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     Número 38 - Septiembre de 2012


ARTÍCULOS / CRÓNICA
El cancán del estilista
Fernando Mora Meléndez. Fotografía: Juan Fernando Ospina

Pareciera que la larga cercanía con los humanos ha hecho de los perros unas criaturas neuróticas e incomprensibles. Mientras los perros campesinos andan sueltos, olisqueando marranos o persiguiendo abejorros, los de la urbe son recelosos, sospechan hasta de un hueso de juguete, laten por todo y la luna llena ni les va ni les viene.

Muchos amos desesperados acuden a las terapias caninas de los etólogos, que tienen sus agendas copadas, escriben en blogs y cobran tarifas que compiten con las de cualquier ortodoncista. Pero hay otra clase de dueños de mascotas que confían más en el alivio y la plenitud que deja el quitarse una mata de pelo, sobre todo si el que lo hace es Óscar McEwen, un estilista canino tan reconocido en Medellín que nunca ha tenido que gastar plata en pautas ni avisos. De boca en boca su fama le precede y ha sostenido, por más de dos décadas, una clientela que hoy envidian hasta los otros peluqueros. El estilo es el hombre, decía Buffon hablando de escritores; ¿por qué no extenderlo también al estilista canino?

El apellido escocés de su abuelo, pronunciado a la ligera, Maquiú, se convirtió hace tiempo en un apelativo que usan todos sus amigos, aunque podría ser el nombre de cualquiera de las finas mascotas que atiende todos los días. En su oficio, Maquiú tiene la nobleza de un San Bernardo, la agilidad de un Pincher, la rapidez de un Galgo y la agudeza de un Terrier. Sin embargo, después de hacer su trabajo a Maquiú le gusta salir a la calle y encontrarse con otros ejemplares, tener vida social, como cualquier perro callejero, de esos que no se andan con traumas ni complejos.

—Ya tengo al Tony listo, estaba muy enredado y siempre me demoré un poquito— dice Óscar por teléfono a su clienta.

Lleva su traje de campaña: un delantal amarillo de hule antipelos, gorra de dril, tapabocas y zapatos de caucho, como los que usan los cirujanos. Su instrumental para el corte depende de la raza: a veces usa máquina eléctrica de esquilar humanos, y en otros casos, como con Tony, que traía unos nudos de rasta, tiene que emplear tijeras y cortar en la misma trayectoria que tenga la crencha, jamás a contrapelo para no estropear el pelaje.

Maquiú labora a domicilio, a veces debe trasladarse hasta fincas fuera de la ciudad, en Llanogrande y en el Oriente cercano. Pero tiene diversos clientes que prefieren llevarle su perro o mandarlo con el chofer, y después pasar a recogerlo. En su casa en el barrio Santa Mónica, donde vive el estilista con su madre, ha instalado un spa canino. Todo el hogar está a disposición de las mascotas, que se pasean como perro por su casa. Mientras Óscar acicala a Tony, Lola, una Westie veterana, espera su turno haciendo la siesta en la cama de Maquiú.

—No tenemos que comprar mascotas— dice doña Paulina, la madre—, con las de los otros ya tenemos.

El estilista les da galletas y los contempla como si fueran sus sobrinos. Los amos saben esto y consienten en dejarlos varios días, mientras se van de viaje. El reencuentro de amo y perro en la puerta de la casa es a menudo apoteósico. Los perros grandes se tiran de palomita contra el pecho del dueño y lo hacen tambalear.

El timbre anuncia que han llegado por Tony, un Schnauzer gris que con doce años ya ronda la tercera edad de perro. Salta agitado a los brazos de su ama y luego de darle dos lambetazos se cuela apurado dentro del carro, justo encima de la palanca de cambios. Maquiú le confiesa a la dueña que alcanzó a pellizcar a Tony con la máquina, pero que le puso desinfectante.

—Tiene todos esos años, pero no los aparenta, ¿cierto?— pregunta el ama.

De pronto hace una fugaz mueca de desazón, como si le pasara por la cabeza la imagen de una despedida. La gente no quiere decirle adiós a su perro, nunca, ni siquiera a un Chow Chow.

Al hablar de muertes y años nadie se pone de acuerdo sobre la equivalencia entre la edad de un galgo y la de un humano. Algunos manuales dicen que hay que multiplicar por siete el número de años del can, Maquiú dice que es por cuatro, y hay quien alega que es según el peso o la raza. Al fin de cuentas, tanto perros como amos terminan mal librados.

Maquiú recibe su paga, cierra la puerta y vuelve para despertar a Lola. Ella es una West Highland White Terrier, una perra cuyo pedigrí se remonta hasta la Escocia de los duques Campbell, famosos cazadores de conejos del siglo XIX. Desgreñada y sin bañar, su blanco original es ahora un gris amarillento y sus greñas llevan prendidos algunos abrojos de jardín.

Su pelo es tan delicado, dice el estilista, que a veces se remueven a mano las mechas, una por una, sin acudir a máquinas ni tijeras; es un tratamiento largo y costoso que no cualquier amo está dispuesto a pagar, pese al cariño verdadero que le tenga a su animal.

Maquiú trepa a Lola al lavadero de ropas, verifica el calor del agua y la somete a un baño concienzudo, con el mismo jabón de coco con que se lava la ropa interior fina y un champú tan suave como el de los bebés. Lola enjabonada luce plácida y con la mirada más ensoñadora. Ya antes, Óscar le ha limpiado las orejas y le ha tapado los oídos con algodón para evitar que les entre agua y los infecte; se trata de una raza muy propensa a la otitis.

Mantener a Lola inmaculada requiere también la limpieza de los lagrimales, la barriga y el hocico con trapos húmedos. Lola tiene las patas cortas y se empapa cuando hace pipí, luego hay que cuidar que su blancura no se torne amarillo pis.
  

Fotografía: Juan Fernando Ospina
    

Al cabo de los años, Maquiú conoce por igual la intimidad de canes y cristianos. Mientras baña a Lola le oprime las glándulas perineales para evitar que se inflamen. De inmediato las feromonas salen a chorros con ese olor nada agradable que les sirve para demarcar el territorio. A veces los cojines de los carros quedan impregnados, y los dueños ignoran que se trata de una reacción instintiva.

Los clientes confían tanto en Óscar que, bajo el pretexto de motilar al perro, terminan contándole sus cuitas. Una mujer puede desmentir lo que dicen los periódicos: ¡Cuál accidente! ¡Si fue Jorge el que me disparó a quemarrropa! Odios, infamias, mentiras piadosas e impías. Mientras las tijeras de Maquiú esculpen la forma de los perros, él escucha enredos de familia, más difíciles de deshacer que los nudos de pelo, que solo requieren el sencillo chasquido de la tijera.

"Cuando se mueren los animales yo sigo yendo a las casas de los amos, les ayudo a hacer el duelo, soy uno más de la familia. Hace un tiempo se me murió uno aquí en la casa. Era un Schnauzer gigante, blanco y negro, de Gilberto Restrepo. El chofer que lo trajo me dijo: este perro está desahuciado del corazón. Pero quién iba a pensar que se iba a morir ese mismo día. Ya lo había arreglado cuando le dio el infarto. Le miré los ojos y sentí que se le estaba yendo la vida, me lo llevé para urgencias veterinarias, pero no hubo nada qué hacer. Me entró entonces ese miedo de dar la noticia. La esposa contestó con frialdad: 'dale tranquilo; siquiera se te murió a vos y no a Gilberto, que no habría aguantado'". Maquiú remata con una frase de obituario: "era el perro más querido".

Cada detalle de salón de belleza se cobra por separado, así que las cuentas resultan más que excéntricas, pero sus buenos oficios son valorados de sobra por caninos y humanos. El estilista se ha convertido en un hombre de confianza al que le dejan incluso la llave del apartamento en portería.

Hasta a los ejemplares más remisos los motila sin inmovilizarlos con camisas de fuerza o sedantes. Solo emplea bozales de fibra natural, y asegura, entre otras cosas, que a nada le teme más un perro que a una escoba. Conoce el carácter de cada animal, que, según cuenta, se parece mucho al de su dueño. Al final logra, después de que pasan por sus manos, que los amos los vean y digan: ¡Guau!

La casa de Maquiú tiene pinturas por todas partes. No solo porque estudió Artes Plásticas en la Universidad Nacional, sino porque muchos de sus profesores al igual que otros artistas de la ciudad son sus clientes desde hace tiempo. Perros de todas las pelambres han pasado por la tijera del estilista. Recuerda los días en que un jeep verde lo recogía para llevarlo a una guarnición militar a motilar el perro de un general. Luego, mascota y general se fueron a vivir a Siberia. También se acuerda del perro de Juan Piña, el cantante, y del de la familia de Pilar Mejía, la corredora de autos. Conserva como legado varias pinturas de la artista Ethel Gilmour a quien le gustaba pintar a sus French Poodle; uno de ellos, Pierre, el más longevo, alcanzó la respetable edad de diecinueve años.

Maquiú hace cortes rápidos cerca de los ojos de Lola. Debe quitarle los pelos que le impiden ver bien. Ella reacciona al instante a la cercanía de las tijeras y cierra sus párpados. Luego le hace un corte tan elegante que no se nota. Lola luce con menos pelo, pero deliberadamente desgreñada. En eso consiste la elegancia de su estirpe.

A veces debe hacer cortes especiales, de acuerdo a las características de las razas. Los French Poodle, por ejemplo, necesitan que les hagan borlas en las articulaciones para protegerlas de la artritis, no por una extravagancia de los dueños. La moda capilar de los perros no es tan variable como la de los humanos, sino más conservadora, aunque en los ochenta, cuenta Maquiú, esa "gente con negocios calientes" mandaba que les hicieran crestas a los Schnauzer, o a motilar a sus Chow Chow como leones, con melenas redondeadas y una bola de pelo en la punta de las colas.

El estilista también trae a cuento los colores fuertes con los que el Circo Egred tinturaba a sus Poodle. Cuando los perritos salían a la pista los colores primarios de sus motas de pelo se mezclaban con los de los potentes reflectores, de modo que uno podía ver perros de colores fantásticos: magenta, verdes y rosados. Muchos de esos perros, a los que él motilaba para las funciones, sufrían de un trauma conocido como displasia o rótula de circo, debido a que en los números los obligaban a estar de pie casi todo el tiempo.

Y es que hay amos que no aman a sus perros. A Óscar le ha tocado ver a algunos cambiar de perro como de carro. Si el Dálmata pasó de moda pretenden que, después de año y medio, se lo reciban como parte de pago por un Boston Terrier, que ahora anda de lo más chic. Amos desnaturalizados que confunden criadero con concesionario, ¡ojalá se encontraran algún día con Fernando Vallejo!

Lola es una criatura equilibrada, tal vez del signo libra. Las hábiles tijeras de Maquiú son capaces de cortar con una precisión asombrosa la melena enmarañada y hacer aparecer, como por arte de magia, las orejas refundidas o la cola con forma de zanahoria. Pero la faena se complica en el momento en que le tiene que cortar las uñas. La perra lanza un quejido lastimero, se retuerce, está reacia al pedicure. Él intenta convencerla con palabras, le anuncia que su ama vendrá pronto, pero ella se hace la sorda. Esto es lo más difícil, dice Maquiú, muchos perros tienen que ser dopados para el pedicure.

A veces, cuando hay varios perros en turno, el estilista debe mantener su calma y la de las chandas. Una vez, en medio del ajetreo, uno de los perros escapó. Óscar salió a preguntar por él en el vecindario, de puerta en puerta, hasta que logró rescatarlo de un patio en el barrio San Javier. Esa fue para él la tarde de perros de su carrera.

El estilista termina de redondearle la cabeza a Lola y le aplica un rocío de perfume canino. Entonces, la apacible Lola comienza a dar vueltas impacientes por la sala de la casa, como una novia, de punta en blanco, a la espera de que su novio la recoja.

A los canes les sienta bien el corte. Después del baño y la esquilada, se les nota en el semblante. A los amos también, aunque algunos los revisan con minucia y no perdonan, si lo advierten, el menor trasquilón. Muchas razas oriundas de los países nórdicos, cuyos antepasados habitaron en castillos, no soportan estar peludos en el trópico. No solo les estorba sino que los vuelve irascibles. Aquí la única terapia que da frutos es una motilada. Los perros pueden salir felices a bailar, gracias al arte de Maquiú, el más atrevido cancán.UC

Fotografía: Juan Fernando Ospina