Número 56, junio 2014

Eatonville
Ramiro Giraldo. Fotografías por el autor

Un inmigrante en Estados Unidos llega a trabajar en un restaurante que rinde tributo a los símbolos de la lucha contra la esclavitud.

 

 

 

En el otoño de 2009 entré a trabajar indocumentado a un restaurante de Washington llamado Eatonville. Me contrataron como food-runner, es decir, aquel que recoge la comida en la cocina y la lleva hasta la mesa. La nómina era de unos cien empleados, la mitad de ellos centroamericanos y en una condición legal similar a la mía.

Una noche atendí a cuatro señoras que ordenaron bagre frito con puré de papa y col rizada, así como costillas BBQ, los dos platos más famosos del menú sureño que ofrecía el restaurante. A mí me correspondió llevar los bagres hasta la mesa. Los dejé aterrizar sigilosamente frente a las señoras y les dije en voz muy baja cuáles eran los ingredientes. Ambas clientas me dieron las gracias, pero ninguna me miró a los ojos. Sin embargo, yo le clavé la mirada a una de ellas. Conocía ese semblante serio que salía casi todos los días en los periódicos cuando había polémica sobre la promesa de una reforma migratoria. ¡Era Janeth Napolitano!, la secretaria de Seguridad Nacional del presidente Barack Obama; en otras palabras, la directora del organismo federal que en los últimos cuatro años había ejecutado la deportación de dos millones de inmigrantes.

Regresé a mi estación y me quedé pensando en cómo era posible que, como indocumentado, me hubiera tocado servirle la comida a la funcionaria que todos los días firmaba desde su despacho la deportación de miles de personas como yo.

Eatonville no es solo una experiencia gastronómica; también es un buen lugar para entender estas contradicciones alimentadas por la doble moral de Washington.

El restaurante fue inaugurado por Andy Shallal, un inmigrante iraquí de 59 años que había llegado a Estados Unidos cuando era niño. Su padre era embajador en la Liga Árabe, pero tuvo que huir de Bagdad cuando Saddam Hussein se tomó el poder.

Shallal se crió en Virginia, a donde llegó a lavar platos con su padre en una pizzería, pero con los años se convirtió en un millonario restaurantero gracias a la cadena Busboy and Poets, que combina espacios de discernimiento intelectual con la grasa del menú sureño: pollo frito, hush puppies (una especie de buñuelo con camarones en salsa por dentro), gumbo (sopa picante, oscura, con chorizo y algún camarón), más el bagre frito y las costillas de la señorita Napolitano y sus amigas.

Eatonville conserva esta línea, pero con una enorme particularidad. Es un pequeño museo que lleva el nombre del primer pueblo afroamericano legalmente constituido en la historia de Estados Unidos. Hoy tiene unos 2.100 habitantes y está localizado en La Florida, a seis millas de Orlando.

Su génesis se remonta a 1882, durante el periodo de reconstrucción del país después de la Guerra Civil. Su padre fundador fue un hombre negro, ambicioso y dedicado a los negocios, Joseph C. Clarke, quien logró venderles tierras a familias afroamericanas que habían migrado a La Florida para buscar trabajo y aprender a ser libres, veintidós años después de la adopción de la Enmienda 13 que abolió la esclavitud. Con 112 acres de tierra reunida, el 15 de agosto de 1887, Clarke y otros veintiséis hombres negros se reunieron en un salón comunal improvisado para votar a favor de la constitución legal de Eatonville.

Curiosamente, la persona más famosa en la historia de Eatonville no es Clarke, sino la escritora Zora Neale Hurston, una antropóloga que en 1937 publicó la novela Their Eyes Were Watching God, en la que retrata el racismo a comienzos del siglo XX a través de la vida de una mujer negra. La impresión de este libro se prohibió por treinta años en Estados Unidos, pues la audiencia de la época no concebía que una afroamericana tuviera tanto protagonismo en un relato de largo aliento. Luego, con el ascenso de las luchas sociales, el libro se convirtió en un clásico de la literatura estadounidense, hasta el punto de ser considerada por la revista Time como una de las mejores novelas de todos los tiempos escritas en inglés.

Clarke, Hurston y todos los protagonistas del viejo Eatonville están retratados en los murales que Shalal mandó a hacer en el restaurante de la calle 14, en Washington. No es una zona cualquiera. Es Columbia Heights, un barrio que expone un verdadero milagro social. Hace solo una década, cuentan los viejos washingtonianos, era núcleo de balaceras, robos, plazas de vicio, crímenes de odio, prostitución, etc. Además, era el barrio de familias afroamericanas de bajos recursos que lindaba con las zonas nice de la capital, como Dupont Circle o Adams Morgan. Se trataba de una frontera invisible, marcada por la cantidad de habitantes negros o blancos.

Según un estudio del centro de pensamiento conservador Thomas B. Fordham, Columbia Heights es una de las veinticinco zonas del país con mayor incremento de población blanca durante la última década. En un país racista por excelencia, esto tiene un significado: valorización de la propiedad raíz, reactivación del comercio, disminución del crimen.

La mayoría de edificaciones de este barrio fueron construidas entre 1900 y 1934, pero hoy es común ver edificios nuevos con apartamentos para profesionales jóvenes, cuya renta mensual cuesta entre 1.500 y 3.000 dólares. También hay más parques, teatros, centros comerciales y restaurantes costosos como Eatonville.

La apertura del restaurante en 2009 fue un éxito, y rápidamente se convirtió en un referente de la comunidad afroamericana con capacidad adquisitiva de la ciudad. Hoy alberga eventos políticos y en su lista de clientes hay todo tipo de famosos. En alguna ocasión le serví la comida a Stevie Wonder —aunque no me permitieron tomar fotos—, a las hijas de Bob Marley, al saliente alcalde de la ciudad Vincent Gray, a figuras de la NBA, la MLB y la NFL. De hecho, tiempo después de mi renuncia, la primera dama, Michelle Obama, celebró allí el cumpleaños de una amiga cercana.

No fue fácil conseguir semejante oportunidad. Como otros once millones de hispanos en Estados Unidos, no tenía papeles y había migrado a la capital en busca de oportunidades. No entendía cómo los empleadores exigían un permiso de trabajo que la mayoría de empleados hispanos contratados no tenía. La respuesta la encontré en la actividad ilegal de Columbia Heights, mi barrio. Encontré al 'Gato', un centroamericano con la cara inundada de acné, el pelo alborotado al estilo Leonel Álvarez, que siempre se vestía con pantalones anchos y una camiseta de fútbol. Me llevó a El Pollo Sabroso, un restaurante chino-peruano, y en el baño me entregó "los chuecos"; en otras palabras, un permiso de trabajo por el cual pagué cien dólares. La otra clave era sencilla. Al momento de la entrevista con el empleador había que dejar en blanco los espacios del contrato cuya información no tenía, y "hacerse el bobo". Así fue como logré que Andy Shallal me dejara servir comidas en Eatonville.

Y en esa condición me tocó atender a Janeth Napolitano durante aquella noche inolvidable de 2009. La secretaria de Seguridad Nacional estaba en una mesa contigua a la entrada, en donde un mural recibía a los clientes con el rostro más grande de Zora Neale Hurston y una leyenda que decía: "Ya no me siento discriminado".UC

 

Ramiro Giraldo

Ramiro GiraldoMural de la escritora Zora Neale Hurston en una de las paredes de Eatonville.

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Sometimes I feel discriminated against, but it does not make me angry. It merely astonishes me. How can any deny themselves the pleasure of my company? It´s beyond me.
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