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     Número 41 - Diciembre de 2012


ARTÍCULOS
La noche del monje
Silvia Córdoba. Ilustración: Alejandra Congote

Era mi última noche en Bangkok después de viajar cinco meses con la mochila al hombro, recorriendo la costa Este de Australia y varios países del Sudeste asiático. Ese día se había ido Lina, una prima-amiga que es mochilera de profesión y que viajaba por China, pero como al Norte estaba haciendo tanto frío decidió ir a Tailandia para encontrarse con el sol y conmigo. Arreglamos nuestro encuentro mientras yo estaba en el Triángulo de oro, entre Tailandia, Laos y Birmania, en un campamento de elefantes en plena selva tropical. El plan era estar juntas tres días, antes de que ella volviera a Londres y yo a Sydney, donde buscaría una visa para quedarme y no tener que volver a Colombia.

Nos encontramos en Bangkok, en un hotel de mala muerte en Khao San Road, la calle menos asiática de todo el sudeste asiático, rodeada de hoteles baratos habitados por turistas piojosos. Muy cerca está la estación de transporte, y por ahí pasan todos los buses que se necesitan para ir a cualquier sitio turístico en Tailandia, un país donde conviven palacios de oro, budas gigantes y burdeles. Cuando uno camina por Khao San Road, ve personajes a los que pudo haber conocido antes en cualquier carretera de la ruta asiática y no es raro saludar a alguien, incluso si sos colombiana.

En esa calle hay dos tipos de gente: los mochileros que tienen dólares y los tailandeses que están detrás de los dólares. Todos los hoteles tienen un restaurante afuera con pantalla gigante y sillas donde los turistas se sientan a tomar cerveza y a ver películas de Hollywood en su idioma original y con subtítulos en thai. La calle está invadida de toldillos donde se venden camisetas con el logo de Red Bull escrito en caligrafía local, el recuerdo que todos compran para que el resto del mundo sepa que estuvieron en Tailandia.

También hay agencias de viajes en las que te sacan la visa para cualquier país vecino en dos días, ventas de CD piratas y peluquerías callejeras con sillas en las que se sientan los turistas recién llegados, y de donde se levantan una hora después con el pelo lleno de dreadlocks al estilo Bob Marley, de modo que cualquiera creería que sus vidas están llenas de aventuras, aunque el día anterior hayan estado trabajando como oficinistas en cualquier bolsa de valores del primer mundo.

Esa tarde acompañé a Lina al sitio desde donde salía su bus y nos despedimos como cuando uno sabe que no se va a volver a ver en muchos años. Era mi última noche en Asia después del viaje de la libertad soñada. Ir a Sydney ya no era viajar, sino volver. Luego salí a comer con mi compañera de cuarto, una australiana que al otro día se iba a buscar silencio en Nepal. Ella se fue a empacar y yo me fui caminar por la calle del hotel.

Yo estaba triste. La luna y la calle estaban llenas. Mientras caminaba entre la gente oí un grito detrás de mí.
–¡Silvia!
Yo volteé y quedé congelada.

En los primeros días de la universidad, o sea unos diez años atrás, Ángela, mi mejor amiga, y yo salíamos con dos hombres que a su vez eran los mejores amigos. Yo estaba con Alejo y Ángela con Carlos. Un día hicimos una apuesta: ganaba la que primero besara al hombre de la otra. Ella ganó. Llegó el amor durante algo así como un año y de ahí en adelante todo lo que supe de él fue porque ella me lo contaba.

Cuando se me salió el frío del cuerpo lo miré con calma. Estaba igualito, aunque no había nada de él que se pareciera a ese niño de veinte años de suéter negro, zapatos trompones y motilado new wave, que aposté con mi mejor amiga. Tenía pelo largo y mucha barba, ropa café muy ancha; estaba flaco y sus ojos eran distintos.
–¿Alejo? ¡Estás igualito!
–¿Vos qué estás haciendo aquí? – preguntó.

Se despidió en thai de una mujer occidental vestida con túnica anaranjada, que hizo con su cuerpo la misma venia que se les hace a los monjes. Me miró con esa mirada brillante, como transparente, que solo tienen los monjes orientales o los santos de las estampitas, como si tuvieran un huequito en la mitad de los ojos por donde se les ve el alma.
–No te puedo abrazar, ¿cierto?
Respondió que no con la cabeza.
–Ya me llamo Dad Ajay –me dijo.
Ni siquiera nos dimos la mano.

Me contó que a él a veces le gustaba salir a caminar por el otro mundo, el de los no religiosos, y que esa noche de luna llena había salido por lo peor de Bangkok, o sea por Khao San Road, pues quería despedirse de la ciudad. Parecía que por esos días todo el que estuviera allá se fuera para alguna parte. Muy pronto lo iban a mover a Los Ángeles, donde seguiría con su labor de misionero.

Ilustración: Alejandra Congote


Años antes de este encuentro supe que Alejo, que en realidad se llamaba Germán, se había metido a una comunidad religiosa y vivía en la selva de Brasil. Me contó que después vivió varios años en Suecia, y que de ahí lo habían mandado para el Norte de Tailandia, donde estuvo los últimos dos años en el mismo sitio de donde yo venía de montar en elefante. Hacía siete que le había entregado su vida a Shiva, a Vishnu o a alguno de los miles de dioses hindúes, no estoy segura cuál. Era su discípulo y estaba en lo más alto de la pirámide, pues a diferencia de otras religiones el hindú nace, no se hace, de modo que él ya estaba tan arriba como podía llegar un extranjero. Su misión era repartir la palabra de los dioses hindúes en el país de Buda. Y todo había empezado por unas clases de yoga en Medellín.

Nos sentamos en un murito afuera de una tienda y yo pedí una coca cola. Era light. Me contó que su mamá se había enrolado con un grupo, y que estaba en alguna parte llevando la palabra de otro dios a los pobres de espíritu. Le conté de Ángela, de Carlos, de mí. De diez años de vida, de mi viaje, de mi mochila y de un mundo del que él ya ni se acordaba. Había perdido contacto con todo y con todos, y no le interesaba recuperarlo. Ya había encontrado eso que todos estamos buscando.

Entonces me dijo: “esta no es una casualidad. Vos también estás en una búsqueda. Evidentemente no sabés qué vas a hacer con tu vida: tenés treinta años y estás viajando sola por el otro lado del mundo tratando de encontrar quién sabe qué. Vení mañana, yo te presento a mis hermanos, y si te gusta la comunidad te quedás con nosotros de una vez. No tenés que volver a Australia a pedir una visa para quedarte, ni a Colombia. No tenés que gastar un peso, no hay que poner nada, solo debés querer”.

Tal vez esa era la señal. El encuentro esperado, el final del camino, el punto de giro que necesitaba mi vida. Él estaba convencido de lo que me decía: esa podía ser la noche del cambio. Podía volver o no volver, y si me quedaba, me auguraba una vida de tranquilidad y amor. No más soledad ni tristezas, no más desencuentros ni noches de juerga. No tendría que volver a empacar ni a desempacar mi mochila. Terminaba la búsqueda, era mi oportunidad de pertenecer a una hermandad donde todos éramos iguales, donde se mira el interior del ser, porque allá iba a dejar de ser mujer y a convertirme solo en persona.

Prendí un cigarrillo. Un Marlboro, también light, y respondí: “no hermano, a mí no me interesa. Yo no me imagino una vida sin cigarrillo, sin alcohol, sin bailar, sin sexo, sin mochila, sin mi familia y sin mis amigos. Gracias pero no. Mañana me voy para Sydney… ¿A vos no te hace falta nada de esto? ¿No has querido estar con una mujer en siete años?”.

Mientras miraba concentrado mi bocanada de humo respondió: “el cigarrillo. A mí me dan unas ganas de fumar…”.

Entonces yo puse el paquete de Marlboro light encima del murito, y después el encendedor al lado. Ya no quería más coca cola, la dejé ahí y volví con una cerveza. Cuando me acomodé de nuevo siguió con su respuesta: “y bailar. Me gustaría mucho bailar. A veces me escapo y me voy para el centro a ver bailar a la gente en las discotecas. Pero eso me puede traer problemas”. Cogió un cigarrillo como quien no se da cuenta y lo prendió.

Bangkok es famoso por la rumba, pero en Tailandia existen muchas otras cosas que para uno como viajero son desconcertantes. La primera es el idioma: uno no sabe por el letrero si el edificio que tiene al frente es un hotel, un banco, un manicomio o un sitio para tener sexo con niños; nunca tenés la certeza de qué es lo que hay al frente. Lo mismo pasa con las personas.

Allá existe algo que en los programas de Discovery Channel se llama el tercer sexo: los lady-boys, la comunidad transgénero más grande y aceptada del mundo, pues allá hay quienes creen que los encargados de mandarte cada vez que reencarnás pueden equivocarse, de modo que uno puede nacer en el cuerpo errado, y parte de su misión es solucionar esa falla. En oposición a esa apertura mental está el hecho de que una mujer nunca puede tocar a un monje, porque las mujeres estamos un peldaño más abajo en la cadena evolutiva de las almas reencarnadas, y al tocarlo lo podemos contaminar. Eso mismo pasa con los monjes hindúes. Al menos así fue como entendí el asunto.

Cuando él terminó la coca cola y yo la cerveza, comenzamos a caminar. Paramos un tuktuk, que son moto-triciclos para dos pasajeros, el transporte más barato en Tailandia. Él le dio las indicaciones en thai al conductor. Yo estaba vestida tipo mochilera que camina por Khao San Road por última vez antes de empacar para definir un futuro: chanclas de caucho, pantalón negro vaporoso y camiseta de algodón. Era jueves y fuimos al centro, a la zona de las discotecas. Música electrónica, parejas de todo tipo y un par de bares a los que no nos dejaron entrar: éramos demasiado hippies.

Por fin entramos a un lugar donde yo era la única mujer nacida sin una equivocación de por medio. Pedí un ron. Dos. Yo bailé. Él bailó. Y bailamos. Y fume. Y fumó. Y yo quise otro ron. Y un cóctel rojo muy dulce que se llamaba Kylie Minogue y nos puso la cabeza a dar vueltas. En realidad fueron varios. Muchos. Y nos abrazamos para no caernos, o para caernos juntos, no sé. Pero estaba feliz. Por primera vez en diez años veía a Alejo, mi amigo de la universidad, con el que me dejé de besar y al que le dejé de hablar cuando mi mejor amiga se enamoró de él por culpa de una apuesta. Era la primera vez desde que había encontrado el camino que Dada Ajay rompía todos sus votos.

Eran las cuatro de la madrugada y él tenía que dirigir la meditación de la comunidad a las cinco. El olor a cigarrillo en la ropa, el aliento a Kylie Minogue, los ojos rojos de fiesta que ya no brillaban y diez años de historias en la cabeza podrían interferir en su conversación con el más allá. Yo solo tenía que empacar para irme al aeropuerto, o mandarle un e-mail en caso de que decidiera quedarme y seguir su camino de salvación.

Me monté en un tuktuk donde hubo un abrazo de despedida. Era la segunda vez en 24 horas que decía adiós con esa sensación de no te voy a volver a ver en años. Cuando llegué al cuarto del hotel la australiana ya se había ido. Empaqué mi mochila, pagué diez dólares por cuatro noches en habitación compartida, y a las siete de la mañana estaba sentada en un café internet de Khao San Road escribiéndole a Ángela sobre el encuentro que acababa de tener con su ex novio.

Sin haber dormido nada en toda la noche, a las nueve estaba en el aeropuerto lista para abordar el próximo vuelo de Quantas, mientras en mi cabeza daba vueltas una canción: One night in Bangkok makes a hard man humble / Not much between despair and ecstasy / One night in Bangkok and the tough guys tumble / Can’t be too careful with your company / I can feel the devil walking next to me. Volví a Sydney, y tan pronto me negaron la visa me devolví para Medellín a seguir con la vida que había dejado en pausa.

Varios años más tarde, cuando aparecieron las redes sociales, recibí una notificación: A. Castillo quiere ser tu amigo en Facebook. Sin saber quién era entré a su perfil. Era el mismo Dada Ajay, Alejo, Germán, sentado cómodamente en el puesto del conductor de un BMW convertible rojo, abrazando a una joven rubia de ojos azules, con el océano pacífico al fondo en un acantilado de San Francisco. Obviamente yo acepté su amistad, y escribí una frase en su muro: “Parece que nuestro encuentro, después de todo, sí era una señal para que alguien cambiara de vida”. Nunca me respondió, y ya no está en Facebook.UC