Número 44, Abril 2013
 
¡DODUM!

Luca Zanetti. Fotografías por el autor
 
Fotografía Luca Zanetti
 
Luca Zanetti, fotógrafo suizo, llegó a la República Centro Africana en busca de guerreros, manadas de elefantes y una sonora tribu de pigmeos.
Sus anfitriones fueron algunos europeos prendados de gorilas y venados. Se encontraron con los hoteles de Gadafi en las ciudades y
las cartillas de WWF en la selva. El moño entre los nativos fue una de las diversiones del viaje. Pero un año después las cosas
han cambiado para mal. Luca se ha enterado vía Facebook que los rebeldes ahora son dueños. Varios de sus amigos fueron sacados a fusil
de sus oficinas naturistas. Ahora no hay campo para cuidar ninguna especie. Ecosistemas y política africana.

 

A Bangui, la capital de la Republica Central Africana (RCA), llegamos por Air France en el único vuelo que hay a la semana desde París. Estaba repleto hasta el último asiento, sobre todo de gente de la RCA, pero no faltaban los chinos, los nuevos conquistadores de África, además de europeos y gringos, misioneros religiosos o miembros de oenegés; también iban franceses de la Legión Extranjera, una unidad élite del ejército que tiene base en Bangui, además de un italiano, director de una maderera y muchos libaneses comerciantes de diamantes.

La temperatura en Bangui llega a los cuarenta grados centígrados, todo es tan húmedo que hasta las moscas se mueven despacio. Nos hospedamos en el Plaza Bangui, un hotel recién abierto, un fantasma gigante de cinco estrellas construido por los chinos y financiado por el gobierno de Libia; le dicen el Gadafi en honor al difunto dictador, que en sus últimos años jugó a ser el gran mecenas de la África subsahariana.

El hotel lo administra desde hace tres años un joven belga, fumador insaciable, que describió el edificio como un “elefante blanco”. Tiene cuatrocientos cuartos, es tan enorme que se parece al Palacio del Pueblo de Ceausescu en Bucarest, un ejemplo de brutalismo arquitectónico. Decenas de porteros, personal de seguridad, camareras y cocineros nos recibieron con modales exageradamente serviles.

Fuimos de los primeros huéspedes y nos trataron con guantes, pero una cerveza que pedimos al room service se demoró más de una hora en llegar. Junto a Alexander Bühler, el periodista alemán que me acompañó en el viaje, decidimos darnos un último lujo antes de entrar en el corazón de África, y valió la pena. El buffet era gigante, lleno de verduras, panes, carnes, postres y una carta de vinos franceses. Un milagro de abundancia.

Al día siguiente tomamos una avioneta Caravan de ocho puestos. El piloto era gordo y blanco, tenía el acento golpeado de los blancos surafricanos. Los pasajeros éramos nosotros dos y un libanés y un armenio en búsqueda de diamantes. En una hora y algo aterrizamos en medio de la selva -finalmente todo en la RCA está en medio de la selva-, en la frontera con el Congo y Camerún. Llegamos a Bayanga, un pueblo al pie del río Shanga, que desemboca en el río Congo, el más grande de África. En la pista unos hombres uniformados nos quitaron los pasaportes que solo nos devolverían unos días antes de irnos.

En Bayanga la organización World Wildlife Fund (WWF) tiene una base con científicos, todas mujeres, y una brigada de cuarenta hombres armados encargados de combatir la caza ilegal, especialmente de elefantes. El marfil es muy solicitado en Asia, donde hay un mercado de colmillos en el que, según la calidad, puede costar aún más que el oro. En estas áreas protegidas abundan los gorilas y los elefantes del bosque tropical.

Fotografía Luca Zanetti

Lo primero que hicimos al llegar fue pasar por la oficina de WWF para reportarnos. Allí encontramos a Angelique Todd, la jefa de la misión, una rubia pequeña, sentada detrás de un escritorio en una oficina llena de mujeres aún más pequeñas. Ellas pertenecen a la etnia BaAka, cuyos integrantes son conocidos como pigmeos por su tamaño, y habían llegado a pedir adelantos o préstamos de los salarios de sus esposos, quienes trabajan para Angelique como rastreadores de gorilas. Sin ellos nadie sabe cómo moverse en la jungla.

Los BaAka viven allí desde hace miles de años. En el antiguo Egipto ya se hablaba de los pigmeos y de su sofisticada música. Hoy son el grupo más grande de cazadores y recolectores que queda en el planeta, y viven entre la República Democrática del Congo, la República del Congo, Camerún, Gabón y la RCA.

Angelique, a quien le falta la mitad de la mano derecha, fue la primera de varias personas que encontré acá con una historia común: dejó una vida segura y confortable para dedicarse a una tarea única; lleva quince años detrás de dos familias de gorilas, y logró que se acostumbraran de tal modo a la presencia del ser humano que fue la primera en presenciar el parto de una gorila en cautiverio.

Al final del día fuimos a un lugar que se llama Sangha Lodge, un caserío de casitas de madera construidas a orillas del río Sangha. Fue construido por el gobierno para dar techo a ricos cazadores, un negocio que sigue siendo próspero en el país pero que acá, gracias a la reserva y al proyecto de WWF, se terminó, al menos como proyecto con apoyo gubernamental. Lo único que queda son cuernos de animales colgados en las paredes.

El Sangha Lodge lo maneja otro de esos personajes que dejaron todo por un sueño, un surafricano con una enorme barba blanca llamado Rod Cassidy, como el famoso bandido gringo que asaltaba trenes. Vive allí con su hijo y su esposa, y espera que algún día el turismo despegue en el país más pobre del mundo según Naciones Unidas; por el momento éramos sus únicos clientes.

Sentado en la terraza con una cerveza en la mano, mirando el atardecer rosado y violeta reflejado en el río, me di cuenta de que había dejado atrás todo lo que definía mi vida. Enfrente solo había un impenetrable muro de silencio y la soledad de la selva, donde el sol casi no penetra y la naturaleza da miedo. Como un acto desesperado contra la soledad comencé a hablar durante horas y horas sobre libros leídos. Nunca había tenido tan clara la necesidad de compartir la vida con otra gente. En medio de ese delirio del recién llegado me pareció que toda civilización estaba en contra de esa soledad de la que venimos y a la que volvemos. Por suerte existe el alcohol, y después de tres cervezas la locura fue vencida y me acosté en una cama doble protegida por un mosquitero.

En la mañana fuimos a Dzanga Bay, una salina enorme donde cientos de elefantes van a tomar agua y a chupar los minerales que se encuentran en el subsuelo y les sirven para digerir los cientos de kilos de materia orgánica que comen a diario. Los elefantes duermen un promedio de tres horas diarias, el resto del tiempo tienen que comer para compensar un sistema digestivo ineficiente que no logra sacarle todo el provecho a su dieta; llegan a comer hasta 350 kilos diarios de hojas y luego cagan, y su mierda tiene tantos nutrientes que otros animales se alimentan de ella.

Para llegar a Dzanga Bay hay que ir con un rastreador BaAka: nadie se mueve en la jungla sin los pigmeos. Dejamos el campamento de los guardias del parque y nos quitamos los zapatos para cruzar un río. A unos doscientos metros un elefante macho tomaba agua sin prestarnos mucha atención; sin embargo, un guardaparque que nos acompañaba hizo ruido con sus chancletas para que se alejara.

Caminamos un par de horas y llegamos a un mirador. La vista era como una pantalla de cine 3D de un par de kilómetros, llena de elefantes, antílopes, búfalos, marranos y, al fondo, la selva con árboles gigantes. En ese lugar pasamos la noche.

Los elefantes son dramáticos: se pelean, se besan, se arrechan, se ignoran y se saludan con la trompa. En ese encuentro a veces se asustan como si hubieran saludado a un viejo enemigo, o se quedan enganchados por un rato.

En un momento contamos hasta ciento veinte animales. De repente, del denso bosque salió un macho gigante con la trompa apoyada en la cabeza para mostrar sus enormes colmillos. Al verlo los demás elefantes huyeron, y en pocos minutos tuvo todo el sitio para él solo, hasta que otro macho joven se le acercó y se armó una pelea de titanes. Los colmillos y las trompas encalladas de un elefante y el otro, y luego los barritos, tan fuertes que te duelen los oídos, sonaban como gritos de auxilio. Se empujaron por unos diez minutos, hasta que el joven macho perdió y desapareció en el bosque.

Poco a poco los demás animales volvieron a la salina. El macho vencedor de vez en cuando ponía su trompa en el sexo de una hembra, me imagino que para chequear si estaba lista, aunque todas le huían. Al caer el sol todo se volvió un teatro para los oídos. Había que olvidarse de dormir. Cerrabas los ojos y solo escuchabas los grillos, las ranas y las burbujas que provocaba algún elefante bebiendo en el río… Era una música suave, hasta que un sonido como el de una trompeta, tan agudo que te perforaba el cerebro, te despertaba completamente. Y así durante toda la noche.

Fotografía Luca Zanetti

 

 

Fotografía Luca Zanetti

En la mañana el sol penetró por unos segundos la densa neblina que cubría todo. Decidimos dejar Dzanga Bay e ir a buscar un café. Al regreso, el mismo macho que habíamos visto en el río, al que ahuyentó una simple chancleta, nos atacó; verlo correr en nuestra dirección, a toda velocidad, rompiendo el agua, fue algo que no olvidaré nunca. Con el corazón a mil corrimos hacia el bosque. Caminamos un kilómetro río abajo antes de cruzar al otro lado con mis cámaras en la cabeza y el agua hasta el pecho; estábamos cagados de la risa y del susto. Alex no vio el ataque, estaba descalzándose cuando el guía gritó en francés “¡Reculé, reculé, reculé!”, y corrió con un solo zapato hasta el bosque. De vuelta al Sangha Lodge, donde nos esperaba un café con un poco de pan caliente, Alex preguntó: “¿De verdad viste el elefante?”. Es cierto que si bajas la cabeza puedes perderte hasta la revolución.

***

Días después nos encontramos con un personaje increíble, Louis Sarno, un hippie gringo de 57 años que llegó a esta parte del mundo porque escuchó en una emisora holandesa la música de los pigmeos y se enamoró. Es el más radical de todos los personajes que encontré. Representa la ruta que uno nunca tomó en la vida, la más pura, lejos del capitalismo y del reloj… Es la abnegación de lo común y corriente.

Louis se volvió un BaAka, se enfermó de todos los males que los atacan, incluida la lepra. Cuando volvió a Estados Unidos para curarse en el hospital de Nueva York, los médicos llevaron a sus estudiantes para ver si alguno podía hacer un diagnóstico correcto. Más de diez grupos fueron a verlo, y solo un estudiante supo lo que Louis tenía. Cuando le pregunté qué otras enfermedades afligen a los BaAka, me dijo que mejor no me contaba porque de pronto no me animaba a visitarlos.

Gracias a Louis arrancamos hacia un campamento de los BaAka en plena selva, a unos veinte kilómetros al sur de Bayanga. Antes compramos un bulto de yuca molida para llevarla como regalo. No olvido la mirada estupefacta del chofer Umaru, un musulmán de la capital, al vernos dejar la trocha y tomar el camino hacia el bosque. Quedamos en que nos recogería dos días después en el mismo punto.

Los BaAka, cazadores y recolectores, casi no cultivan y dependen del comercio con la población Bantú, un grupo de colonos que ha sometido a las etnias originarias de la región. Los BaAka ofrecen carne de sus cacerías, además de su producto más apetecido, la miel; esto lo intercambian con los Bantú por yuca y, muy importante, por marihuana. Son un pueblo donde los hombres permanecen trabados, y también son asiduos fumadores de cigarrillos, gente que goza fumar como nadie.

Las casas de los BaAka están hechas con ramas plegadas y recubiertas de grandes hojas; parecen tortugas gigantes dormidas. No son más altas de un metro y medio, y son la única protección que tienen contra la oscuridad de la selva. Son gente tranquila, parecen congelados en una escena bíblica.

Al llegar la oscuridad los BaAka comenzaron a hacer música: cantaban, tocaban tambores e instrumentos de cuerdas. Aunque eran unas treinta o cuarenta personas, fue como escuchar una improvisación de miles de voces; una música de una complejidad alucinante. De repente, se escuchó una voz muy lejos en la selva, como si las voces de los Ba Aka preguntaran algo y la jungla les respondiera. Louis explicó que era un espíritu de la selva al que invocan para tener una buena caza al día siguiente.

Fotografía Luca Zanetti

¿Cómo puede un pueblo que vive en la selva pelear con el miedo a la oscuridad, a lo inexplicable? Con una música tan sofisticada que puede abrazar a todos los espíritus del bosque. Al amanecer todavía estaban cantando y bailando. Los espíritus del bosque se revelaron, eran dos arbustos que bailaban; debajo de las hojas había dos BaAka que durante toda la noche corrían hacia la selva, volvían al campamento y de nuevo corrían a la selva. Toda la gente se preparó para la caza: hombres, mujeres y niños; solo los más pequeños y los viejos enfermos se quedaron atrás, el resto fuimos a ver si atrapábamos un poco de proteína.

La caza es más una pesca, aunque los hombres llevan lanzas que sirven para matar al animal atrapado en las redes. La gente avanza en fila india a través de los caminos que abren los elefantes, y siempre están leyendo el piso de la selva. A veces el que encabeza la fila se detiene para escuchar. Me quedé mucho tiempo mirando el piso después de haber visto a un BaAka hacer lo mismo, a ver si reconocía algo parecido a una huella; lo único que vi fueron las pisadas de los elefantes y las frutas abiertas que los monos tiraban desde los árboles.

Los BaAka tenían unas diez redes de veinte metros cada una, que las mujeres engancharon en las ramas de los arbustos hasta formar un semicírculo. Mientras tanto, los hombres y los niños se alejaron y rodearon el lugar para encerrar a sus presas. Muchos de los animales que capturan, como los venados, se quedan quietos al escuchar ruidos, y después, perseguidos por los hombres, no tienen más alternativa que correr hacia la red. Cuando los BaAka ven al animal empiezan a gritar su nombre. Se forma un escándalo, todo es pánico, las mujeres corren arriba y abajo para no darle a la presa oportunidad de escapar, y también para buscar una mejor recompensa: quien mata al animal tiene derecho a la porción más grande.

Fotografía Luca Zanetti

Al atraparlo lo primero que hacen es quebrarle las piernas para impedir que huya, luego lo matan a golpes con palos y de inmediato lo descuartizan. Louis explicó cómo distribuyen la presa: empiezan por la persona que la mató, después viene el dueño de la red, luego el primero que vio al animal y, por último, los que ayudaron a encerrarlo para conducirlo hasta la red. Al final envuelven la carne en hojas y las mujeres la guardan en sus cestas.

Después de haber atrapado tres venados chiquitos, dos grandes y un puerco, todos se sentaron un momento para una pequeña pausa: hombres a un lado, mujeres al otro. Louis, que en la excitación de la caza se había herido un ojo con un palo, sacó de su bolsillo un puñado de marihuana; al verla, un BaAka exclamó sonriendo: “¡DoDUM!”, y todos repitieron en coro: “¡DoDUMMMM!”. Parece la palabra perfecta para describir los efectos de la yerba.

Al dejar el campamento de los Ba- Aka nos encontramos con dos Bantú, cazadores ilegales armados de fusiles. En sus bolsos hechos de lianas uno de ellos llevaba un mono y el otro dos venados. Umaru, el chofer, al vernos exclamó: “¡Alhamdullilah!” –que traduce gracias a Dios–. Umaru se considera un hombre porque vive en la ciudad, para él los BaAka son animales que viven en la selva. UC

 

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