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Número 24 - Junio de 2011   

Crónica Verde
La mota verde
 
La mota verde  

Una de las pesadillas
recurrentes de cualquier
fumón es enfrentarse
a una aduana gringa
con un pequeño guardado
en la maleta.
Casos se han visto.
Un corresponsal ilustre
de la Crónica Verde,
representante de Colombia
ante instancias internacionales,
nos envía el relato de un horror
cierto frente a una pandilla
de hombres con guantes
de látex en un aeropuerto.

     

El afán por preparar las palabras e ideas que debía que presentar frente a un auditorio repleto de periodistas, no me hizo olvidar la limpieza profunda que necesitaba mi maleta acostumbrada a viajes más relajados y equipaje más surtido.

Sabía que la entrada al Imperio vía Texas no auguraba nada bueno. Sobre todo teniendo presente que el aeropuerto de destino era el George Bush de Houston. Me habían advertido: "¡ojo! Al entrar lo reciben con perros y todo ¡Hay que ir limpio!" Tomé el tiempo y la precaución de hacer la debida requisa previa y evitar impasses producto de jolgorios pasados.

Reclamé mi maleta y me dirigí a la salida del aeropuerto para tomar una conexión hasta la ciudad en la que tendría que cumplir con mi encargo laboral. Desde el inicio, el espíritu del sur del Imperio impregnaba el ambiente de forma dramática: cantidades significativas de guardias, agentes y encargados de seguridad llenaban el lugar. Y fue ahí, justo al dirigirme hacia la puerta que me sacaría de la zona de maletas cuando un perro comenzó a olisquearme con pasión. Ajeno a toda moral, con su olfato como única determinación, el can agitaba su cola y me seguía con alegría. El agente decidió preguntarme si me imaginaba el por qué del repentino entusiasmo de su pastor alemán. Le dije que no sabía: "I have two cats at home".

El agente insistió en su pregunta, aclarando que el perro que tenía no era un cazador de gatos. Levanté los hombros y guardé silenció. Respondió con un gesto similar y me indicó la ruta hacia otro salón.

Había llegado el momento de una requisa concienzuda. El agente que me recibió en esta nueva etapa de calvario, que recién iniciaba, me repitió la pregunta anterior: por qué el perro lo mira con el hocico. Intenté la primera respuesta otra vez, pero sabía que tendría que complementarla con algo más. Así que añadí que podía tratarse de mi ropa. Había estado con en una fiesta con personas que fumaban hierba. Los policías comenzaron a susurrar en un tono irónico: "Qué opinas." "Pues qué digo… Todo parece indicar que el señor fuma hierba." Indignado por el rápido silogismo de los agentes intenté un reclamo. Lo que siguió fue una pequeña conversación sobre si los amigos de mis amigos pueden ser mis amigos de fuma.

En medio de la discusión apareció la mota: un tris, una gota, una brizna. El agente sonrió triunfante. Se llenó de dignidad y me preguntó: "¿Qué es esto?" Era tan pequeño que pensé soplarlo y esperar que desapareciera. "¿Qué es esto?", insistió el agente. Guarde silencio. Lo miré y sentí como el tiempo se expandía. Pero antes de que pudiera preguntar una tercera vez respondí con claridad: "¿Eso? Eso es un error de limpieza." El agente me miró y dijo que para él se trataba de hierba, al tiempo que tomaba una pequeña bolsa plástica con un líquido en su interior. "Si después de unos minutos este líquido se vuelve morado, estará claro que se trata de marihuana", afirmó el agente.

 

Continuaron su búsqueda objeto por objeto. Prenda por prenda. Bolsillo por bolsillo. Todo fue revisado impecablemente. No había nada más. Ahora me llenaban de preguntas sobre mi vida. Uno de ellos afirmó severamente: "En este momento usted ya debe responder por una multa de 500 dólares por tratar de entrar marihuana a los Estados Unidos." Aterrado, le pregunté: "¿pero qué marihuana he tratado de ingresar?" "Pues ésta", dijo el agente, extendiendo la bolsita plástica que ya lucía un morado irrefutable. "Pero si eso no es nada", respondí. "Cómo que nada, esto es algo, esto es marihuana y usted trató de ingresarla a los Estados Unidos de América, país que tiene una política de cero tolerancia con las drogas." Seguí con mi argumento contra esa maldita bolsa morada: "Mi intención no ha sido la de traer nada a este país, eso que usted tienen ahí es un error de limpieza." Ahora los policías hacían de fiscales: "¿Esto no es marihuana?" "Sí" "¿Esta es su maleta?" "Sí" "Si esto es marihuana y esta es su maleta, entonces usted trató de ingresar marihuana a los Estados Unidos". Entonces me tocó ponerme la toga y hacer de abogado: "Se trata de una cantidad insignificante, no tiene valor, no afecta la salud de nadie, por sí sola no es capaz de producir afecto alguno en una persona."

Los agentes respondieron llevándome a un tercer salón. Esta vez sólo estábamos ellos dos y yo. "Deje su equipaje ahí", me dijo uno de los agentes. Me señaló un cuarto vacío a manera de celda y me pidió que ingresara. Me angustié por lo que iba a ocurrir y pedí un momento antes de que se me obligara a entrar. "Entra a las buenas o a las malas". Con la letra de una canción de Distrito Especial en la mente –en la soledad del reglamento, cualquier requisa es compañía-, se me obligó a pararme con las piernas abiertas y los brazos extendidos y apoyados contra la pared. Se me indicó que debía mirar al frente y si por cualquier motivo dejaba de hacerlo, se me golpearía, se me tiraría al suelo y se me esposaría.

La requisa no se puede contar con palabras. Dos fuertes arcadas me sacudieron durante la inspección. Igual estaba limpio. La molestia de los agentes era evidente. Yo era un maldito pez insignificante. Así que me regañaron: "No estamos detrás de personas que fuman, estamos detrás de los comerciantes; nos ha hecho perder nuestro tiempo por no haber dicho desde el principio que era un consumidor. Perdimos 26 minutos de nuestras vidas."

Finalmente, sin mayor requerimiento, sin tener que pagar la multa, "me dejaron ir", esas fueron sus palabras. Salí pensando que hay que fumárselo todo hasta el final, hay que convertirlo todo en humo antes de volver a armar la maleta. UC

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