Número 47, julio 2013

Antioquias

 

Los artistas intentan subrayar las obras de sus antecesores. Algunos buscan la enmendadura y tachan con rabia los juegos de exaltación social, los arrebatos de virtuosismo, los retratos complacientes de una sociedad acostumbrada a los alardes. Otros se encargan de la caricatura y deforman lo que los artistas de hace ochenta años pulían con devoción. El tiempo casi siempre se encarga de sacarle una mueca ridícula a los rictus más severos, y los artistas de hoy aprovechan para usar un lápiz estridente y burlón. También están quienes hacen anotaciones al pie, en los márgenes de las obras canónicas. Algunos osados buscan la actualización de lo que ahora se ve como una sencilla anécdota para la nostalgia. Antioquias, la exposición que celebra la independencia del departamento, tiene un poco de todas esas búsquedas por superponer nuevas ideas sobre los mapas, los paisajes, los retratos, las panorámicas y los símbolos que crearon eso que llaman identidad.

Los mapas se trazan siempre con el cuchillo en la boca. La esencia de los límites políticos es la mutilación, la ventaja de quien traza la línea. La bienvenida a Antioquias nos la da un cuero de marrano colgado con dos garfios de carnicería. Sin esfuerzo se reconoce un mapa de Antioquia con algunas deformaciones. Desde lejos parece uno de esos pergaminos que marcaban los primeros perfiles del departamento. De cerca resulta revelador. Las venas y arrugas grasosas del cuero se convierten en una delicada geografía de ríos y estribaciones. También aparecen señas macabras donde la sal no ha hecho del todo bien su trabajo de conservación. Detrás se encuentra una promesa: un extenso territorio blanco, intocado, una sustancia aún por descubrir en el envés. Al lado del cuero de marrano aparece otro mapa, hecho con un cuchillo sobre un gran pliego blanco. El artista marcó delineó el mapa apuñalando el papel con delicadeza, y ahora hay un territorio rasgado con el cuidado de un cartógrafo.

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Junto a los sonidos tradicionales de indígenas y negros, y los clásicos pentagramas con las piezas de Carlos Vieco, resuenan dos golpeteos disonantes, se repite el repique de dos máquinas. Primero una pianola con dientes sobre su rodillo de madera: en cada giro los dientes levantan y dejan caer las teclas que producen la "melodía". Para las muelas es un trabajo como cualquier otro, un viejo oficio. La canción y sus intérpretes dan una pista sobre la procedencia de las piezas: Sin reacción, de Mutantex: "Ya ni con drogas ni con alcohol…".

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Muy cerca, en un cuarto oscuro, se desarrolla la proyección cuadro a cuadro de un caballo de paso fino colombiano. Ese redoble que fascina a tantos no es producido por los cascos del caballo, sino por una pequeña máquina de cuatro pistones que reemplaza la música de los pasos. Todo se reduce a una matriz de cuatro golpes. Quienes llevan la rienda se encargaron de crear las particularidades de ese martilleo único. Adaptar un caballo o una máquina, convertirlos en ejecutores únicos, es la tarea de los que llamamos colonizadores.

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La ciudad también se ha encargado de los tachones y las enmendaduras sobre el terreno. En este caso son los curadores quienes señalan las capas de una ciudad que se olvida a sí misma cada generación. Un pequeño óleo de Luis Eduardo Vieco muestra al edificio Gonzalo Mejía bajo un cielo de fin de tarde. Abajo, el Teatro Junín y el Hotel Europa brillan como una caldera prometedora. Es el fuego de los grandes salones con los que soñaba la ciudad en la década de los veinte. El pintor ha cerrado el plano para que Medellín tenga una escena digna de París. La ciudad estaba lista para las escenas de Bajo el cielo antioqueño, Agustín Goovaerts había dejado algunas piezas perfectas para el decorado.

Al lado del cuadro de Vieco, que hoy parece una ensoñación, está el plano inmenso de la aguja del Edificio Coltejer. Nada de adornos, nada de promesas de luz, solo cotas e información técnica. Ese romanticismo francés entró en desuso, el telón del teatro envejeció; era tiempo de pensar más en el trabajo que en la ficción de las películas o los dramas de la zarzuela. El Coltejer proyectó La sombra sobre el Teatro Junín.


 

 

 

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Pólvora sobre lienzo, dice la ficha técnica. Los retratos tienen el negro corrido de las fotocopiadoras viejas que parecen trabajar con hollín. Al acercarse en busca de los rasgos velados se siente el olor de la pólvora. Tienen un aroma amenazante. En ellos hay un intento por igualar los rasgos de los habitantes de la villa con los de los habitantes de la ciudad; de tomar de nuevo las fotos de Melitón Rodríguez y Benjamín de la Calle. Los personajes parecen tomados al azar de las esquinas, y parados delante de los telones de los viejos estudios fotográficos. Es fácil confundir al alfarero del siglo XIX con el vendedor ambulante de pájaros mecánicos del siglo XXI. En muchos casos ha cambiado el formato, pero no la forma.

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Una instalación punk vigila con recelo los retratos de muchos de los grandes personajes de Antioquia en el siglo XX, los mismo que hacían que El Colombiano publicara una de esas frases grandilocuentes a propósito de lo que entonces se llamaban gestas: "Antioquia ha dado una nota muy alta y ha probado hasta la evidencia que es culta, rica, empresaria, fuerte y grande". El pequeño estudio forrado con cajas de huevos, la hilera de casetes, la colección de panfletos y afiches de conciertos gritan contra esa historia contada en placas. Vidas engañadas, Estado de sitio, Ciudad podrida. El punk de los ochenta parado frente al establecimiento de los cincuenta. La historia nos mostró que era inevitable que se encontraran en una ciudad estrecha entre laderas.

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Frente a Horizontes se resalta todo el juego de tachaduras, adiciones, sabotajes y comentarios. Es inevitable pensar en la relación entre los colonos con los ojos en el futuro y los desplazados temerosos. La avioneta de fumigación asoma sobre el paisaje del fondo. La pareja decide usar pasamontañas. La mujer empuña el hacha y el hombre se encarga de proteger al niño en sus brazos. Al igual que ese mapa hecho con cuero de cerdo que se deforma todos los días, los discursos que conforman la identidad se contraen, se hacen rancios, pierden la sustancia. Una de las tareas de los artistas es darnos pistas sobre los nuevos símbolos y hacer la plana, que en poco tiempo será corregida de nuevo. UC

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