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Número 10 - Marzo de 2010  

Artículos
El Callejón de las Palabras
La escuela del fracaso
Aram Garoglanián
 

La escuela del fracaso 
Existen muchas formas de fracasar en la vida, pero quizás la más cabal y menos envilecida de todas es abriendo una librería en un país en donde nadie lee. Entonces el fracaso se hace menos pusilánime que si se llegara a él por la vía del juego, como Dostoievski, o por la senda del alcohol, como Malcom Lowry, o por el despeñadero de la droga, a lo Burroughs.

Herman Melville también fue un perdulario ejemplar. Para él, aquello que los hombres usualmente denominaban ruina no era más que una oportunidad que le ofrecía la vida para enriquecer su alma. Melville murió como el más acaudalado de los escritores: en la miseria, y su obra se convirtió en uno de los corpus literarios más complejos y ricos de Norteamérica.

Esa es la enseñanza del maestro: agradecer todas nuestras derrotas.

Luis Galar, por su parte, también quiso hacer parte del club de los perdedores antioqueños, y su fracaso comenzó el día en que decidió abrir una librería en Medellín. En aquel entonces, Galar no sabía que en la ciudad ya no hay lectores, y si los hay son muy pocos, o están agrupados en una sociedad secreta del Valle de Aburrá. Son imperceptibles. Se mueven como felinos por las bibliotecas y los centros de cultura y ya no compran las obras que leen, sino que las sacan prestadas.

Eso por un lado. El segundo traspié de Galar fue pensar que a los pocos lectores de la ciudad les interesaría el stock de su tienda. A saber: colecciones de bolsillo de la obra novelística de Kadaré, diccionarios filosóficos, diarios de Kafka y Cioran, antologías de Apollinaire, compilaciones de Stefan Zweig y un largo etcétera de artículos de imprenta.

No.

La mayoría de los lectores de la provincia paisa buscan el último bestseller de aquellos personajes nacionales que pasaron por la ignominia del secuestro o bien aquellos otros que han triunfado y deciden compartir su sabiduría con el mundo en un ominoso libraco para alcanzar el éxito.

Lo tercero que debió haber advertido nuestro apreciado vendedor es que el libro en Medellín es completamente prescindible. Lo que no es prescindible es la ostentación y la belleza física. La lectura sí, porque ésta no hace a las mujeres más bonitas ni a los hombres más galantes. La lectura no estiliza nada; todo lo contrario: astilla, corroe, herrumbra los cerebros de las personas hasta convertirlos en seres geniales y solitarios.

Ahora, todos los marineros del mundo saben que cuando las ratas huyen de su barco es porque éste va a naufragar, y en El callejón de las palabras las ratas se lanzaron al mar desde el momento en que Luis abrió por primera vez las puertas de su establecimiento. Galar tenía todo lo que necesitaba para que el suyo fuera un negocio próspero, pero se equivocó de país. Su librería nunca logró ser un negocio rentable. En sus cinco años de funcionamiento, jamás vendió lo necesario para hacerse de algo parecido a una nómina o una ganancia, o de un salario para sus socios, y al final no le quedó más que la impaciencia de sus acreedores y la bilis hepática que les regurgitaba dentro sus páncreas.

A diferencia de otras naves, en el barco de Galar las mujeres nunca fueron de mal agüero ni faltó la buena comida ni escaseó el tabaco ni el alcohol. Siempre soplaron buenos vientos y prosperó la camaradería, y eso hace que casi siempre, a la pregunta de qué va a hacer ahora, Luis responda en las palabras de Bertolt Brecht: me está costando una fatiga enorme preparar mi próximo fracaso. UC

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