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Número 13 - Junio de 2010   

Artículos
Una argolla para Elisa
Líderman Vásquez Barrios

Pequeña historia de Medellín en 1898
De mujeres argolladas es el primer caso que conozco. Sé que los campesinos, para que una yegua no sea montada por burros, la argollan. Recordemos que de burro y yegua nacen mulos y mulas, animales trabajadores, tercos, muy llevados de su parecer.

Una argolla para Elisa, Universo Centro N°13Medellín tenía entonces cuarenta mil habitantes y sólo una pequeña porción del valle estaba habitada. Desde el atrio de la Catedral Metropolitana, sin el impedimento que hoy presentan los edificios, se veían las montañas y sus estribaciones. Uno se sentía como en mitad de una batea. A ambos lados, montañas; al fondo, potreros que hoy son el Estadio, Laureles, Belén; y, más allá, olas y olas de montañas. En Palacé hay arrieros con recuas de mulas y bueyes, gente descalza, y mujeres de raza negra llevando en la cabeza múcuras llenas de leche. Hay muchos perros en las calles, perros descarados, desvergonzados y depravados, que no dejan dormir con sus alborotos y copulan hasta en el atrio de las iglesias. Las damas se persignan y miran por el rabillo del ojo el miembro colgante de uno que acaba de despegarse. Junín, y las avenidas a ambos lados de la quebrada Santa Elena, con sus ceibas gigantes, disponen el espacio donde las mujeres elegantes lucen largos vestidos, bajo los cuales se ocultan bragas adornadas de encajes y vulvas de vellos rizados. Los tiempos de Enrique IV, cuando las mujeres de sociedad depilaban sus intimidades y se pintaban de blanco desde la cintura hasta las rodillas para engañar a los mirones haciéndoles creer que llevaban ropa interior, quedaron atrás. Es la revolución de los encajes. Con todo, el grueso de las mujeres no usa nada bajo los faldones, si mucho, una enagua.

Estamos en 1898. Cuarenta y seis años nos separan de la liberación de los esclavos. Los protagonistas de esta historia son negros. Ella tiene más de cuarenta años, él, treinta y ocho. No saben leer.

Elisa Uribe y Lisandro Palacio están casados hace doce años y han tenido seis hijos, de los cuales sobreviven cinco. Él trabaja en fincas y sabe mucho de ganado, razón por la cual los finqueros utilizan sus servicios para la compra y venta de estos animales. Elisa está al cuidado de la casa y, además, trabaja de lavandera, oficio que desempeña los sábados y domingos en las quintas de descanso de los ricos. Está ubicada en la franja de mujeres que no usan bragas. Por la edad, el número de hijos y la condición social, debemos suponer que a su boca le faltan muchos dientes. Lisandro, en cambio, tiene la dentadura completa y en la cara dos cicatrices hechas con arma blanca. Viven en Belén, un sector que, desde 1875, es el segundo poblado del Valle de Aburrá.

Aprovechando las ausencias de Lisandro, Bautista Guzmán, su cuñado, le calienta las orejas a Elisa. Los cortejos del seductor no caen en saco roto pues ella, de esto, no informa al marido. Algún atractivo, contrario a lo dicho en el sumario, debió tener la mujer, descrita como "…desprovista por completo de belleza física, pues ni tiene facciones hermosas, ni formas esculturales, de color negro y de escaso atractivo espiritual…". Más bien noto en esta descripción un sesgo racista, normal en una sociedad en donde la gente ponía por encima de todo la pureza de sangre y donde el negro, el indio y el mestizo eran mirados por encima del hombro.

No bien Lisandro sale a sus negocios Bautista Guzmán, un negro más bien magro, se acerca como quien no quiere la cosa, a la casa de su cuñado. Mientras Elisa hace los oficios le cuenta historias de aparecidos y uno que otro chiste. Entre risa y risa suelta frases de doble sentido, hace proposiciones, habla pegadito a la oreja y ella siente el aliento en la nuca. A diario se repite la misma escena: historias de fantasmas que asustan a la gente después de las siete de la noche en el puente San Juan, la luz que se pasea por Ayacucho con El Palo, chistes, risas y uno que otro toqueteo disimulado. Del disimulo se pasa al forcejeo y Elisa siente el miembro agarrotado de Bautista. Algún cambio en el comportamiento de su mujer debió notar Lisandro que, sin hacerle reclamo alguno, se da a la tarea de averiguar qué es lo que pasa.

Muchos días, quizá meses, dura el ronroneo de Bautista alrededor de Elisa. A mediados de diciembre de 1898, Bautista se acerca, sigiloso como un gato, a la pieza donde la mujer amamanta a uno de sus críos. Lisandro acaba de salir y probablemente regrese a la caída de la tarde. Según consta en el sumario, la llevó hasta el borde de la cama. Sólo tiene que levantarle la falda pues Elisa está en el rango de las sin bragas. No sabemos si la mujer yacía boca arriba, con las piernas abiertas, en la posición del misionero, presta a recibir las sacudidas de Bautista, o si estaba en cuatro mientras éste, de pie, afilaba su arma. Para mí que la posición, dada la urgencia del deseo, era esta última, pues permite, al tiempo que se dan las sacudidas, explorar otras zonas y sondear mejor la profundidad de la mujer. La posición del perro, la llaman.

Cuando el acto estaba a punto de consumarse aparece Lisandro, golpea con un palo al oportunista y arrastra a su mujer fuera de la habitación. Ante el Inspector, el hombre ofendido manifiesta querer separarse por haber encontrado "aproximativa a un acto carnal" a su mujer y a Bautista Guzmán. El inspector aconseja un examen médico y el resultado es negativo. No hubo coito. Desde ese día, los celos agitan la sangre de Lisandro. Dios lo hizo propietario de un agujero y alguien ha querido robárselo. Toma una decisión. Argollará a Elisa.

En una chichería a medio camino entre Belén y Medellín, frecuentada por peones, matarifes de marrano, holgazanes y mestizas que lo dan por casi nada, Lisandro, amodorrado por la bebida ancestral, confiesa a su amigo Camilo Álvarez lo que viene cavilando desde que salió de la Inspección de Policía. "Voy a candidar a mi mujer" dice. El amigo, perteneciente al gremio de los que trabajan con vacas, lo entiende. Es como tener uno solo las llaves, abrir y cerrar, abrir y cerrar…

Las argollas, de cobre, tuvieron un costo de treinta y dos pesos. Como consta en el sumario, amenazándola con una barbera, obliga a la mujer: "Abrite los huecos y si no te las ponés te mato". Con una lezna Elisa abre cuatro huecos en los labios de la vulva y Lisandro pone las argollas. Hubo mucha sangre.

Son días de sufrimiento, de dolor. El hombre llega jarto de chicha, insultándola. Le dice puta, perra, malparida. Le abre las piernas y revisa que las argollas estén en su lugar, la voltea de un lado a otro como si fuera una vaca a la que se está marcando con el hierro. A veces sale y, contrario a la costumbre, regresa una hora después, se acerca por detrás, levanta la pollera, separa las nalgas y constata que las argollas estén en su lugar. Todo esto parece ponerlo cachondo. Quita las argollas y le da unas cuantas sacudidas, para que respete. Una vez quita sólo una y, al penetrarla, los labios se desgarran. La pobre mujer debe abrir dos huecos más. Todos los días, pendiente de que el enemigo no se salga con la suya, revisa el agujero de su propiedad, concedido por Dios en el sagrado vínculo del matrimonio.

Imagino a Lisandro revisando su propiedad con las manos sucias de vaca, de caballo, de buey, de costales, de cercados, de puentes, de monedas, manos sucias de otras manos que, como las suyas, han tocado vacas, caballos, etc. La herida se infectó. La Uribe, como la llama Josefa González, una vecina que prestó declaración en el caso, apenas si puede dar un paso. Acostada, las piernas abiertas para paliar el dolor, Elisa escucha los villancicos que entonan los fieles en la iglesia. Es navidad. En esta época del año los días son cálidos y todos van de aquí para allá, felices, con los corazones inundados. A veces recuerda el ronroneo de Bautista quemándole la oreja y siente un vacío en el pecho.

El trece de febrero de 1899, en la inspección de policía del paraje de Belén, Elisa Uribe denuncia a su esposo, luego se presenta al juzgado 1° del Circuito y, de manera voluntaria, declara: "Un día se presentó de la calle mi marido, y después de disgustos que tuvimos, me dijo: Voy a argollarte". Hubo testigos, médicos que constataron que efectivamente había cicatrices en la vulva de Elisa, desgarrones en los labios. Hubo declaraciones del marido alterando la versión de su mujer y desconcierto en la ciudad por tan extraño caso.

Días después, argumentando que su marido había vuelto a tratarla bien, la denuncia fue retirada.

 

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