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     Número 37 - Agosto de 2012


ARTÍCULOS
¿En qué libro viviría?
En un lecho de prosas
Guillermo Cardona. Ilustración: Ricardo Mira

El cuarteto de Alejandría
La historia de Flora y Elio
En busca del tiempo perdido
En un lecho de prosas

En lugar de hablar de un libro en el que me gustaría vivir, tendría que hablar más bien de los libros en los que he vivido. Me pasó muchas veces con muchos libros y todavía hoy los recuerdo como una experiencia personal; no como algo que me leí, sino como algo que me pasó. Muchos de esos libros ya no significan lo mismo o al menos no producen en mí aquel efecto mágico y arrollador que me ayudaba a trasladarme en cuerpo y alma al centro de la narración, convirtiéndome en observador y personaje, pero ahí siguen. Total, de libro en libro, insomne lector, padecí y disfruté los avatares de los Buendía en un Macondo en el que estuve desde que se fundó hasta que desapareció entre ventarrones y hormigas; seguí los pasos de La Maga por los recovecos de París, a donde la acompañaba cuando estaba sola, para poder así conversar con los gatos y burlarnos de Oliveira, tan serio, tan culto para el jazz y tan patán con lo de Rocamadour; también me bebí más de una copa con Pursewarden en oscuros cafetines de Alejandría, y entre veras y burlas alcanzamos a diseccionar la prosa de Darley en el cuarteto, cuando él, estábamos seguros, lo que pretendía realmente era hacer un trío; me sentí como un pequeño lord en Nueva York, muy amigo del señor Hobbs, el de la tienda de ultramarinos, antes y después de trasladarme definitivamente a Inglaterra, donde pasados los años conversé largas horas con un curita católico que se creía Sherlock Holmes; viajé a lomo de camello por los desiertos de Arabia, volando con dinamita las líneas del ferrocarril turco en la Primera Guerra Mundial, líneas a las que llegaba caminando descalzo entre las dunas, confundido entre un grupo de beduinos; hice el amor con una sinuosa rubia en un granero por cuenta de las confesiones de un poeta que creció al olor del musgo y la hierba fresca, entre las lluvias del sur, justo en Temuco; me mostré más impaciente que Heatchliff con la casquisuelta Catherine y sus cumbres borrascosas; fui el mejor aliado de Jim, el único que se le anticipaba a cierto Stevenson; leí a Boecio con Ignatius J. Reilly; cabalgué con don Alonso por los caminos de La Mancha; por un momento estuve con Caulfield de guardián entre el centeno; yo iba de maquinista en el tren que arrolló a la Karenina; besé a Becky al borde de una cerca blanca, recién pintada; y no hace mucho, en fin, vestido de casaca azul y roja, le pasé la llave de tres cuartos a un piloto varado por la pena de haberse convertido en un adulto, la cosa más jarta y aburridora del mundo.UC

Ilustración: Ricardo Mira