Número 45, Mayo 2013

Una vuelta con Honorato
Hernando González Rodríguez . Ilustración: Verónica Velásquez

 
 

No te apresures a auxiliar a los pasajeros que viajan de pie ofreciéndote a cargarles sus paquetes. Te sugiero que medites el asunto. Ignoras qué traen los susodichos en esos envoltorios. Mucho loco anda suelto. Así que te prevengo.

Imagina que a un guillado de esos se le ocurre pescar un bollo de su reciente deyección y envolverlo en abundante papel, reforzado con cartones y plásticos, hasta hacer un paquete presentable. No contento con eso, el tipo sale a pasear, a disfrutar de la incitante tarde de verano. Y sube a un bus.

No hay asientos libres, de modo que nuestro hombre se toma del pasamanos, se desliza hasta el fondo y se detiene cerca de la banca de los músicos, y tú, que viajas sentadita, cometes la imprudencia que no debe cometerse nunca: llevarle el paquete.

Es pura mierda.

Al comienzo el olor no se siente, pero espera a que el bus avance un poco más, a que los vapores se tomen confianza, a que se expandan. Ahí empieza el problema.

Aunque casi todos lo llevamos en el aliento, odiamos ese olor cuando proviene de afuera, del ancho y vario mundo de las formas.

A Honorato, así se llama nuestro personaje, se le ve muy fresco, sin pizca de turbación, mientras que la nariz de la buena samaritana no tarda en respingar. En el bus se inicia un movimiento general de repulsión que se traduce en miradas recelosas a un lado y otro. El olor se ha posesionado del escenario y ostenta poderes absolutos.

¿De dónde viene? Los gestos de los circunstantes delatan esta pregunta. ¿Quién huele así? Como Honorato fue el último que subió y el único que viaja de pie, un larvario impulso de sindicación se dirige hacia él.

La buena samaritana no puede ir más incómoda mientras carga el paquete. No le cuesta mucho identificarlo como la fuente del molesto olor.

Es pura mierda.

Sin embargo, ella no está muy segura todavía. Ninguno está muy cierto de nada, salvo de que huele a mierda.

Pero, ¿será?

Honorato tiene la palabra. A ver, Honorato.

Honorato prefiere soportar el señalamiento y la hostilidad de los demás antes que dar explicaciones. Sí, es pura mierda. Siendo así, y dado que la amable damita sospecha la naturaleza del olor, ¿por qué no devuelve el envoltorio a su dueño? Por amabilidad, por educación, por respeto a las convenciones. Y acaso se trate de eso, de que Honorato está empeñado en hacer un experimento, en sondear hasta dónde llega la idiotez de la gente. Y ha pescado su bollo, y lo ha embalado, y se ha subido al bus a ver qué ocurre.

Honorato ha descubierto en la mierda el más alto sentido de la democracia, ese poder de igualar y congregar. Es el sustrato más íntimo del ser humano. Hasta el olfato más romo percibe ese indiscutible olor que nos remonta a los tiempos primigenios, al origen de las especies.

Un bus urbano en marcha no es sitio, empero, para lanzarse a estas disquisiciones, así que Honorato prefiere callar y ver cómo se desarrollan los hechos. La manzana de la discordia ya se ha puesto sobre el tapete.

Nunca somos lo suficientemente avisados, incluso el más sesudo deja intersticios por donde se cuelan los… ¿trasgos? No, llamémosles cretinadas.

Es preciso poseer buenas dársenas de cretinismo para exponerse a tanto. Imagínense, así como así, no más por ese atolondramiento estúpido de seres civilizados, tomar envoltorios de manos de unos perfectos desconocidos y cargarlos durante un trecho; como si no fuera suficiente exponerse a proximidades indecorosas de ciertas partes fisonómicas, porque la ocasión hace al ladrón.

Todo huele a mierda, no excepcionalmente el bollo de Honorato y el fondillo por donde sale y el aliento de algunos individuos enfermos de halitosis. Todo. Hasta la brisa y la fruta perfumada de trópico. No se siente, pero si rastreáramos nos daríamos cuenta de que es la esencia básica, la más sutil. Concentrada, adquiere el olor consabido, el que ahora infesta el bus, el que trae mareada a la damita.

Honorato cree que la damita estallará, que, brusca, le devolverá el paquete, exclamando: "Señor, ¿qué lleva usted ahí? Parece…" Y se irá al sitio más alejado.

No, la damita sigue sosteniendo el paquete, con las maneras más discretas, con sumo comedimiento.

Y Honorato viene diciéndose que por eso de los procesos metabólicos somos fábricas ambulantes de excrementos. La imagen no es suya, sino de un novelista ¿paraguayo? Un escritor cuyo apellido forma el anagrama "aro".

 

 

 Ilustración: Verónica Velásquez

 

 
 


Por el aro del traste transita el bollo desde las interioridades fisiológicas hasta las exterioridades mundanas. Bella faena a la que no hemos prestado la atención necesaria. En cierta forma, es toda una puesta en escena.

El triunfo es del que más aguanta, se dice Honorato, percatándose de que el bus va en la mitad del recorrido y la damita no le ha espetado: "Señor, ¿qué porquería es esta?".

Tal vez sea porque ella se alista para descender y ya no hay caso, y de hecho entrega el paquete a Honorato y se levanta, toca el timbre y baja. Honorato lo recibe con una imperturbabilidad elísea y se sienta muy correctamente, porque todavía falta un poco de viaje y es bueno ir cómodo. El paquete viene, también muy modosito, en su regazo, despidiendo tufaradas a las que los pasajeros han acabado por acostumbrarse. No faltan los mohines de remilgo, las miraditas sesgadas hacia Honorato para hacerle ver que huele feo, pero todo parece demostrar que se han aguantado el varillazo.

Seguro han hecho de cuenta que es el río el que envía ese maloliente vaho. Es un río infame cuya hediondez han tolerado por decenios. Es la húmeda y apestosa axila de la ciudad, por no comparar ese tajo inmundo con otra zona del cuerpo. Una axila es poca cosa.

Victoriosos, el bollo y Honorato descienden del bus. Es preciso señalar el orden de descenso: el bollo ha salido del bus primero que Honorato, porque este carga el paquete como si fuera un libro. El bollo y Honorato forman una rara simbiosis, no tan notable antes como ahora que van libres por la calle, uno junto al otro, oliéndose. Ahora que la ciudad se abre a ellos como lujuriante odalisca, y caminan de la mano de los más alados númenes. ¿A dónde van? No es fácil predecir adónde se dirigen un hombre y un bollo, quizás al río, a las abluciones. Todo río tiene algo de sagrado, incluso este infecto río nativo.

Lo cierto es que no hay nada cierto. ¿Qué habrá sido de la damita? Ante esta cuestión Honorato recuerda a su amigo Silvestre, quien cada vez que ve a una mujer sola asegura que va a encontrarse con su amante para echar un polvo. Ah, amigo Silvestre, los amantes no se citan solo para copular. Ha de llegar un tiempo en que se junten para echar un bollo. Si es verdad que hay amor, ¿por qué no defecan juntos y aspiran la gloria de sus tripas? A pesar de la vanagloria del progreso, aún no se han inventado los baños con dos inodoros paralelos para que las parejas se sienten a echar un bollo. Quizás a raíz de esta demanda triunfe el sentido común y se subsane esta miopía. El hombre todavía está en pañales en tantas cosas. UC

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