Número 45, Mayo 2013
Por rutas distintas llegaron dos historias de compañeras de hábitos de la Madre Laura.
Dos tías Madres que compartieron trochas y campanas con la santa de Jericó.
Los sobrinos escriben con devoción la crónica familiar de sus tías Lauritas.
Las monjas venían de la selva y traían más cuentos que los tíos policías.

Deyanira
Juan Alberto Gómez D. Fotografía: Archivo familiar 

 

Era inútil preguntar por tu nombre, tía Alicia. Apenas hoy me entero de que en La Comunidad te conocían como Deyanira. Para todos los de la casa siempre fuiste la tía Alicia, la que venía de un país de maravillas cada vez que llegabas a contarnos historias de la manera en que desbrozabas la ignorancia para que los indígenas de Guapi, Guanacas o López de Micay hallaran a Dios.

No fuiste ni siquiera la tía Chofi del poema de Sabines para "quererte a tu hora y en el lugar preciso". La Madre, vicaria de Cristo, te enajenó el tiempo de los tuyos porque descubriste que los tuyos eran todos, (verdad mística, sin duda… y trascendente) mientras te reclamaba mi cariño terrenal… intrascendente.

Tú estabas para otras nupcias con un Cristo disuelto en un mundo en el que tu amor no se consumiera en hogueras filiales. Arderías en llamas sin espasmos durante 41 años en una cama de Juradó donde "la gracia de la dimensión trinitaria llegó a su culmen", como escribió la madre superiora en la circular 347 de La Comunidad.

Elogian el celo que ponías en tus tareas de magisterio y modistería, y cómo te apreciaban indígenas y negros en las montañas. De qué celo te privaste Deyanira ardiendo en oraciones ante la insolencia de la piel templada de algún joven guía sudoroso que se llamara Eduardo y te dijera "hermana, perdone que la cargue en este paso, es pa que no se moje", porque tu hábito gris no era impermeable y yo no he podido imaginarte tan de bota. Perdone, hermana.

Cuando nos visitabas, quizás traías la risa acumulada, o contenida, porque la desatabas para que se anchara generosa en tu rostro caucásico. No olvido tampoco el temor de cometer el sacrilegio que pudiese significar verte el cabello. Por eso el momento de tu baño en la populosa casa revestía un ambiente de solemnidad, nos alejaba del cuarto en el que aseabas ese cuerpo consagrado con minucioso silencio. El acontecimiento nos concentraba en la sala con fingida distracción. Nadie podía transitar el pasillo.

Y cuando te moriste, tía, mi hermano hizo un mal chiste sobre tu virginidad rotunda, y el hecho de que no lo olvide es para mí la prueba más desconcertante de la dimensión de tu renuncia. Por eso me sorprendió enterarme de tu nombre, Deyanira, que insinúa el garbo sensual de una odalisca o el nombre sonoro para cotizar el cuerpo en una esquina del Centro.

Ahora es santa tu superiora celeste. La iconografía popular decidió quedarse con la imagen de la joven, porque la belleza y la fecundidad también engrandecen la dimensión de su renuncia. ¿Qué gracia tiene la tierna y regordeta anciana de brazos cruzados tras el hábito, o la que escribe mirando extasiada un crucifijo? Yo me quedo con la imagen de tu sonrisa perpetua y la foto en la que exhibes tus nupcias al lado de mi madre y mi abuelo.

Está el abuelo José (primero, por supuesto) con cara de cazador baquiano, que alardea de su puntería con el brazo derecho sin errar el tiro de su bendición. Mi madre, con la bendita cartera que le permite descargar sus manos y menguar su contenida pose. Y tú, Alicia, coronada de flores en actitud de sereno acatamiento, poco antes desposada por Cristo en medio de una lluvia de pétalos de rosa que te llevó hasta el altar.

Fue en Belencito, me cuentan, sitio ahora con gran demanda de milagros. De poco vale que digan que los santos no hacen milagros, que solo son intercesores. Y para qué insistir, si cuando fui a buscar tus huellas dos jóvenes preguntaban por un velón para pedir un milagro.

 

 

Fotografía: Archivo familiar

 

"Lleven el grande de doce mil para que el milagro sea más gordo, dura un mes", dijo la vendedora. "Es mucho tiempo", respondió el joven de gorra y mirada resuelta, "necesitamos el milagro muy rápido, y no es tan gordo".

¿Pediste seguir viviendo cuando te punzó el primer dolor en el pecho aquel viernes 25 de abril allá en Juradó? "Que sea lo que Dios quiera", es probable que hayas dicho. ¿No repetías también: "ayúdate que yo te ayudaré"? ¿No era ese el sentido de tu misión: ayudarle un poco a Dios en el cuidado de los marginados y de los enfermos? Pero también decías que "para el último mal no hay cura", aunque debes reconocer que una buena ayuda a Dios es que hubiera un médico en el pueblo o que dispusieras rápidamente de transporte aéreo para sacarte a Quibdó o a Popayán, como sugirió el sacerdote. Pero insistías en que podías esperar al martes 29 que llegara la avioneta.

Otra avioneta llegó en vuelo expreso para recoger tu cuerpo consagrado y llevarlo a Belencito, cuarenta años después de la foto. Pero los negros de Juradó cantaron en tu velorio, y te llevaron a la avioneta envuelta en las cortinas blancas del templo. Y bajo el sol de la pista, no menos rotundo, los jóvenes del colegio y los niños de la escuela te despidieron entre cantos.

Sé que el milagro de cada una de tus escasas visitas no califica en el Vaticano, y si algún día te canonizan, serás la patrona de los baños, Deyanira.  UC

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