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     Número 37 - Agosto de 2012


ARTÍCULOS / CRÓNICA
El silencio de Los Andes
Juan Fernando Hernández. Fotografías Juan Fernando Ospina
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La calle 43 del barrio Colón cruza bajo el puente de la Avenida Oriental formando una intersección conocida como La Magdalena, que hace parte de un sector más amplio llamado San Lorenzo. En La Magdalena de hoy viven vendedores ambulantes, prostitutas, recicladores, indigentes, mendigos y algunos mecánicos, pero no siempre fueron ellos sus habitantes.

La Compañía Urbanizadora de Medellín empezó a construir el barrio Colón en 1919 con la idea de que fuera habitado por familias acomodadas de la ciudad. Pero cuando en 1926 otra compañía terminó su construcción, sus casas fueron ocupadas por obreros y algunos empleados de la entonces naciente clase media.

El sector, conformado por los barrios Colón, San Diego y Las Palmas, debe su toponimia al antiguo cementerio de San Lorenzo ubicado en la zona. Desde mediados del siglo XIX y casi todo el siglo XX este campo santo fue conocido como "el cementerio de los pobres", para distinguirlo del cementerio San Pedro, construido por iniciativa de algunas familias pudientes en 1842, que, en contraste, era llamado "el cementerio de los ricos".

San Lorenzo ha tenido siempre una característica para algunos risueña y para otros vulgar: los pintorescos nombres de varias de sus calles y carreras han servido para llenar la picaresca y las páginas judiciales: Los Huesos, La Calle del Sapo, La Corraleja, Niquitao… Este último terminó como nombre de pila de todo el sector, lo que molesta a sus habitantes, pues muchas personas suelen asociarlo con la delincuencia, el expendio de drogas y las casas de inquilinato.

Sucesivas olas migratorias habían convertido a San Lorenzo en receptor de recién llegados. Algunos arribaron desde principios de siglo XX, y otros llegaron con la aparición de la violencia bipartidista de los años cincuenta. En esa última década cambiaron y se diversificaron las formas de habitar la ciudad. Los barrios de invasión comenzaron a poblar las montañas; crecían de forma más visible y eran los protagonistas de las ciudades que se pretendían capitales. Al mismo tiempo se multiplicaron los inquilinatos, y las fachadas de las viejas casas ocultaron en cierto modo a los nuevos pobres de la ciudad.

En la década del setenta llegaron a San Lorenzo decenas de migrantes provenientes del norte del Valle y la zona cafetera. En el sector operaban varias flotas de buses municipales y departamentales, y algunas casas comenzaron a ofrecer el servicio de hospedaje, no solo a los migrantes, sino también a los trabajadores formales e informales que laboraban en las flotas: conductores, ayudantes, lavadores de carros y mecánicos, además de las mujeres que atendían en los bares cercanos. Indignados por la invasión de extraños, muchos de los habitantes tradicionales alquilaron o vendieron sus casas y se fueron a vivir a otros lugares de la ciudad.

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Fotografías Juan Fernando Ospina

Fotografías Juan Fernando Ospina

Fotografías Juan Fernando Ospina

Una de las casas de inquilinato está ubicada en La Magdalena. Su fachada, que da hacia la Avenida Oriental, es de un color amarillo vivo que contrasta con el azul celeste de sus ventanas y puertas casi siempre abiertas, de las que parece emanar un enorme grito que se desvanece al encontrarse con el puente de la Oriental. En el primer piso funciona una pequeña tienda donde se venden o fían, algunas veces en pequeñas porciones, productos básicos como panela, chocolate, arroz, aceite, sal y azúcar; también aguardiente, cervezas y gaseosas, que se acompañan comúnmente de un trozo de pan y 500 pesos de salchichón. Este humilde manjar representa el desayuno o el almuerzo de muchos habitantes del sector. Además de la pequeña tienda, hay allí un depósito de material de reciclaje donde trabajan algunos de los inquilinos. Los Andes, como se conoce esta casa, debe su nombre a un bar que hubo en el mismo lugar entre las décadas del sesenta y setenta, y ocupa el segundo y el tercer piso.

Al finalizar la década del setenta el bar Los Andes se hizo más pequeño, y en parte de lo que hoy ocupa la bodega de reciclaje se construyeron improvisadas habitaciones, para ponerlas al servicio de los recién llegados o de los antiguos inquilinos de la zona.

Fotografías: Juan Fernando Ospina

La madre de Hamilton Zapata llegó a Los Andes en 1979, tras haber vivido un año en dos inquilinatos de la Calle del Sapo. Hamilton sabe que su madre es oriunda de Santa Rosa de Cabal, en Risaralda, pero ignora de dónde es su padre pues nunca lo conoció. "Cuando mi mamá llegó a Los Andes estaban juntando los apartamentos de arriba para hacer dos inquilinatos; luego mi mamá ocupó una de las piezas con mis dos hermanos", cuenta.

Hamilton nació en 1982 en una de las habitaciones de Los Andes. Para esa época había un apartamento en cada piso, pues habían tumbado los muros que dividían en dos ambas plantas.

Hamilton pasó los primeros siete años de su infancia al lado de su madre, su padrastro y sus dos hermanos mayores. "Mi padrastro Alberto, que en paz descanse ese hijueputa, era muy gonorrea con la cucha y con mis hermanos. Nos ponía a pedir limosna y luego se soplaba toda la plata. Murió de un ataque al corazón por sobredosis… Menos mal…".

En esos años Hamilton y su familia vivieron en varios inquilinatos de San Lorenzo. Recuerda uno en especial: "El pulguero quedaba en plena Calle Niquitao. Allí vivimos como un año largo, pero como vendían droga una vez llegó la tomba y se llevaron hasta las pulgas. Lo más malo es que encontraron a un man secuestrado en una pieza y casi meten a mi mamá a la cárcel… Oiga, eso fue tremenda vuelta… Quieto".

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Cuando Hamilton llegó de nuevo a Los Andes muchas cosas habían cambiado. Se habían unido los dos grandes apartamentos en un solo inquilinato. El nuevo administrador era un hombre al que apodaban 'El Mellizo', asesinado por pandillas del sector a principios de los noventa. Luego de su muerte, doña Marina, la dueña del edificio, contrató una nueva administradora a quien le decían 'Doña Mara'. Era una mujer muy peleadora con los inquilinos, hasta que fue asesinada por uno de ellos, que en plena discusión la empujó por las escaleras de la entrada. Quedó entonces como administradora la hija de Mara, pero duró poco en su cargo. Doña Marina, cansada de tantos problemas, decidió vender la edificación a la familia Rodríguez, sus actuales propietarios, quienes han sido sus dueños y administradores desde 1995.

En esa época algunos de los residentes del lugar tenían una guerra frontal con los del sector de Niquitao y La Corraleja. "Un día mataron al compañero de una muchacha que estaba en embarazo, y a los pocos días escalaron la fachada en la noche, y como la pieza de la muchacha daba a la calle, tumbaron la ventana de una patada y la mataron en la cama. La pelada estaba dormida y así se quedó para siempre", recuerda Hamilton.

En 2008 el inquilinato Los Andes tenía 69 piezas donde se alojaban 170 personas. Ahora tiene 86 piezas, la cifra de habitantes también ha crecido, y cinco cámaras de vigilancia fueron instaladas en toda la casa, pues en las habitaciones son comunes los robos. Hay ocho sanitarios, cuatro para las mujeres cuatro para los hombres y siete duchas, dos duchas son exclusivamente de uso femenino y las cinco duchas restantes son para uso general.

También hay un patio con siete lavaderos que las familias se turnan para lavar la ropa, y, al lado, cinco fogones de gas donde cocinan sus alimentos. Antes se cocinaba con petróleo en las habitaciones, pero ahora está prohibido. No obstante, la mayoría hace caso omiso de esta nueva norma y el olor a petróleo se mezcla constantemente con los de la marihuana y el bazuco. La razón es que a ningún habitante le gusta que los demás sepan qué tiene para comer.

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Son las seis de la tarde de un miércoles y todas las piezas del inquilinato parecen estar ocupadas. Las voces infantiles se confunden con los diferentes géneros musicales que suenan en las radios. El olor del petróleo y la marihuana es cada vez más fuerte.

A sus treinta años, Hamilton es vendedor ambulante y padre de dos niños de cinco y siete años y una niña de nueve; Johana, su esposa, ha vivido en Los Andes desde los ocho años. Dos de sus hijos llegaron al mundo en la pieza número 40, la misma que hoy habitan. "Todavía me falta otra niña para tener las dos parejitas. Los hijos son la riqueza de nosotros los pobres, sí señor", dice con una sonrisa.

Como en otros inquilinatos de la ciudad, en Los Andes la pieza se cancela a diario. Hamilton paga doce mil pesos, pues tiene el privilegio de una ventana que da hacia la calle, las otras habitaciones sin ventana oscilan entre los cinco y ocho mil pesos según su tamaño.

Los niños de Hamilton toman una colada que les ha preparado Johana. A través de la ventana Hamilton observa el movimiento de los carros que cruzan el puente de la Avenida Oriental para atravesar la calle San Juan, y con voz de adolescente solloza: "lo mejor de esta pieza es que uno puede vivir aquí y nadie lo oye afuera, puede gritar y no pasa nada porque la bulla de los carros y el muro del puente no dejan oír nada… Nadie se da cuenta de las cosas de uno aquí adentro… Somos como invisibles porque el puente de la Oriental se nos traga la voz".UC

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fotografías Juan Fernando Ospina