Número 44, Abril 2013
El loco de la casa
El tío Ernesto

Gustavo Álvarez Gardeazábal. Ilustración: Elizabeth Builes
 
Ilustración: Elizabeth Builes
Ilustración: Elizabeth Builes
 

Era el más alto de los hermanos del abuelo, blanco, de ojos azules y delgadito como sus dos hermanas, con quienes compartió la soltería y los resabios. Hay una foto de él cuando se asomaba a los cuarenta, con su bigote ensortijado en las puntas y una tranquilidad irreconocible. Creo que ya se había quedado sordo, en una época en la que no existían los audífonos. Pero detrás de ese rostro apacible que deja ver la fotografía, estaba el estrambótico Ernesto Gardeazábal que sus sobrinos nietos recordamos ahora muertos de la risa, pero que entonces nos parecía temible e inarrimable.

Creo que no estudió más que la primaria, pero poseía un vigor de artista nato y una neurosis acrecentada por los años, la tartamudez y la sordera progresiva. Vivía de empastar libros, y por supuesto nunca debió alcanzarle para sostener la comida suya y de sus dos hermanas, de su gato y de su perro, y menos para pagar un arriendo. Vivía de la caridad de su hermano, y cuando él murió, de la de sus sobrinos. Pudo haber subsistido con los cuadros al óleo que pintaba con una fuerza tan inaudita como la que tenía para destruirlos si alguien se atrevía a considerarlos dignos de alabanza. Fue precisamente por culpa del único que le conocí que supe de su manera de asumir la vida y le cogí miedo. Mi madre me llevó a visitarlo a la casita que el abuelo les había construido al lado de la casona donde siempre vivieron los Gardeazábal en las afueras de Tuluá. Cuando entré a su modestísimo estar y me senté en una de las cuatro sillitas de mimbre que tenían de sala, me quedé admirando el cuadro de un atardecer que tenía colgado en la pared. Lo recuerdo vivamente. Era una combinación de rojos que solo se da al final de las tardes de mi tierra, en lo que entonces llamaban el sol de los venados. Me pareció como una fotografía a color, de esas que entonces no existían. Debí de haber abierto mucho mis ojos y haber dicho alguna de esas cosas que siempre he dicho para manifestar lo que pienso sin pedir permiso, y armé la tempestad. El tío Ernesto se levantó como un resorte y lo bajó de la pared. Lo cogió en sus manos y se quedó mirándome con furia traslúcida. Sesenta y dos años después todavía oigo sus palabras: “¿Ah… le pareció muy bonito el cuadro?”. Sin esperar respuesta entró a la cocinita y sordo a los ruegos de mi madre lo despedazó con un cuchillo. Así dizque hizo con muchos que pintaba y dejaba listos para ser enmarcados hasta que alguien los alababa.

Vestía de traje completo y usaba sombrero. Como era tan alto y las puertas de la casa que les había adjudicado el abuelo eran hechas para la altura de la servidumbre, y no para la dignidad de este hijo de vascos liberales radicales, muchas veces, por no agacharse, se daba en la cabeza con el marco de la puerta. Entonces se devolvía, se quitaba el sombrero y se daba tres golpes seguidos en la frente contra la puerta del umbral con el que había tropezado, mientras recitaba en voz alta: “para que aprendás, Ernesto… para que aprendás”. No le importaba quedar con un gigantesco chichón.

Igual pasaba cuando lo picaban las avispas. Como entre su casita y la principal de la finca había un huerto antiguo de frutales, y las avispas no solo rondaban y se comían las ciruelas y las naranjas sino que también anidaban en las cercanías; y el tío Ernesto sufría las consecuencias bien fuera porque vivía elevado, aislado en su sordera, o no las veía o era muy dulce para ellas. Se iba entonces a buscar el avispero, se remangaba el saco y metía la mano dentro mientras gritaba: “piquen… piquen… piquen”. Y le obedecían.

Además de ser hijo de vascos a los que dizque no les gustaba hablar español tenía los genes de la tartamudez común entre casi todos sus hermanos y ancestros, así que prefería no hablar o hacer creer que por su sordera vivía en otro mundo. Su neura lo llevaba a encerrarse días enteros en la habitación en la que tenía su cama, su atril y su mesa de encuadernación, y solo dejaba entrar a su perro, que dormía debajo de su lecho. Pasaba semanas sin cruzar palabra con sus hermanas, entretenidas en oficios más inverosímiles que los suyos, pues bañaban a las gallinas, les daban de comer a las ratas y les hablaban a los pájaros. En uno de esos periodos de encierro mi abuela cambió la empleada del servicio que les mandaba para ayudarles; la instrucción que debieron darle fue que dejara la bandeja con su magra comida en el suelo, al lado de la puerta de la habitación. Él salía en algún momento y se la comía, fría y en la única compañía de su perro, verificando que no hubiese nadie o que todos estuvieran dormidos. Un día, casi un mes después, salió de su encierro con la bandeja en la mano y cuando se topó con la nueva empleada trató de decirle algo. Como era tan tartamudo no pudo desatar palabra. Entonces ella fue hasta donde mi abuela y le dijo que el tío Ernesto no era loco, como ella se lo había imaginado, sino que no sabía hablar.

Nunca se le conoció relación amorosa alguna ni con mujer ni con hombre. Sus afectos no pasaron de ser gatunos o perrunos. Sus míseros ahorros los gastaba en pinturas al óleo para después destruirlas. No bebía. Tampoco se le vio una sonrisa en el rostro o una expresión de alegría. Vivía ensimismado, puliéndose al máximo en los libros que empastaba, como si cada uno fuera una obra de arte. No importaba que le quedaran bonitos: como eran ajenos, no podía destruirlos.

El Porce, marzo de 2013. UC

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