Número 56, junio 2014

ÁRBOL
Ese bocado sabroso
J. Arturo Sánchez Trujillo. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
 
 
Cuando escuchó el "¡ay, dios mío!, ¡ay, dios mío!", pensó que un carro había desbaratado a alguien; cosa normal en esas calles llenas de escombros, de dudas, de huecos, de basurales, y con muchos desahuciados a orilla de carretera que divagaban arrastrando sus costales rotos por ahí, como troncos que iba vomitando la ciudad.

De inmediato descartó esas especulaciones, porque salvo aquella corta y angustiosa plegaria, antes o después no se oyó ningún ruido, ni golpe seco, ni rastrillar de llantas, ni quejidos. Entonces se dijo que también podría ser el recursivo mantra de una parturienta estrato cero, dando a luz en los solares y recovecos que dejaban las demoliciones del barrio; o un aullido del viejo lisiado de guerra que vivía en frente, lamentando de nuevo la huida de su pulgosa mascota. Recordó no obstante que el anciano había fallecido de hambre unas semanas atrás y que por normas de urbanidad estaba prohibido parir en los solares de la ciudad. En esos matorrales solo existía el permiso para la muerte.

El señor Armando Cruz se empecinó en descubrir, o imaginarse de alguna forma ese asunto. Elucubró que podría ser la voz apurada de alguien atracado en la calle, pero tampoco se escuchó el tal "¡cójanlo!", palabreja que rodaba en esos pavimentos traviesos sobretodo los miércoles en la tarde, tiempo en el cual por estar a mitad de semana, la gente se hallaba relajada, desprevenida, lista para que le robaran.

Queriendo salir de dudas, se asomó de inmediato a la ventana de su apartamento, pero sin ninguna intención de ser vil metiche. Lo principal según él, a esas horas de lacerante sol de los locos, era estar a cubierta, en lo suyo, rehaciendo crucigramas; y además tampoco cargaba con el síndrome de buen ciudadano. Agazapado en los cristales, vio que algunos de sus vecinos y el tendero de la esquina sacaban ojos y orejas a la calle y clavaban la vista hacia el primer piso en los bajos de su domicilio, justo donde se levantaba uno de los últimos respiros de la naturaleza, un pequeño sobreviviente que debido a un extraordinario descuido, las modernas constructoras dejaron en pie.

Bajo el follaje aromado, una mujer de largos calendarios acababa de tomar con cierto ritualismo algunos frutos que generosamente colgaban a la mano y terminada su labor miró hacia el cielo soltando una extraña exclamación: "Si me lo cortan, no cojo zoquete", de inmediato alzó la mano espantando a alguien que parecía estar cerca y, percatándose de Armando, le lanzó un destello fulminante e incitador.

"¡¿Cóooomo?!", exclamó él echándose atrás horrorizado mientras se rascaba la coronilla y reciclaba la monserga: "¿Si me lo cortan?… ¿No cojo zoquete? ¿Quién, qué, cómo, cuándo, dónde y porqué?". A renglón seguido, dado que la fogosa mirada de la mujer no dejaba de apuntarle; juzgando y presintiendo que ya lo suponían candidato, se retiró de la ventana. Palmoteó al aire en un gesto de fastidio, recriminándose por involucrarse tercamente en líos ajenos, y volvió a su intimidad de solterón solitario y buscón de palabras. Después todo quedó petrificado por unos segundos en un engañoso silencio.

Terminadas sus súplicas, la mujer se dirigió presurosa unos metros arriba a la recién inventada capilla, ubicada en un costado del otrora parque infantil que, víctima de salteadores nocturnos, fue clausurado al perder a rasponazos sus estructuras de metal. Columpios y pasamanos habían ido desapareciendo pieza tras pieza para ser vendidos como chatarra diez cuadras abajo, en las trochas del Metro.

Varios días después de la desconcertante y espontánea función callejera, mientras el hombre realizaba sus compras —allí donde se rebuscan más los chismes que la vitualla— supo que el árbol al pie de su casa era considerado oasis y delicado manjar para todos. Tres generaciones le codiciaban y se surtían de él, aunque nadie se tomaba la molestia de regarlo. Supo además que ese "¡ay dios mío!", lo había proferido aquella visitante habitual del árbol antes de pasar a la capilla para rezarle a San Antonio, esperando le proveyera un marido, "¡¡¡pero bien obediente y fiel!!!". Su escándalo evitó que el vecino de al lado, hombre rudo con atisbo de buitre, repleto de colgandejos de egos brillantes, decapitara aquel ángel vegetal esa tarde.

Las buenas noticias acerca del impensado tesoro, que se levantaba majestuosamente sin pedir nada a nadie, digno, único entre los amontonados de lo cotidiano, le cambiaron a Armando su ciega indiferencia del entorno por esas frasecillas que gustan decir los de suerte en las chiripas: "Esto me sirve", "¡¡¡lo mío, mío!!!", y empezó desde ese punto a considerarlo suyo. Cada vez que le veía se lo imaginaba haciendo milagros mientras una luz inmarcesible se encendía en su frente: "Mi palo", como quiera que haciendo cuentas y mediciones se encontraba sembrado al frente de su domicilio. Y aguijoneado por un sagaz instinto usurero que era parte de la genética municipal, hasta se le pasó por la cabeza que un día de estos debía prohibir tales incursiones gratis al árbol, vislumbrando la posibilidad de montar un pequeño negocio de ventas, con descuentos al por mayor y fiados con interés.

Así pues, se dedicó a vigilarlo las veinticuatro horas, viendo como a su alrededor se congregaba mucha gente de distinta condición y edad, con el fin de hacerse a sus regalos. No solo arrimaban los vecinos, sino también habitantes de los barrios aledaños: curas y monjas de la parroquia, burócratas y policías de la zona, niños escapados de la escuela, carretilleros, taxistas, sobrevivientes de calle, perros y gatos, todos llegaban chorreando sus babas allí. Ese bocado sabroso era la repartición de los panes y los peces, estaba en servicio gratuito permanente y siempre tenía su buena cosecha.

Un domingo no pudo soportar la curiosidad de catarlo, se imaginó que si lo dicho era verdad por ahí derecho le podía aliviar de su estropeado optimismo. Así fue, cuando le metió el diente quedó redondito, sintió que recuperaba el asombro; en adelante se evitó media docena de visitas nocturnas al orinal y hasta pudo expulsar las lombrices que anidaban en sus recuerdos y los carbones de la ingenuidad empotrados en su cabeza. Comprendió que las cosas buenas están agrestes, brotando de la tierra, y que únicamente la gran ignorancia no veía o detestaba las pequeñas y delicadas maravillas.

Todo el asunto fue claro después del mordisco; excepto algo… a él no le cuadraba una cosa, el inexplicable —podría decirse fratricida— comportamiento del vecino, a quien consideró "un seudo leñador espurio y contra natura". No le funcionaba la postura inaudita del hombre de mirada de buitre al que tuvo que interceptar varias veces, cuando manos a la barbarie, siempre envuelto en un mutismo demencial, trataba de desaparecer al árbol bien con una ruidosa motosierra de mano, bien con su largo y trágico machete; actitud que le martirizaba e interrumpía sus labores de crucigramista: "¿Porqué ese vecino quería descuartizar el árbol? ¿Qué crimen había cometido ese alguien que, sin reclamar sus méritos, solo era abrigo, remedio, compañía? ¿A qué tanta ojeriza, tanto odio? ¿Acaso se trataba de una vieja venganza política?...". La posibilidad de que ese sujeto lograra su cometido se volvió a los ojos del autoproclamado dueño en una obsesiva posible catástrofe.

Y no era para menos. Porque ese señor caribe realmente constituía un milagro en medio de tanta desfachatez y bestialidad. Nuestro Psidium de la Myrtaceae no excedía los veinte pies, se le veía desparramando salud y parecía exonerado de plagas, daba sombra o resguardaba de la lluvia a cualquiera. Su uso medicinal se extendía a las hojas, el fruto, la corteza y la raíz. Tanto o más extraordinario era su aroma característico que inundaba las calles, contrarrestando el acre humo de los motores y la pestilencia de los basurales. Ese versátil macondiano que brotaba todo el año tenía un venerable historial en la memoria ancestral y había sido un regalo de Quetzalcóatl y Yaya, con el propósito de agradar a todos los gustos. Era cero distingos; Armado nunca había conocido una sola persona que se pareciera a ese árbol.

El día de los muertos se oyó de nuevo ese "¡ay dios mío!", que no paraba de repetirse. Sin dudar, sin siquiera mirar por la ventana, bajó apresurado; sabía lo que estaba ocurriendo. ¡Preciso! Allí fastidiaba ese hombre de los colgandejos, con la boca torcida y los ojos como dianas, vomitando bilis, convulsivamente rabioso, probando nuevas tácticas, listo para vaciar un balde de gasolina y echarle fuego. Pero también, de frente, cerrándole el paso, la exclamadora en su aspaviento. Haciendo lo propio, el recién llegado "dueño" se interpuso y conminó al agresor a soltar el balde, o la lengua, dando explicación de su piromanía.

"¿Porqué, porqué?", "¿cuál es tu bronca con mi palo?", le cuestionó mientras un tembleque agitaba su barbilla. Y por fin tuvo una respuesta del susodicho, que farfulló fuera de sí pelando su escandaloso 357 sin silenciador: "!!!Porque me da la gana!!!"."¡¡¡Y pa'vos también hay candela!!!".

El jubilado protector, a quien antes se le vieron encendidos los cachetes, ahora palideció. Y cuando todo andaba caliente, a punto del incendio, un viento fresco y fuerte que venía de la nada se arremolinó en ese árbol esparciendo una fragancia embrujadora que calmó los ánimos, e hizo que las ramas agitadas improvisaran el son de las marimbas. Entonces se desgajaron a montones las coloridas, dulces, e imperdonables frutas. Y lo que antes fuera un cariacontecido público en la alborotada cuadra del zafarrancho, pasó a ser un tropel alegre recogiendo guayabas maduras.UC

 
Juan Fernando Ospina Juan Fernando Ospina
Juan Fernando Ospina
 
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