Número 48, agosto 2013
Industrias del sudor
Eduardo Escobar. Ilustración: Hernán Franco Higuita
 

Jamás entendí a los deportistas, tan interesados en superar el salto del grillo, en golpear más fuerte que los osos y en correr como las gacelas. En la antigüedad, las sociedades conformadas por animales de presa mondos y lirondos debían entrenar a sus muchachos desde la cuna para la guerra, la marcha forzada, la resistencia física y la fuerza bruta, imprescindibles para la supervivencia del grupo, pero el deporte, entendido como una obligación sagrada según la moda del día, se ha transformado en una actividad inútil, vacua, de pura fachada, como tantas otras cosas...

El mundo moderno transformó las actividades deportivas en una aberración que poco tiene que ver con el antiguo culto del gimnasta. La gran mayoría de la gente que trabaja de veras y hace el amor con frecuencia, y con curia, cumple de sobra con el ejercicio que dicen que merece el pobre cuero mortal.

Qué más necesitan los directores de orquesta mientras se despelucan tratando de mantener el orden en la turba de los chupacobres y los rascatripas; o los coteros de Corabastos y los estibadores de Buenaventura. Y qué más actividad debe hacer el azadonero de mi vecindario, el pescador de atunes, los mensajeros de oficina que todavía quedan, los meseros que hacen maratón y media cada día cargando bandejas de vasos y soperas, los porteros con sus plantones interminables, obligados a veces a llevar una gorra de almirante, y el panadero dando vueltas a la pesada masa con el poderoso brazo que del horno es auxiliar, según dijo un poeta. Los únicos que deberían seguir razonablemente las recomendaciones de los higienistas, predicadores de la inútil agitación, son los burócratas, los que se rebuscan el condumio sentados y se ganan la vida de ojo. Nosotros los otros, incluido yo mismo, que vivo metido en una biblioteca gateando detrás de un libro perdido o encaramado en una banca detrás de un tratado en el anaquel más alto, no necesitamos andar de sudadera por estos pagos de Dios fingiendo que somos más sanos que los demás y que estamos haciendo lo correcto huyendo de la muerte en la bicicleta fija y caminando hacia ninguna parte en una cinta conectados a unos audífonos, ausentes en la triste operación de exprimirle la prolactina a una musculatura, aunque la cosa a veces pare en una hernia.

El mundo está tan loco por el deporte que hace días conocí en Bogotá un gimnasio para perros ricos: casi me mata la tristeza viendo a los pobres canes montados en una máquina caminadora, con una cara de resignación que hablaba de las relaciones absurdas que establecemos con los seres, incluidos los perros, desde que el bello Alcibíades, el famoso amigo de Sócrates, el parlanchín, le cortó la cola al suyo para dar de qué hablar a los atenienses.

El sport fue una de las pasiones del siglo XX desde la Bella Época y se prolonga hoy en el formidable aparato de las industrias del sudor, convertidas en una religión cuyos templos son los gimnasios, los estadios y los velódromos. Pero cuando veo a los jóvenes de mi familia convertirse con grandes esfuerzos en unos monstruos llenos de nudos, con el esternocleidomastoideo y los bíceps hipertrofiados, e hinchados los músculos lisos y los estriados, exhibiendo cuellos de buey y rompiendo las camisetas donde apenas caben, suelo recomendarles la contemplación del Apolo de Belvedere o del David de Miguel Ángel, cuerpos armoniosos, sin excesos. Pero es inútil. Ahora los jóvenes aspiran a tener la figura del último Míster América, a parecerse a esas bestias del grotesco que más recuerdan maquetas para el estudio del aparato muscular humano o rosarios de butifarras en un mostrador, y que además, según entiendo, implican el sacrificio de las delicias del amor por la simple apariencia, pues el consumo de hormonas, anabólicos y menjurjes químicos aumentan la masa corporal más visible pero atrofian el sistema glandular, comenzando por los testículos, que terminan reducidos a pistachos. Y a veces encogen incluso el cerebro...

Entre el montón de cosas antiguas que el siglo XX deformó y llevó a los extremos de la insulsa ridiculez o la triste locura está también el deporte, el deporte por el deporte, el goce del movimiento. De modo que los sabios y los artistas acaban en la indigencia mientras se enriquecen las tropas de jóvenes uniformados dirigidos por mafiosos a veces confesos que son los equipos de fútbol, por ejemplo. Y para el triunfo se debe recurrir a todo: los estimulantes prohibidos, las trampas rastreras, el codazo taimado… Cualquier cosa entre los recursos de la inteligencia trocada en malicia. Nunca vi nada admirable ni saludable en esas nadadoras del socialismo de antes que parecían nadadores del socialismo de antes, con los intestinos inyectados con aire para incrementar la flotación en las competencias y honrar la bandera roja de la nomenclatura.

A veces me pregunto si tal vez odio los deportes porque me mostré inepto desde la infancia para esas actividades de la fuerza bruta. No lo sé. La verdad es que nunca le encontré la gracia al hecho de correr y sudar petróleo detrás de una inerte bola de cuero, o en llegar el primero a un punto marcado con una banderola, aunque tuve las zancas largas. Para mí los deportistas desde siempre formaron la parte húmeda y acezante de la enorme farsa de la especie humana, de la fervorosa triquiñuela de la vida, que el poeta llamó un cuento contado por un idiota con muchos aspavientos y ruido y furia pero que nada significa, con la salvedad de las pequeñas gimnastas centroeuropeas antes de revelar la triste realidad de la existencia, y la inclemencia de Dios que deja marchitar sus mejores flores por un misterio que los científicos no han podido explicar y los poetas lamentan desde las redes de la resignación. Qué se hizo, Señor, Nadia Comaneci, por qué perversidad dejaste que se convirtiera en otra cosa, si estaba tan bien a sus catorce años.

Mis reticencias con el deporte declinan cuando veo a estos niños nuestros salidos de las barriadas de la miseria y los rastrojos de los pueblos más pobres, que cansados del papel de pobres diablos tropicales de sus padres se empeñan contra el destino en acceder a los tronos olímpicos y a veces lo consiguen.

 

 

UC

 
Y entonces rebosan las páginas de los diarios que sus madres coleccionan en álbumes de guardas doradas y sus tías enmarcan en las salitas de sus casas junto al cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro.

A veces me los encuentro en los restaurantes de cinco tenedores tratando de olvidar los tufos de las sancocherías, y sé que merecen más que el caldo de la vieja costilla de la vieja costumbre. A veces los presidentes los reciben en sus palacios y les regalan una casa y un automóvil. Y me parece justo. Uno que también tiene su corazoncito, aunque no trote por las mañanas en alguna autopista polucionada como es debido, no puede evitar una lágrima vergonzante cuando esa negrita del Chocó o Urabá, o ese vendedor de maní suelto de Urrao o Cómbita, se hacen a la medalla de oro y sonríen con humildad. Aunque por desgracia, todos sabemos que, como para nuestro legendario Pambelé, muchas veces todo culminará en tragedia o en el drama de Cochise, otro legendario sudador de cuando la cosa era mucho más inocente y la gente creía en la gloria, que ahora no tiene dónde caerse muerto después de haberse dado el lujo de burlarse de un poeta nadaísta, como está consignado en el reportaje famoso que le hizo Gonzalo Arango en la revista Cromos cuando ambos estaban en la cima, en el cuarto de hora de la efímera gloria, el uno encorvado sobre una máquina de escribir y el otro comiéndose el mundo en una bicicleta Monark. Ilustración: Hernán Franco Higuita

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