daniel Felipe, siempre vivió en el barrio Belén. Inicialmente, en 1966, se estableció en los sectores Las Mercedes y Vicuña, arriba de la carrera 80 entre las calles 30 y 33.

Eran los tiempos de esa Medellín de vecindarios con casas de puertas abiertas y noches de convite en las aceras donde los vecinos se tomaban una cerveza mientras departían y charlaban de lo sucedido acompañados por un tango, un bolero o alguna canción de música romántica que salía de un radio que se apagaba antes de las nueve de la noche para dejar dormir a los vecinos.

Todavía la urbe no tenía ese vértigo de décadas posteriores y, cada tanto, los barrios se iban llenando de familias que llegaban del campo antioqueño o de otras ciudades intermedias del país. La diáspora continuaba hacia una ciudad que todavía recibía con los brazos abiertos a quienes querían buscar un mejor porvenir. Como muchas de las familias de ese sector de Belén, los abuelos maternos de Elkin venían de La Ceja, en el Oriente de Antioquia, y sus abuelos paternos eran del Eje Cafetero.

“Las primeras imágenes en la casa son muy bonitas. Una niñez de barrio jugando pelota, béisbol, fútbol, voleibol, escondidijo y guerra libertada. Eran tiempos muy buenos”, recuerda Elkin.

Los amigos de esa infancia despreocupada y de grandes libertades duraron pasada la primera década de vida para Elkin. Casi a la par del momento en que vio tocando a Judas en esa terraza. Después, ya metidos en los compromisos escolares, los niños se fueron llenando, poco a poco, de responsabilidades y esa amistad callejera pasó a ser un gran recuerdo en cada uno de ellos.

Pero esa semilla del rock, plantada de manera firme en Elkin, iba a tener otro impulso para seguir creciendo. Con los quince años ya cumplidos su hermana Doris lo llevó a una fiesta donde unos amigos. La reunión era un ensayo de Nash, otro de los grupos pioneros del rock de Medellín. Allí Elkin se sorprendió, ya no solo con la música, sino con la figura de los integrantes de la agrupación. Todos eran altos, de casi uno con ochenta metros, tenían el pelo largo y parecían de otro planeta por sus atuendos y la seguridad con la que interpretaban sus instrumentos. “Me impactó mucho la figura de ellos. Sobre todo la de Víctor García, quien cantaba y tocaba los teclados”, dice Elkin.

Elkin estudió hasta segundo de bachillerato en el colegio Calasanz pero se aburrió. “Siempre he creído que el mundo no era solo lo que los curas decían. Siempre me he sentido muy lejano a cualquier dogmatismo. Mi espíritu es más liberal”. Y esa rebeldía, ya de los catorce años, lo llevó a perder el curso para que lo echaran del plantel. Pero se lo llevaron al colegio Salesiano. Otra vez una institución con curas. El resultado no parecía difícil de anticipar: se aburrió de nuevo.

Pero, mientras los resultados en la educación tradicional parecían estancados, Elkin seguía muy ligado a la pintura y a la literatura. En ese momento conoció a unos amigos que se encerraban a pintar hasta altas horas de la noche en la casa de Germán Jaramillo Botero, familiar del maestro Fernando Botero, en Belén La Gloria.

Y fue allí en esa pequeña casa donde escuchó el primer cassete de Led Zeppelin. Eso le voló la cabeza. La voz que salía de esa grabadora, que al principio pensaron que era de una mujer, los metió en el rock para siempre.

A los dieciséis años, fiel a ese espíritu rebelde, se escapó de la casa y se fue para Bogotá a trabajar en un bar. Estuvo cuatro meses en la capital. Se había ido en busca de un taller de pintura de un gran maestro. Quería ser artista de cualquier manera y pensaba encontrar un profesor que le enseñara. Por qué no Manzur o Grau, podría ser un gran pupilo. Pero no lo logró.

Las cosas se pusieron difíciles en esa expedición a la capital. Había viajado con su amigo Germán Jaramillo, pero al llegar a Bogotá su compañero de viaje se le perdió, nunca más lo volvió a ver. Un joven llamado Leo le ayudó a alquilar un cuarto en la calle Cero, abajo de la avenida Caracas. Era un pequeño lugar con un baño comunal y el agua era helada. Una pensión fría y hostil. Para pagar su vivienda tuvo que buscar trabajo y lo único que encontró fue servir tragos en el bar La Carreta.

La Carreta quedaba en la calle 22 debajo de la Caracas y era un lugar frecuentado por actores y gente del espectáculo. Allí no hablaba con nadie. Los clientes solo pedían trago y ni siquiera intercambiaban palabras con el joven que estaba detrás de la barra.

Las cosas no funcionaron y a Elkin le tocó volver derrotado a Medellín. Por vergüenza no volvió a su casa paterna y se estableció donde sus abuelos maternos en el barrio Vicuña. Pero su trasnochadera no compaginó con el modo de vida de ellos y tuvo que regresar al hogar de sus padres.

En 1978 llegó al colegio Camilo Torres en Buenos Aires, barrio de Medellín. Ahí se encontró con jóvenes expulsados de otros establecimientos. Se juntó con estudiantes que leían a Sartre, Rousseau y Pappini. Eran muchachos de otros estratos y con otras inquietudes culturales. Ahí se sintió identificado. En tercero de bachillerato conoció a Wilson Fernando Montoya y construye una relación de amistad basada en la música rock.

“Cuando en el salón de clases hablaban de algún tema en el salón de clases ya lo conocía. Era muy tímido y solo me les acercaba a las niñas para que me ayudaran en matemáticas. También me acerqué, con Wilson, mucho más a la música”, dice Elkin.

Wilson recuerda que por esos días Elkin no era tan conocedor del rock and roll o el hard rock y él fue quien le enseñó los trabajos de The Rolling Stones, Queen, Led Zeppelin y Black Sabbath. “Los primeros conciertos a los que asistimos fue a los de bandas como Fénix y Nash. Por esos días los seguíamos bastante. Ellos tocaban covers espectaculares de los grupos extranjeros que a nosotros nos gustaban. Íbamos al Parque de Banderas o a La Macarena y a otros lugares de la ciudad para verlos tocar. Elkin se fue metiendo mucho más en el rock y le tomó mucho gusto a ver músicos en vivo”.

Una vez, tras uno de esos conciertos en el Parque de Banderas, varios de los asistentes –recuerda Wilson–, se quedaron tomando unos vinos en el escenario. “De una manera espontánea Elkin se paró y empezó a cantar un tema de Led Zeppelin. Todos lo aplaudimos porque de verdad lo hizo muy bien. Esa fue la primera oportunidad de él en una tarima interpretando una canción ante un público, en este caso improvisado, y ante un grupo de amigos”.

En esa época Elkin fue por primera vez a fiestas en donde se encontró con música de Jethro Tull, Fogat, Emerson y Lake & Palmer, entre otras bandas. También empezó a hacer amistad con Rubén Darío, otro compañero de clase, que vivía sobre la calle San Juan, arriba del desaparecido Teatro Rívoli. “Al lado había un bar de rock llamado Lemon y nosotros, que éramos menores de edad y no teníamos un peso, nos íbamos al patio de su casa y oíamos la música que programaban en el lugar”.

La literatura y la música fueron la herencia que Elkin recibió de su padre, gran aficionado a los libros y a los discos. “Él siempre traía del trabajo cuatro o cinco discos. Los sábados en la tarde y los domingos en la mañana nos despertaba con musica clásica mientras hacia el desayuno. Nos despertábamos con canciones de Mozart, Tchaicovski, Chopin y otros grandes autores”.

Aunque en esas jornadas matutinas también sonaban discos de Piero, Ana y Jaime, Facundo Cabral, Nino Bravo, Raphael y Joan Manuel Serrat, entre otros. “Cuando se terminaba un álbum de Piero sonaba un tango o una polka –recuerda–. Era una combinación muy especial”.

Pero días después hubo algo que le cambió la percepción que tenía de esa música que oía en la casa. Su padre llegó con álbumes de Tom Jones, The Platters y The Beatles. Eso le llamó mucho la atención porque era algo totalmente diferente a lo que había sonado antes en ese tocadiscos Sharp.

“Me fui a trabajar en ventas a Venezuela, cerca de Caracas, y cuando regresaba a la casa, cada dos o tres meses, le traía casetes de grupos de rock que no se conseguían en Medellín. También le regalaba los materiales de pintura porque me gustaba mucho impulsarlo en ese arte. Eso lo ponía muy contento”, dice Daniel Ramírez, padre de Elkin.

En el Camilo Torres tampoco terminó su bachillerato. Cuando su padre volvió de trabajar en Venezuela puso las cosas en su sitio. Le dijo que si no quería aprovechar la oportunidad le tocaría trabajar para pagar sus estudios. Y así sucedió.

Iniciando los ochenta, el padre de Elkin entró a trabajar a la textilera Comercial Antioquia y Elkin entró a laborar, por recomendación de su progenitor, como mensajero y bodeguero en el mismo lugar. Trabajaba en las mañanas y, en las tardes, estudiaba en el desaparecido colegio Miguel de Unamuno, del barrio Laureles. Allí congenió con una filosofía más liberal. Mientras estudiaba pintaba y vendía algunos cuadros para solventar sus gastos.

Cada fin de semana Elkin dejaba sus ocupaciones y se iba para donde su amigo Wilson en el barrio El Salvador. Allí se documentaba sobre el rock. Pero como no hay plazo que no se cumpla, él finalizó sus estudios en la jornada nocturna de la Escuela Remington, arriba de la avenida Oriental, en el barrio Boston.


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Días de rock

Bajo recomendación de su amigo Wilson, quien lo había oído cantar muchas veces, lo llamó Germán Cadavid, un baterista. Lo citó en la iglesia de Santa Gema. Lo invitó a participar en Lemon Juice, grupo que interpretaba temas de Van Halen, Black Sabbath, The Clash, Ramones y Led Zeppelin. Esta fue la primera banda que integró junto a Andrés Melguizo, quien entre 1981 y 1983 también lo acompañó en otra agrupación llamada Kripzy.

“No tenía conocimiento de los instrumentos ni sabía nada de cantar. Todo lo hacía por oído. Melguizo vivía en el sector de San Benito, en el centro de Medellín, y yo trabajaba muy cerca”.

Elkin aprovechó esta cercanía para escaparse de manera frecuente. En el patio de la vivienda había una batería, un equipo de sonido, un bajo, unos parlantes hechizos (hechos por uno de los integrantes) y una guitarra. Desempeñaba sus labores como mensajero y con mucha prisa se fugaba a los ensayos. Allí, con un micrófono japonés marca Hi Mike, cantó sus primeras canciones.

Llegaba a la empresa sudando, porque le tocaba correr para poder salir a tiempo de los ensayos y regresar al trabajo. Mientras tanto su padre no sospechaba que, durante las diligencias como mensajero, su hijo estaba formando una banda de rock, a pocas cuadras de la empresa donde trabajaba.

Y, después de tanto ensayar, a Lemon Juice le llegó la hora de su primer concierto. Fue en las fiestas del colegio Ferrini. Mientras estaba cantando, con las luces bajas, Elkin dio un mal paso y se cayó de la tarima sobre el público, cuando interpretaba Starway to Heaven, de Led Zeppelin.

De inmediato se subió un profesor y les dijo que se bajaran, que estaban drogados, lo que era una gran mentira, y que no podían seguir. “Era la inexperiencia y la energía que teníamos la que nos hacía mover con tanta fuerza, pero para nada estábamos ni borrachos ni drogados –dice Elkin–. No éramos así”.

Lemon Juice tenía un repertorio de unos doce covers de bandas como Black Sabbath, Van Halen y Led Zeppelin, entre otras. Meses después salió el bajista y entró Juan Fernando Vélez Melguizo, primo de Andrés Melguizo, y la banda cambió al nombre de Kripzy, palabra que Elkin se inventó para bautizar el grupo.

Se pusieron en la tarea de buscar a un segundo guitarrista y, en 1982, conocieron a Campoelías, que tenía una banda de punk llamada Pretexto y vivía en el Barrio Antioquia.

Trabajaba en las noches en un banco registrando datos. “Nos gustó su versatilidad musical y se ajustó al repertorio, que por esos días ya no era tan hard rock y ya se escuchaba un poco más heavy metal”, dice Elkin.

Kripzy arrancó, según recuerda Andrés Melguizo, en su casa del barrio San Benito. “Hacíamos mucha bulla. No sabíamos inglés y Elkin cantaba lo que sacaba de oído. Después hicimos algunos conciertos, sobretodo en el bar Studio 33, de la carrera 45 del barrio Manrique. Eran días muy distintos. Yo salía a la una o dos de la mañana con mi guitarra Gibson Les Paul al hombro por el centro de la ciudad. Nunca me pasó nada”.

La banda también ensayó en una terraza del barrio San Javier, en una habitación que les prestaba un matrimonio joven. A los meses de tener un repertorio consolidado, compuesto en su mayoría por covers, Raúl Velásquez, propietario del Almacen JIV, un enclave rockero de la carrera Sucre en el centro de la ciudad, que vendía música y merchandising, los invitó a tocar en un show que se iba a dar en la Plaza de Toros La Macarena.

Allí, el 23 de julio de 1983, junto a Carbure y Fénix, Kripzy tuvo su logro musical más importante, al tocar en vivo junto a estas dos bandas locales que ya eran bastante reconocidas. “Fénix se encargó de seleccionar los dos grupos que lo iban a acompañar. Nosotros sonábamos compactos y, al final, fuimos los elegidos”, recuerda Andrés Melguizo.

El tema El faltón, de Carbure, se había vuelto un himno entre los rockeros de Medellín. Era la banda que más seguía la gente. Fénix, por su parte, era una especie de institución entre los rockeros de la ciudad. Para ese entonces Campoelías ya se había retirado, por compromisos de trabajo de Kripzy, y fue convocado Ricardo Posada como segundo guitarrista.

“Abrimos ese concierto y tocamos como una hora. La plaza estaba llena y la gente todavía no tenía presentes las divisiones. Todos hablaban de rock. Fue un show muy lindo. Para nosotros fue grandioso haber sido incluidos en ese cartel de bandas locales”, comenta Elkin.

Kripzy se acabó porque Germán Cadavid, según recuerda Elkin, después de un ensayo dijo que no le interesaba seguir con el proyecto porque había pasado a la universidad y ya no estaba dispuesto a seguir haciendo música. De ahí, con un nuevo baterista, Diego Pino, cambiaron el nombre a Mortero, pero el proyecto nunca se pudo consolidar.

Para finales de 1983, Elkin Ramírez fue convocado para cantar en Ferrotrack, grupo conformado por el baterista Hernán Cruz y el guitarrista Gustavo Corrales (exintegrantes de Nash). A esa alineación se les sumó Alejandro Orrego (quien habia tocado en Fénix y Carbure) y Juan Alfredo Taliani Frankovic, un argentino que tocaba la segunda guitarra y quien, años después integró, un grupo llamado La Mississipi en Buenos Aires (Argentina).

Con Ferrotrack, Elkin aprendió mucho de música. La banda ensayaba en la carrera 70 con la calle San Juan, donde estaba el desaparecido supermercado La Candelaria. Ahí, en un segundo piso se veía la imponente batería negra de Hernán Cruz.

Pero, de manera paralela a esa formación, Elkin y su novia de entonces Amparo Gutiérrez, estaban esperando a su hijo, Andrés. Esta situación le hizo replantear muchas de las situaciones que estaba viviendo. Ya iba a ser papá pero seguía con su música.

Ferrotrack solo hizo un concierto en JIV Bar de Envigado, en el primer semestre de 1984, en un gran salón cerca de la plaza principal de ese municipio, montado por el Almacén JIV, para comenzar a difundir el rock.

Al mismo tiempo, Jorge Atehortúa y Jaime Tobón, dos jóvenes compañeros del colegio de la Universidad Pontificia Bolivariana y grandes aficionados al rock, desde 1983 comenzaron a juntarse en el tercer piso del Bloque 31 de la urbanización Carlos E. Restrepo, en donde vivía Jorge, para tocar la guitarra. “Jorge fue compañero mío de todo el colegio. Éramos los mejores estudiantes del curso y nos gustaba el rock. Él estaba muy influenciado por The Beatles y yo más por Kiss. En los descansos empezamos a hablar de música y nos pusimos a tocar en su apartamento. Días después, él me vendió una guitarra que había traído de Estados Unidos y me dijo que quería comenzar un grupo”, recuerda Jaime.

Un piso más arriba, en el apartamento 403, vivía un amigo que tenía una batería hecha con radiografías y tarros de galletas. Se dieron a la tarea de montar algunos guitarreos de temas de The Beatles. Pero las cosas no sonaban muy bien con el baterista, a quien descartaron rápidamente. “Hugo vivía a dos cuadras, en otro de los bloques de Carlos E. Restrepo. Tenía una pinta muy rockera y, en el barrio, lo veían como al típico rockero desadaptado, pero no era así. Hablamos con él y, al principio, Hugo y Jorge no se la llevaban bien –dice Jaime–. Había construido una guitarra y lo que me unió a él, al principio, fue nuestro gusto por Kiss. Ya los tres ensayábamos todos los días de cuatro de la tarde a siete de la noche”.

Por la amistad de Hugo con Álex Fernández, guitarrista de la banda Fénix, los tres asistieron a un ensayo de ese grupo y, tras la experiencia, comenzaron a montar canciones. Después, Jorge, Hugo y Jaime se juntaron con Pablo Restrepo, quien estaba comenzando a tocar batería para ensayar en ese grupo naciente. Días después, Pablo tampoco queda en esa proyecto y deciden poner un anuncio en la emisora Radio Disco ZH para buscar ese baterista que tanto les hacía falta. Luego los llamó Gonzalo Vásquez (conocido por sus amigos como Gonzo) y se sumó a Jorge, Jaime y Hugo. “La primera canción que tocamos con Gonzo fue Breaking the law, de Judas Priest. Ese es el momento en el que nos sentimos como un grupo. Todo estaba muy bien, pero ninguno de los que estábamos ahí éramos cantantes”, asegura Jaime.

Por sus visitas a comprar acetatos en el amacén JIV del centro de Medellín, Jaime y Gonzo conocieron a Jairo Álvarez, quien trabajaba en el lugar. “Jairo tenía una pinta de rockero impactante –comenta Jaime–. Él nos dijo que sabía cantar y lo sumamos a los ensayos del grupo en la casa de Gonzo, en donde el papá nos había acondicionado una habitación como sala de ensayo”.


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Nace Kraken

Estaba por acabarse 1983 y, un sábado de diciembre, Jairo Álvarez se encontró con Elkin, a quien conocía desde hace algunos meses por su afición al rock, y le dijo:

–Estoy ensayando con una banda y yo soy el cantante. –¿Cómo se llama? –le preguntó Elkin. Jairo no supo contestarle. El grupo no tenía nombre todavía. –Vamos a un ensayo –le respondió Jairo.

Los dos se fueron en la moto de Jairo y llegaron a una casa en la Loma de Los Balsos, arriba de la Transversal Superior, en el barrio El Poblado. Era la casa de la familia de Gonzalo Vásquez, un baterista más conocido por sus amigos como Gonzo.

La banda sin nombre estaba conformada por Jorge Atehortúa, Gonzalo Vásquez, Hugo Restrepo y Jaime Tobón. Al rato, el grupo empezó a tocar Wasted, de Def Leppard y otros covers. “A Jairo eso no le sonaba muy bien. Y yo pensaba que ellos estaban todavía muy crudos”, recuerda Elkin.

Tras una pausa en el ensayo, Jaime Tobón, quien ya había visto cantar a Elkin, sin que este lo supiera, desde una ventana de la taberna Studio 33 de la carrera 45 del barrio Manrique, le pidió que si se animaba a cantar un tema con ellos.
–¿Pero cuál tocamos? –les preguntó Elkin.
¡Wasted! –dijo Jaime.
–Ah, sí, esa me la sé –respondió Elkin.

Después de ese tema vinieron más. Hugo recuerda que en otra oportunidad fueron a la casa donde vivía Jairo en Envigado. Elkin les cantó Heaven and Hell, de Black Sabbath, sobre la canción que sonaba en el tocadiscos y “realmente lo hacía muy bien. Emulaba la voz de Ronnie James Dio de buena manera”.

Después de una de las pruebas, Elkin se quedó hablando con los miembros de la banda. Congeniaron tanto que lo llevaron a su casa tras la sesión, en un Renault 12 verde, propiedad de Gonzo. En el trayecto le dijeron que lo iban a recoger dentro de una semana para ir a ensayar.

“Las cosas se fueron dando de forma natural. Nos fuimos como enredando y seguimos de manera espontánea”, recuerda Hugo.

Una semana después, pasaron por la casa de Elkin y se fueron de nuevo para donde Gonzo. En el ensayo tocaron Smoke on the water y no les sonaba bien. “Todos los músicos, menos yo, tenían entre dieciséis y diecisiete años. Yo tenía un poco de experiencia y, por eso, les dije que las cosas deberían tomarse más en serio. Debían ensayar más seguido si querían que la banda mejorara”, recuerda Elkin.

En diciembre de 1983, Elkin se sentó con ellos y les dijo que debían darle un nombre a la banda. De ahí empezaron a saltar algunos. Una de las propuestas fue Skiner. Otra fue The Shoes. Pero ninguna de las dos quedó. La búsqueda del nombre era uno de los inconvenientes que debían resolver. Y muy pronto.

“Nos reunimos en la casa de Elkin y él dijo que tenía una idea, un concepto. Nos dijo que Kraken era el séptimo titán de la mitología griega. Él fundamentaba todo en el peso histórico de esa cultura –sostiene Hugo–. Tenía muy claro lo que quería hacer. Desde esos tiempos nos dimos cuenta de que era su proyecto de vida”.

Y así la nueva banda comenzó a llamarse Kraken. Elkin les dijo que iba a tocar un concierto, con Ferrotrack, en abril de 1984, y que después de eso se iba de este grupo, siempre y cuando se pusieran metas claras para mejorar. “Pero si esto no suena bien y sigue así, yo no me retiro de Ferrotrack”.

Elkin propuso unos objetivos básicos para Kraken y una lista de doce temas para tener listos para junio de 1984, fecha en que se unirían de nuevo para ver qué tal iban los progresos. Entre las canciones que iban a montar estaban: Crazy Train (Ozzy Osbourne), The Number of the Beast (Iron Maiden), I’m Evil y Seek & Destroy (Metallica), Balls to the Wall (Accept), Wasted (Deff Lepard), You really got me (en la versión de Van Halen), Al otro lado del silencio (Ángeles del Infierno), Holly Diver (Dio), Todo mi mundo eres tu (Sangre Azul), Electric eye (Judas Priest) y Heaven and Hell (Black Sabbath).

El objetivo era tenerlos listos e interpretarlos muy bien para arrancar con el nuevo grupo. Y, por qué no, empezar a dar conciertos.

Como lo habían pactado, todos se tomaron en serio el compromiso. Gonzo se fue a estudiar con el baterista de Nash, Hernán Cruz; Hugo y Jaime tomaron clases con Álex Fernández, de Fénix; y Jorge recibió clases de bajo con Néstor Gómez.

Tras el concierto de Ferrotrack, al que toda la banda asistió para ver a Elkin en vivo, pasó mayo y llegaron las vacaciones de junio. Los integrantes del grupo dejaron a un lado libros y cuadernos, y el sábado 18 y el domingo 19 de junio, un día después de comenzado el periodo de descanso escolar, se reunieron de nuevo en la casa de Gonzo. Ese 18 de junio de 1984 es la fecha oficial de la conformación del grupo.

Hugo se apareció con un amplificador Marshall que había comprado, junto a Jorge, por veinte mil pesos a Álex Fernández, de Fénix. Elkin cantaba con su viejo micrófono Hi Mike y, los demás, les daban duro a los instrumentos que ya tenían.

Los ensayos de la nueva banda eran en serio. Iban de diez de la mañana a ocho de la noche. Solo paraban a almorzar. La familia de Gonzo les daba almuerzo y, entre pausa y pausa, ajustaban los detalles de lo que querían como banda de rock.

Y Kraken empezó a sonar. “Nos sentábamos a oír los temas antes de tocarlos y debían quedar perfectos”, recuerda Elkin. Ensayaron todos los días de esas vacaciones y el resto del segundo semestre de 1984, cada sábado y cada domingo. No había tregua. El Titán había despertado y ya no iba a descansar.


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