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     Número 37 - Agosto de 2012


ARTÍCULOS
Medellín, El patio del tango,
alguna noche de 1970

Dora Luz Echeverría. Ilustración: Juliana Arango
Yo no quiero que en lágrimas
se tornen los besos que me diste
Joyel

Llegó cuando pensábamos que la noche estaba marcada sin remedio. Habíamos entrado al Patio del tango hacía tres o cuatro horas, en una especie de tour armado por Darío Ruiz, quien, con Manuel, era cliente habitual del Gordo Aníbal. El Gordo organizó una gran mesa con varias mesitas en fila que ocupaban casi todo el local, y presentó con mucho orgullo a algunos de los asistentes, entre ellos la crítica de arte argentina Marta Traba, la pintora Dora Ramírez, el escritor Manuel Mejía Vallejo, el poeta Óscar Hernández, e invitó al primer trago de cuenta de Gardel, ese mismo Gardel entronizado en un altarcito donde ponían todos los días flores frescas. “La mesa de honor”, así nos llamó toda la noche.

No era frecuente la presencia de señoras en Guayaquil. No solo no era frecuente, sino que era mal visto y atrevido: además de las meseras y las puticas, las mujeres eran más bien un estorbo. Y que unos intelectuales, como decía el Gordo, por ilustres que fueran, llevaran sus mujercitas, y que además las mujercitas supieran de tango, así fuera una de ellas argentina, y pidieran tangos de Andrés Falgás, o de Charlo, o algo de Edmundo Rivero, y que el Gordo no solo las complaciera sino que además alabara el gusto de la mesa principal, y siguiera presentando con orgullo al resto de la mesa: Óscar Jaramillo, dibujante, Darío Ruiz, escritor y crítico, brindando con cada canción, fue molestando al resto de la concurrencia.

En el fondo del local comenzó algo parecido a un rumor, primero, y después, envalentonados por las risas de otras mesas, voces cada vez más fuertes: “oíste negro, ¿y desde cuándo vienen la señoras a Guayaquil?”, “pues no serán tan señoras…”, “oíste negro, ¿y será que nosotros no somos tan distinguidos?”, “pues eso parece, ni tan distinguidos seremos”…, “oíste negro, ¿y esos señores tan intelectuales serán igual de guapos?”, “quien quita que sean también maricas…”.

Aunque el Gordo Aníbal era bien ducho en el oficio, los de la mesa del fondo lo retaron cuando comenzó a tratar de calmar los ánimos, y uno de ellos, ya de pie, dijo mirándome provocador: “también traen niñas a Guayaco, ¿será que brindamos con ella?”, “hombre negro, yo no creo, no ves que ni tan niña será, con esa culifalda”…

Entonces apareció, como en una película, a contraluz, en el marco de la puerta. Alto, como moviéndose en cámara lenta, tranquilo, atravesó entre las mesas el local, saludó al Gordo y dijo en voz alta: “hombre gordo, poné un tanguito que voy a bailar”, con la mano extendida hacia mí, la de la culifalda, como me habían llamado. Yo no tenía ni idea de bailar tango, y se lo dije en voz baja mientras salíamos, a lo que respondió suavemente: “para bailar con El Gato no necesitás sino cerrar los ojos”. Eso hice durante toda la cumparsita, en medio de las mesas y la mirada de los del fondo. De pronto los aplausos me despertaron, y oí la misma voz suave diciendo lentamente: “los señores”, así dijo señalando a los intelectuales, y repitió: “los señores están conmigo”. Un silencio muy lento se apoderó esa noche de El Patio del tango. De pie al lado del Gato, casi entorpeciendo la salida, los vi pasar, uno a uno, mirando el piso. El último en salir casi susurró: “haberlo sabido, Gato”, y el Gato repitió para sí mismo “haberlo sabido, Negro”.

La noche siguió, y ya a la madrugada alguno le pidió al Gato una canción. Con sus ojos verdes ya rojos por el trasnocho dijo sencillamente: “yo no canto sino una canción, y es un bolero, Joyel”. Cerró entonces los ojos, ladeó la cabeza y, en voz muy baja, comenzó: “Yo no podré olvidarte, con ese olvido ciego que es tantas veces odio… El odio es amor triste, el olvido no existe… Yo no quiero que en lágrimas se tornen, los besos que me diste”...

Ilustración: Juliana Arango

Cantaba para sí mismo, en voz muy, muy baja, sin ningún acompañamiento, pero en el bar nadie habló hasta mucho después de la última frase: …“ámame, pero déjame, aléjate si quieres salvarte del olvido”.

Creo que todos entendimos esa noche lo que es el respeto: sin aspavientos ni florituras, sin títulos ni reverencias, un hombre canta un bolero o baila un tango como si en ello se le fuera la vida…UC