Número 54, abril 2014

El peligro
es que
te quieras
quedar

Roberto Palacio.
Ilustración: Nora Pérez

 
Nora Pérez
 

 
Hace muchos años en un viaje a Medellín mi papá detuvo el carro en la mitad de la carretera entre Doradal y Puerto Triunfo, frente a la Hacienda Nápoles. Sobre el pórtico de la entrada se erguía la diminuta Piper Cub en la que Pablo Escobar y su hermano sobrevolaron, sin parar a refrescarse, la Cuba calurosa y los cayos cercanos a Las Bahamas hasta llegar a la Florida un domingo, como simples turistas entre los niños que elevaban cometas y los ricos que manejaban sus aviones particulares sobre canchas de golf.

La pequeña avioneta no solo se podía ver desde la carretera, estaba tan cerca que el hollín de los camiones había estropeado lo que no logró tragarse el Triángulo de las Bermudas. Ya no había heroísmo en esa aeronave; como dicen los aviadores, no merecía el vuelo. La habían pintado tantas veces como a las columnas que la sostenían, delineada con bordes azules en los costados en un intento desesperado por resaltar una silueta memorable. El artefacto se veía vacío y de la cabina solo quedaba un panorámico macilento y ajado como una lija bajo el sol, por donde se me hacía increíble que 'El Osito' y 'El Patrón' hubieran podido mirar. Mi padre se bajó del carro y caminó alrededor de las columnas con las manos en la cintura. Yo lo acompañé y también puse las manos en la cintura. Aún era tan niño como para hacer justamente eso. Le pregunté a mi papá si aún podía volar. Simplemente respondió, como poseído, que era increíble que a "eso" lo dejaran estar ahí. Ignoraba entonces que el vuelo de esa avioneta era un símbolo de Colombia más fehaciente que el vuelo de Ricaurte en San Mateo. Mi madre no se bajó, pero no paró de gritar desde el carro lo peligroso que era lo que hacíamos.

Con el tiempo, los métodos para llevar cocaína a Estados Unidos fueron cambiando: dos motores de doscientos cuarenta caballos de fuerza cada uno, una lancha brutal y dos "ositos", ya sin patrón, en pura, inclinados sobre el timón. La brutalidad de los motores en algún momento se quedó corta y comenzaron a caer más y más lanchas rápidas. Llegaron entonces las lanchas tapadas: a la embarcación de alta velocidad se le aplicaba una capa de fibra de vidrio con un barniz por encima. Eso ya hacía que costara millón y medio de dólares. Era una buseta para el agua que se sumergía hasta el cuello, como el dios Tántalo cuando se le torturó para que no probara bocado ante un plato de viandas. Adentro tampoco se podía probar el bocado que se cargaba, las semillitas que habitaron en la nariz de Henry Fiol, las mismas que inmortalizó Cheo Feliciano: "Échale semilla a la maraca pa' que suene / cha cuchá cuchucuchá cuchá". Era una solución de traquetería para llevar el cargamento. Por alguna razón relacionada con los radares, las busetas del agua daban una vuelta alrededor de la Gorgona y tomaban la ruta de Vasco Núñez de hacia el norte, rumbo a las costas de México, con cuatro tripulantes que se debían hundir con la nave en caso de ser atrapados. Al final de la travesía la buseta del mar olía indefectiblemente a mierda de "osito", la temperatura según los testigos llegaba a más de cuarenta grados centígrados y allí, donde las ballenas copulan y el mar es tibio, los colombianos desechaban la manufactura más cara que producían, halando una válvula amarilla como la del gas. Lo más costoso, desechable; lo desechable en Colombia, eterno y reutilizado per saecula saeculorum. Los dos o tres o cuatro millones de dólares iban a dar al tranquilo mar de Cortés y los narcotraficantes esa noche tomaban tequila con putas como Juan Rulfo y se metían semillitas en la nariz como Henry Fiol.

Pero la buseta del mar era artesanal. Había que profesionalizarse. En 1995 uno de los organismos del Estado colombiano sospechó, cuando un grupo de señores muy distinguidos de Cali intentaban comprar un submarino de la ex Unión Soviética, que un grupo de militares rusos subastaban al mejor postor como si fuera un Olcit abandonado en un taller del Siete de Agosto. Fueron honestos, estos, los caleños; querían ese submarino con papeles. Intentaron dar arras, dejar una platica para cuando saliera la tarjeta, y ser los poseedores legítimos del batiscafo. Pero la operación era sospechosa; nadie quiere un submarino nuclear para dar una vuelta con las amigas. No nos pudimos profesionalizar, el mismo Estado lo impidió.

Lo rudimentario del tramoyismo pasó entonces a un segundo nivel. A alguno de los honorables caballeros de la "trasnochadora y morena" se le ocurrió que en realidad no era necesario llevar cuatro "ositos" con el cargamento; se podía mandar solo. Empaquetaron toda la semillita de Henry en lo que fuera un torpedo y decidieron arrastrarlo bajo las aguas, halado por lo que simulaba ser un bote de pescadores que, probando suerte y bailando cumbia con su atarraya, se iban hasta México lindo en busca de pargos que celebraran el día de los muerticos en los mares de los charros.

 

 
Por si el bote era interceptado, se diseñó un gancho simple para que soltara el torpedo con la carga y un sistema automático que lo convertía en un enorme tronco silvestre que emergía a la superficie y comenzaba a emitir señales satelitales para ser recuperado: "Acá estoy hijueputas…, acá, bip". Se trataba de un software colombiano. Era un deleite ver esos troncos pintados como un aviso de asadero. De ser posible, el anónimo artista le hubiera puesto un humo exquisito que se desprendiera de la madera. El GPS flotante era recogido y el torpedo arrastrado de nuevo en la pesca milagrosa.

Ya grande vine a entender que con esas semillitas El Patrón compró cosas muy bonitas de verdad: canguros de Australia, dromedarios de los desiertos de África del Norte, elefantes de la India, búfalos de las praderas de los Estados Unidos, ganadito de Escocia y vicuñas del Perú, como lo recuerda el periodista antioqueño Juan José Hoyos, el que tomó la foto célebre en la que el honorable Alberto Santofimio Botero, en Nápoles, se subía a una lancha plana que llevaba una turbohélice atrás, de las que atraviesan los "malparidos" Everglades en la Florida, como lo dijeran los lugartenientes de El Patrón.

De hecho ahora lo veo todo: Escobar lo que intentaba hacer era un pesebre natural, un absurdo paisaje a escala uno-uno, un bonsái del tamaño original, un restaurante paisa donde en lugar de los letreros que dan la ilusión de las cosas estuvieran las cosas mismas. Las garzas blancas que había traído de no sé qué lugar del África fueron entrenadas por un ejército de trabajadores que las agarraban de las patas y las amarraban de las ramas de los árboles que rodeaban la piscina, hasta que los animales, a fuerza de cansancio y adoctrinamiento, no veían otra opción que ir a posarse en esas ramas a las cinco de la tarde de todos los días de la vida con el fin de que El Patrón, tomando trago con 'El Limón', tuviera un momento lindo. A un canguro le enseñó a jugar fútbol. A un delfín lo embutió en un lago de una de sus haciendas para que el solitario animal llorara en las tardes lentas y penitentes de la selva en un agua enlodada del color del café con leche. Y todos esos actos antinaturales solo para que la gente se asombrara; exhibiciones hechas para que el visitante se fuera a la casa aterrado. Tantos años para entenderlo: las bombas incendiarias del narcotráfico, los cuerpos, las torturas, las fosas, los aviones volando en pedazos en pleno vuelo… ¿Qué otra cosa eran sino una forma absurda de convertirnos a todos en partes del zoológico, de hacer que a todos nos salpicara la semilla?

El placer que nos procuraron los animales de Escobar es el mismo que experimentamos con la llegada de extranjeros al país; todas esas nacionalidades amañadas en la finca de alguien, turistas que de verdad les gusta Colombia, ganado que se encariña con los pastos de la región, elefantes que devoran yarumos y guayacanes y gramíneas del Magdalena. Orgullosos se los brindamos como les embutimos bocadillo y aguardiente y arequipe a los foráneos, porque qué pena con esos animales. Con los hipopótamos la historia fue patente. Se volaron de la hacienda de Escobar luego de que la desgracia y el saqueo dañaran su ambiente. Estaban, en ese sentido, colombianizados, no soportaban ya la desolación. El Magdalena les pareció estupendo, sus hierbas infecciosas un manjar, e hicieron de sus pandos calderos embarrados su hogar. Pero luego se los cazó y se los buscó sin cesar, porque el verdadero peligro, el único que corrieron los hipopótamos, y al fin y al cabo también los extraditables con sus tumbas en Colombia en lugar de sus cárceles en Estados Unidos, es que se quisieron quedar.UC

*Fragmento del libro inédito: El segundo país más feliz del mundo.
 
 

Fotografía Pablo Escobar Fotografía el hipopótamo de Nápoles

 
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