Número 53, marzo 2014

La última mano derecha
Juan Manuel Ucrós. Ilustración: Camila López

Imagen: Camila López

 

Paco de Lucía pasó su infancia en Algeciras, un pequeño pueblo andaluz situado justo en el estrecho de Gibraltar, al sur de España. Por esos tiempos –los años cincuenta– las calles estaban llenas de niños jugando y había un gran problema para identificarlos: demasiados llevaban el nombre de Paco, Pepe y Antonio, de manera que los adultos los llamaban por los nombres de sus madres para indicar a quién le pertenecía cada muchachito: Pepe de María, Antonio de Mercedes, y así. Este Paco era hijo de Lucía. Toda su familia tenía talento musical, todos tocaban y cantaban. Paco era el más joven de la casa y se unió de último al parche flamenquero. Su padre se ganaba la vida tocando en fiestas privadas de las que siempre salía, estimulado por algún licor, a rematar con sus colegas en casa, tocando y cantando hasta el amanecer, de manera que al levantarse Paco tenía su casa encendida de magníficos derroches flamencos que le enseñaron ese lenguaje musical desde mucho antes de poner un dedo en la guitarra. A los nueve años, después de asegurarse de que ya sabía leer, escribir y hacer las operaciones matemáticas básicas, su padre lo sacó del colegio porque no tenía con qué pagarlo. "Así tienes más tiempo para estudiar la guitarra", le dijo. Al no poder asistir al colegio, Paco pasó el resto de su infancia tocando doce horas diarias que, combinadas con su inteligencia y su gigantesco talento natural, lo llevaron al irremediable destino de ser uno de los mejores guitarristas de la historia de la humanidad.

La guitarra es un instrumento que, para quien decide explorarlo, siempre representa un reto respecto a la mano que se posiciona en el mástil (también llamado brazo). Pero en realidad, la calidad de su interpretación se define en la mano que pulsa las cuerdas, la que rasga, la que, al fin de cuentas, toca. La mano que pone los acordes dicta solo un parámetro: lo que hace realidad el sonido y define su calidad es la intervención de la mano derecha, razón por la cual los diestros pisamos el brazo con la izquierda y los zurdos lo hacen con la derecha, a lo Hendrix. Así, la mano derecha de Paco de Lucía es lo más maravilloso de su interpretación. Es una realidad sonora y visual casi incomprensible para los guitarristas, y mágica para los que jamás se han acercado a una guitarra. Es la culpable de todo lo hermoso de las ondas que se propagan en el aire cuando él toca. A Paco le gustaba "el cante" (que es el nombre que le dan los flamencos al canto propio del género) más que la guitarra porque podía ver el sentimiento de un cantante salir del cuerpo directamente al aire sin pasar por un ente externo y ajeno, que es lo que son todos los instrumentos musicales diferentes a la voz humana. Pero como lo suyo era la guitarra tuvo que aprender a dominar la técnica hasta el punto de olvidar sus dedos y la guitarra misma, para hacerla parte de su cuerpo y no un puente, un costoso peaje para expresar su sentimiento artístico.

La noticia de su muerte me entristeció porque sentí que desaparecía al último ejemplar de una especie en vía de extinción.

 

Como se lamentaría saber que ha muerto el último tigre blanco, o el último koala, o algo así. Desde hace años los guitar heroes (tipo John Petrucci o Joe Satriani, entre tantos otros que admiro) vienen desarrollando técnicas que hoy estudiamos todos los guitarristas: el dominio de las cuerdas metálicas, los pedales, los efectos, y la pericia en el uso del pick o "uña" como único punto de contacto entre la mano pulsante y las cuerdas. Paco es la expresión más pura de un guitarrista. Guitarra acústica con cuerdas de nylon a disposición de una mano derecha con todos sus dedos participando como cinco picks capaces de alternarse entre ellos para llegar a posibilidades sonoras que las técnicas actuales de interpretación jamás podrían alcanzar. Los clásicos y los folclóricos perdonarán, pero no hay ningún género que desarrolle la mano derecha como el flamenco. Paco no usaba pedales de nada. Eran él, su guitarra acústica y sus diez dedos poniéndole la cara al mundo y mostrándole cómo se hace la música en su expresión más cruda, más pura.

Esto que escribo tiene por objeto señalar la invaluable pérdida que representa para la cultura musical del mundo la muerte de este guitarrista colosal. En la era de la música electrónica, el éxtasis, el MIDI, la televisión y los videojuegos no es posible volver a encontrar las condiciones óptimas para que se geste un intérprete como Paco de Lucía. Las calles de Algeciras, con sus 116 mil habitantes, seguro ya no estén llenas de Pacos, Pepes y Antonios que juegan por ahí. Esa visión del mundo que da la calle, junto con los amaneceres en medio de explosiones flamencas íntimas y el interés genuino por la sublimación del sonido de los instrumentos que no requieren electricidad, ya nunca más se darán como le tocó a Paco de Lucía. Habrá más guitarristas flamencos, como hay quienes se especializan en la interpretación de instrumentos del pasado como el laúd. Pero el destello de un intérprete como Paco se perderá para siempre, pues carecemos de las condiciones culturales (naturales, se podría decir) que exige el desarrollo de un guitarrista como él. Las búsquedas de los guitarristas y su público se ven influenciadas por el desarrollo de la tecnología y las tendencias estéticas. Ya nadie más se caldeará en la fragua donde se forjaron músicos como Paco de Lucía.

No es que nuestra generación no tenga artistas que se hacen a punta de pulso, lucha y convicción; el problema es que en el medio musical contemporáneo existe una peligrosa permisividad frente a la práctica de adquirir aparatos como una investidura para sacarle al público inmerecidas dosis de plata y atención. La tecnología debería ser un medio para que el hombre haga y desarrolle la música, y no el robot que toca por nosotros.

Los maestros como Paco de Lucía dejaron una cicatriz maravillosa y eterna: la que queda después de la lucha por la legitimidad de la belleza.UC

 
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