Número 53, marzo 2014

Las cajas del profesor
Gloria Estrada. Ilustración: Yuliana Montoya

 

 

 

El profesor Alberto Pereira entró a su casa seguido por los hijos de la vecina, Hermes y Omar, dos muchachos de los que Pereira decía que eran malos estudiantes pero acomedidos. En fila india pasaron por la mitad de la sala y por un costado de la habitación principal hasta detenerse frente a tres cajas apiladas en el corredor. Las cajas, de madera y latón, forradas en papel periódico, reposaban una sobre la otra y estaban llenas de libros. Cada una podía tener hasta treinta kilos de peso y eran de unos setenta centímetros de ancho, cuarenta de largo y cincuenta de profundidad. Las tres abrían por el ancho, como cofres, en cuyo centro tenían un pasadorcito que permitía ponerles candado; pero no tenían.

Hermes y Omar agarraron, cada uno por un costado, la primera caja, la deslizaron un poco para poder tomarla de la base y, con los brazos temblando por la fuerza, la depositaron en el suelo. "Bájenme la otra también. El libro que necesito está en la última caja", ordenó Pereira sin mirarlos. Los muchachos procedieron igual, un poco más agachados y con los brazos más temblorosos aún, bajaron la segunda caja muy despacio y la pusieron encima de la que ya habían descargado. "Vayan cojan guayabas mientras busco ese libro", los invitó el profe para que lo dejaran solo.

Aunque Pereira no vivía en el campo, su casa quedaba a varias cuadras de la plaza principal del pueblo y en el pequeño solar tenía un palo de naranja, otro de níspero y uno más de guayaba ácida. Allá se dirigieron los hermanos —mientras se soplaban las palmas de las manos que les ardían—, donde se juntaron con las dos hijas del profesor, mucho menores que ellos, que jugaban con muñecas a la sombra de los árboles.

Al verse solo, Pereira levantó la tapa de la tercera caja, ubicó con la vista un cuaderno de pasta café con un forro de plástico azul y lo sacó. Le sacudió el polvillo blanco, producto de las bolas de naftalina, y de la mitad tomó un sobre lleno de billetes de diez y cinco mil pesos. Pereira separó unos cuantos, contó setenta mil y se los metió en el bolsillo del pantalón. Los demás billetes volvieron al sobre y éste a la mitad del cuaderno. Antes de guardarlo de nuevo, en una de las hojas el profesor anotó el monto del retiro, la fecha y el nuevo saldo: cuatrocientos cinco mil pesos.

Con la caja cerrada y sosteniendo un libro cualquiera, Pereira llamó a los muchachos. "¿Recogieron muchas guayabas?", les preguntó. "Siempre —respondió uno—, ¿nos regala una bolsita?". El profe les encomendó a las niñas esa tarea mientras los muchachos volvían a poner las cajas una encima de la otra. "Bien alineaditas", les repetía.

"Va a tener que ponerle más periódico a esas cajas, profe. Mire la cortada que me hice", lo increpó Omar de salida, enseñándole una pequeña hendidura en la palma derecha. "Eso no es nada hombre pelao, por eso siempre les digo que hay que cogerlas bien de la base para que no se maltraten con los bordes". Pereira los acompañó a la puerta y les dio las gracias.

Esta ceremonia se repetía un par de veces al mes, cuando el profesor debía hacer algún movimiento de depósito o retiro de sus arcas. Por seguridad y por tranquilidad lo instauró como mecanismo para cuidar sus pesos. Aquella caja, la última, la de la base, se había convertido en el lugar más seguro de la casa, donde su pequeñísima fortuna quedaba a salvo de los extraños y, sobre todo, de las muchachas del servicio.

***

Marina llegó en febrero, una semana después de que las hijas del profesor Pereira entraron a cuarto y quinto de primaria. Iba de lunes a viernes, de ocho de la mañana a tres o cuatro de la tarde, según la cantidad de ropa para planchar. Como todas las empleadas anteriores, llegó recomendada por una conocida de un vecino de un colega del colegio. Y como a todas las anteriores, Pereira no le entregó llaves de la casa sino que la hacía ir al colegio a reclamárselas. La muchacha ya tenía dos hijos de cinco y tres años, permanecía sola hasta casi la una y media de la tarde, hora a la que llegaban los tres Pereira de la jornada escolar y tiempo durante el cual ella preparaba el almuerzo, lavaba la ropa y limpiaba la casa.

Marina mantenía la casa impecable, estaba atenta a los uniformes de las niñas y las camisas del profesor; cuando se iba en las tardes dejaba lista la cena y en las mañanas a veces hasta iba por las llaves mucho antes de las ocho. Los vecinos, siempre tan interesados en poner a circular información, nunca mostraron rechazo por sus acciones como sí lo hicieron las veces anteriores cuando a Pereira le contaron que las empleadas prendían el equipo de sonido a todo volumen, o que recibían visitas, o que como si no tuvieran nada qué hacer se sentaban largo rato a tomar el sol en el andén de la casa.

Marina era gorda, alta y trigueña, tenía un vozarrón que reñía con su cara redonda y rellena. Como para verse más brava, más fuerte y más grande, se metía en bluyines ceñidos y blusas ajustadas, se recogía el cabello en una cola de caballo y se maquillaba con labiales muy rojos y sombras azules sobre los ojos. Era más bonita que fea, pero con esa presencia había aprendido a alejar a los hombres.

Durante los primeros días en la casa, en medio de la soledad, Marina alternó sus labores domésticas con la tarea de revisar debajo de los colchones y esculcar armarios y cajones. La alimentaba la curiosidad por descubrir algún dinero guardado, pues desde que Pereira llegó como maestro al pueblo, unos años atrás, se había regado la historia de que en su casa escondía plata. Nadie sabía dónde había surgido esa creencia, dónde había empezado, tal vez por el hecho de que no se le veía derrochando plata en bares como a los otros profesores, o en el chisme conocido de que del único banco del lugar, donde le consignaban su salario, siempre sacaba la totalidad de su sueldo. Todo en el pueblo se sabía, cierto o falso, se recreaba, se afirmaba, se regaba.

Entusiasmada por la posibilidad de hacerse a un dinero fácil y rápido, que le ayudara a cumplir el sueño de irse a estudiar peluquería a Medellín, Marina buscó también en estantes de libros y escaparates. Tomaba uno a uno los ejemplares, los sostenía del lomo y los sacudía con las páginas hacia abajo para que cayera lo que contuvieran. De alguno de ellos cayó un papelito con un número de teléfono. Libro por libro revisó los dos estantes del estudio y cuando terminó solo había encontrado dos separadores, la foto tamaño documento de una mujer desconocida para ella, y dentro de una edición viejísima de Humano, demasiado humano, un billete de dos pesos, fuera de circulación.

Cuando acometía estas tareas, Marina albergaba la esperanza de encontrar un jugoso botín, producto de los ahorros de un profesor que no se veía gastando, y se imaginaba entregándole unos pesos a su mamá para que se encargara de los niños mientras ella se iba.

 

 
Imagen: Yuliana Montoya

Varias veces, durante sus búsquedas, escuchó o creyó escuchar que tocaban la puerta, entonces esperaba sin moverse y sin quitar la vista de la entrada, como una estatua. Cuando el silencio se hacía largo, recobraba el movimiento y avanzaba un poco más. Pero en todas aquellas inspecciones, hechas con paciencia en las horas muertas que le quedaban en la mañana, Marina no encontró ni dinero ni nada de valor. Hasta que un día se quedó mirando las cajas de los libros. Eran los únicos lugares que no había revisado. Trató de moverlas pero el solo intento le bastó para darse cuenta de lo pesadas que eran.

***

Pasaron un par de semanas en los que la rutina de todos transcurría sin altibajos, pero un día cuando el profesor Alberto y sus hijas volvieron de clase, la vecina los esperaba en el zaguán de su casa. "Que Marina tuvo una emergencia y se tuvo que ir", fue el mensaje que dejó junto con las llaves. "Es raro porque no vi que nadie viniera a darle alguna razón. Sería que uno de los muchachitos se le enfermó, ¿no?", dijo con la intención de husmear; para entonces Alberto ya estaba abriendo la puerta y despidiendo a la vecina con un "mañana será otro día".

Aunque todo estaba en orden, no olía a limpio. Tampoco olía a comida recién hecha. La casa se veía igual a como la habían dejado en la mañana. Acuciados por el hambre, los Pereira fueron directamente a la cocina donde encontraron arroz hecho en la arrocera y frijoles en la olla a presión. Todo frío pero listo para comer. El profesor respiró aliviado. Prendió fogones para calentar y pidió a las niñas que sacaran cuatro huevos de la nevera.

La tarde pasó tranquila. Las Pereira jugaron, hicieron tareas y volvieron a jugar. Alberto durmió la siesta, escuchó radio y leyó a ratos. Hacía días que tenía entre manos Cómo ganar amigos e influir en las personas, de Dale Carnegie, y acababa de leer un caso en el que el autor reforzaba la idea de ver las cosas desde el punto de vista del otro. En esas levantó la mirada e intentó hacer el ejercicio pensando en Marina, pero lo que vio lo sacó del propósito. Notó que las cajas de los libros no estaban alineadas, que había puntas de la primera y la segunda que sobresalían. Trató de recordar la última vez que había hecho algún depósito o retiro de sus ahorros, pero lo asaltó otro pensamiento, una premonición. En efecto pensó en Marina, pero ya no sabía cómo imaginarla. Él, que siempre revisaba que las cajas quedaran perfectamente en línea para evitar que las niñas se golpearan con los bordes, tuvo la corazonada de que algo había pasado.

Pereira salió en busca de los hijos de la vecina y volvió a su casa seguido por ellos. En fila india pasaron por la mitad de la sala y por un costado de la habitación principal hasta detenerse frente a las tres cajas apiladas en el corredor. Los muchachos agarraron la primera, después la segunda, y las pusieron en el suelo. El profesor los miraba a ellos, despacio, y después a las cajas. No sabía bien qué pensar, pero estaba pensando, casi seguro (y el casi era lo que lo tenía ansioso) de que su dinero iba a estar en el lugar de siempre. "Vayan cojan guayabas", les dijo con una voz que le salió débil y pálida.

Al sentirse solo, Pereira se puso en cuclillas, levantó la tapa de la tercera caja, ubicó con la vista el cuaderno de pasta café con forro azul y lo sacó de entre los libros. Lo abrió por la mitad y con los ojos muy abiertos, hambrientos de ver el sobre, descubrió que no estaba. No pudo sostenerse más en sus rodillas y como derribado se sentó en el suelo, no podía dejar de pensar en Marina moviendo y cargando las cajas. Era esa imagen, y no el dinero perdido, lo que más lo mortificaba.UC

 
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