Número 56, junio 2014
Editorial

Luego de la primera ronda no están claras las definiciones. Hemos renunciado a la sociología tras la bola y a las artes adivinatorias en busca del futuro de Pekerman. Preferimos las obsesiones y las dichas de nuestro corresponsal en Brasil. Camina de la mano de Blatter.

Patrón Blatter
David E. Guzmán

 
 
 

Vine a ver la Copa del Mundo y la tengo en mis narices. Quisiera levantarla con las dos manos y besarla, pero una urna de vidrio y cuatro señores de traje negro me lo impiden. Además, la Copa es intocable, solo los campeones la pueden acariciar. Jugador que se atreva a tocarla antes de tiempo, le vendrá la maldición de la derrota. En lo que a mí respecta, nunca más la tendré tan cerca. Mi turno frente a ella se agotó pero no puedo dejar de contemplar su brillo, su cabeza redonda y lisa, su cuerpo rugoso, la humanidad de brazos abiertos sosteniendo esa cabecita que no es más que el planeta tierra donde se estampan los labios campeones. Los seis kilos de oro de 18 kilates más codiciados del globo. Poderosa, mítica, el tótem del fútbol universal. Ya tiene cuarenta años y una docena de Mundiales. Solo seis selecciones se la han llevado para sus países. Pero la Copa no vino sola, está escoltada por los balones protagonistas desde 1970. Es el gancho para que el público circule y no se atasque ante la joya que hipnotiza.

En la sala de los balones me reciben con una fría lata conmemorativa de Coca Cola, por supuesto decorada con la Copa. Qué blandos nos vemos todos con la misma lata en la mano. Algunos la beben y la guardan de recuerdo, otros piden una o dos más. Cada balón está en un tríptico con su año respectivo y una breve leyenda. Los visitantes son una muestra de lo que es el Mundial, personas de distintos países y edades, un rebaño de hinchas que lucimos adaptados al mundo Fifa. Todo está tan organizado y controlado, tan limpio y tapizado, con unas luces tan cálidas, que tengo la sensación de que en cualquier momento va a aparecer Joseph Blatter con su sonrisita de medio lado para saludarnos, aprobar la calidad del evento y la buena conducta de todos, hinchas del fútbol que venimos al Tour da Taça en Porto Alegre, apoyamos el Mundial y lo hacemos realidad con nuestra pasión y nuestras chequeras. La verdad es que llevo meses con Joseph Blatter en la cabeza. Hacer parte de este evento regido por estándares de calidad supremos me hace pensar que el mafioso mayor está al frente de todo, supervisando hasta el último detalle para que los patrones Fifa se cumplan al cien por ciento y no se pierda un solo centavo.

Para asistir al Mundial hay que entregarse al jefe desde antes. La puerta de entrada a la dinámica Fifa se abre con la compra de las boletas, una odisea; hacerse fan aquí, loguearse allá, registrarse acá, madrugar para entrar al portal oficial, esperar, esperar, dar clic donde haya disponibilidad, pagar con tarjeta Visa o Masterd Card. Pedir autorización a Joseph para revender si es del caso, prepararse para mostrar el pasaporte en los estadios, leer bien las instrucciones de cómo hay que ir para no ser rechazado. No es poca la letra menuda del contrato que uno acaba firmando con Blatter. Estoy sugestionado con tanta pirotecnia y organización. Todo el semestre ha habido protestas en varias ciudades sedes porque es inevitable que la rabia se apodere de los brasileros al ver a su gobierno arrodillado cumpliendo las exigencias de la Fifa y hasta desalojando a familias que viven cerca a los estadios. Eso de barrer debajo del tapete cuando hay fiesta internacional es típico en la región. Pero las zonas Fifa están blindadas, sobrevigiladas, alejadas, ninguna marcha o protesta tiene cómo empañar el mundillo Blatter, que en época de Mundial es como un Disneylandia del fútbol. Un rancho vaquero nos albergó en las afueras de un shopping cuando fuimos a reclamar las entradas. Fue desde ese día que imaginé a Blatter atendiéndome de manera personalizada, guiñándome un ojo, seguro de sus millones y de mi felicidad por estar en un Mundial. Blatter es Fifa y todo su aparataje.

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Unas cincuenta personas entre profesores y estudiantes se reúnen afuera de la alcaldía de Porto Alegre. Con pitos, platillos y pancartas contra la Fifa tratan de entorpecer el día laboral. La protesta pacífica se convierte en marcha y avanza por la calle Doctor Flórez. En sus arengas exigen plata para educación, alzas salariales y buenos planes de salud. Piden que todo sea "Padrão Fifa": calidad superior, inversiones gigantescas, celeridad en las obras. Mientras tanto, a una cuadra, en un puesto de revistas de la Plaza Alfándega, los amantes del Panini intercambian laminitas, una por una, sin sacar provecho, así el cambio sea un jugador desconocido por un escudo plateado. Todas las láminas tienen el mismo valor. Es puro troco, sin mercaderes de por medio, chan con chan sin remilgos. En medio del trueque, llega una señora y pregunta qué pasa, que si alguien se ganó la Megasena (el Baloto brasilero) y la está repartiendo. Cuando se entera de que es el álbum y que estamos por la Copa, nos agarra de los brazos y nos dice con dulzura: "Da Colombia? Bem vindos!", y nos dicta una clase express sobre geografía y turismo en Rio Grande do Sul. Con el paso de los minutos los trocadores se empiezan a ir. El partido de inauguración está a punto de comenzar. Gilberto, sin embargo, sigue buscando laminitas; dice que debe llenar veinte álbumes para enviarlos a Canadá y tiene cientos de jugadores repetidos. Adela, de unos 65 años, lleva un papelito en la mano con tres cifras, son las láminas que le faltan a su nieto; dice que él está triste porque llegó el Mundial y el álbum aún tiene esos espacios vacíos. "Pelo menos já tem tudo o Brasil". Le regalo al 'Chicharito' Hernández, es mi única repetida que le sirve. Ya solo quedamos tres personas. En Porto Alegre los negocios están cerrados. Algunos corrillos de policía y ejército vigilan la soledad. Pero no todo el mundo está pendiente del pitazo inicial. Hay transeúntes por ahí, quizás vienen de la protesta y ahora buscan huirle al ambiente del partido. Porque no es cierto que en Brasil todos comulguen con el show da bola.

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El taxista que nos lleva para nuestro hospedaje en Belo Horizonte dice que no le gusta el fútbol, pero se siente avergonzado con nosotros por el penal que le regalaron a Brasil contra Croacia. "O time no precisa de ajuda". Es consciente de que con Patrón Blatter las ayudas sí existen para los locales, pero confía en que la jugada fue un aislado error arbitral. Clayton, el taxista, nos cuenta de los daños y el vandalismo que sufrió la capital minera el 12 de junio. Vidrieras rotas, voleo de piedras, detenidos, zafarrancho que en últimas no manchó el inicio del torneo, pues en las sedes hay batallones policiales controlando los desmanes. La amenaza es que las protestas seguirán todo el mes, pero lejos del Mundial, sin entorpecerlo; la protesta de mucha gente continúa pero eso no los priva de desear, en el fondo y con fervor, que Brasil logre el Hexa.

Una caminada por el centro de Belo Horizonte es suficiente para sentirse en casa, la ciudad está repleta de colombianos. La casa donde estamos hospedados es un fortín criollo. Elvis, samario habitante de Medellín, tiene un sombrero vueltiao y camiseta de la selección. No tiene boleta para Colombia-Grecia pero está confiado en que la va a conseguir por debajo de cuerda el día del partido. Elvis es una amenaza para las normas Fifa, pondrá en riesgo la codicia del emporio Blatter. En la casa también se hospeda una familia bogotana, un matrimonio con dos hijos adolescentes, la tía y la abuela. Ellos sí tienen boletas y prometen ajiaco si gana Colombia.

En el sector de Savassi está la fiesta, el ambiente de Mundial, bares y restaurantes con televisores reciben la Torre de Babel, hinchas argelinos abrazados con chilenos, australianos detrás de brasileras, rusos y colombianos brindando con aguardiente del Valle, una belleza esta mezcolanza de nacionalidades. Cientos de personas propensas a la felicidad y a la celebración. Cada hinchada le contagia el cántico de su país a la otra y así todos cantan y gozan, porque el Mundial no es solo fútbol, es consumo, alcohol, rumba y resaca. "¡One two three, viva L'Argeli!".

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Vamos a pie para el Mineirao con Elvis, la gente de los carros pita y saca las banderas tricolor por las ventanillas. Elvis va a buscar boleta y yo no sé dónde guardar las nuestras, temo perderlas entre tanto agite. Los hinchas colombianos y el graznido de cornetas y vuvuzelas aumentan. También aparecen fanáticos griegos, pocos pero bien disfrazados con batas blancas y laureles en la oreja; también hay muchos brasileros en familia que nutren la pasión amarilla. En menos de diez minutos Elvis ya tiene su boleta, pagó doscientos dólares, 25 más del precio oficial. Blatter niega con la cabeza, reprueba con un cerrar de ojos. En la entrada al estadio hay requisas y los bolsos pasan por escáner de aeropuerto. Elvis va con una entrada que lleva otro nombre, Julián Alzate, pero en ningún momento nos piden documento. Puro terrorismo Fifa para prevenir algo inexorable: la reventa de boletas a última hora.

A pocos minutos de que comience el juego, las comidas rápidas no han llegado a los restaurantes del estadio. Un paquete de papitas sirve de paliativo. En cualquier momento debe llegar Joseph con los perros calientes y las hamburguesas, no puedo creer que hayan fallado en el tema de alimentación justo en un partido a la una de la tarde. ¿Cuántos millones perderían? Con cerveza y el estómago vacío celebramos los tres goles de Colombia. Al salir, otra vez la fiesta y la bulla en la calle, Colombia se toma Belo Horizonte, el amarillo, azul y rojo es lo que predomina en la región que dicen más se parece a Antioquia, ha de ser por montañosa y por el amor a las sopas y a los frijoles.

La familia bogotana llega del estadio en la noche, la abuela está cansada de chupar sol y caminar, los jóvenes se preparan para seguir festejando en las calles. La madre y la tía hablan del ajiaco y nos invitan. Al otro día siguen para Foz de Iguazú, abandonan el Mundial sin remordimientos. Consideran un logro familiar haber venido hasta acá con abuela incluida. Ella dice que casi no vio el partido y yo estoy de acuerdo; en el estadio se ve poco, que Grecia había estrellado un tiro en el palo lo supe seis horas después del partido. La única forma de ver el Mundial y no perderse ni un detalle es encerrarse en la casa, y la mejor manera de perdérselo es venir a verlo en persona. Traslados, atracciones turísticas y la propia fatiga del trajín mundialista impiden meterse de lleno en el show.

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El bus de Belo Horizonte a Brasilia es un témpano de hielo y tarda diez horas. Los pasajeros, puros colombianos. Al parecer también nos vamos a tomar la capital de la burocracia, la ciudad de Niemeyer, que parece estancada en los sesenta, con su iglesia sugestiva y su campanario en forma de tenedor gigante. Los bares están escondidos, no los vemos, y la rodoviaria se convierte en tribuna, baño y bar. La otra opción es la Fan Fest de la Fifa, un terreno remoto y despoblado que Blatter adecuó en cada ciudad para poner sus pantallas gigantes y vender sus bebidas patrocinadoras con panes y chorizos. Vamos a ver a Brasil. Media hora en bus, luego una hora en Metro y después una caminada de media hora más. Todo para llegar a la Fifa Fan Fest, "FanFest", dice Blatter, y el "Fest" le suena con espuma de cerveza en la boca. Allá está don Joseph, allá me lo imagino echándole las salsas a los perros y retirando con un gesto de repulsión a los vendedores ambulantes que abarrotan el camino a su imperio.

Nos gusta más la Praça de alimentaçao aledaña al Mané Garrincha. Allí, a precios decentes y con buena variedad, calentamos motores para el duelo contra Costa de Marfil. Después de dar caza a los elefantes, volvemos para celebrar el paso a Octavos a ritmo de batucada y cerveza. Algunos brasileros se empeñan en enseñarnos a bailar samba, otra vez la fiesta mundial está cogiendo pista. Hay motivos para festejar, pero me cansé de los patrones Fifa. Ya me quiero sacar a Blatter de la cabeza, exorcizarlo, encerrarme con un televisor y concentrarme en el balón puro hasta que alguien bese y levante esa Copa que tuve tan cerca. UC

 

Patrón Battler

Patrón Battler

 
 
CODA

¡Maestro, el partido sigue!
por Guillermo Cardona

Son muchas las frases que recuerdan la poca simpatía que le inspiraba el fútbol a un escritor tan argentino como Jorge Luis Borges. Un escritor, además, inmerso en los debates filosóficos y políticos de la época, no en la eterna discusión futbolera que puede agotar las cervezas y los cigarrillos y la paciencia pero no el ánimo de los contertulios. Pocas cosas identifican y reúnen y hermanan a los seres humanos de hoy como un buen partido y tanto más si es uno de la selección patria que está pisando duro en un mundial.

A Borges no. El fútbol le resbalaba.

Borges murió un 14 de junio de 1986, días antes de que la selección, que no lo hacía vibrar, ganara en México, por segunda vez, una Copa Mundo.

Lo que poco se sabe es que ese gran vidente ciego asistió alguna vez a un partido, cuando todavía veía.

Borges era anfitrión del escritor uruguayo Enrique Amorim, en Buenos Aires, y quizá con el ánimo de congraciarse con él lo invitó a ver un partido entre las selecciones de Argentina y Uruguay, en el Monumental.

Claro que ninguno de los dos le prestó mucha atención al partido, entretenidos como estaban hablando de literatura, hasta que creyeron que el partido se había acabado y se largaron del estadio. Ya habían caminado unas cuadras cuando los logró alcanzar uno de los porteros, diciéndoles que el partido seguía, que estaban en el descanso y no tardaría en comenzar el segundo tiempo.

Ya estaban lejos y les dio pereza devolverse, prefirieron seguir conversando rumbo a Palermo.

Tanto Borges como Amorim confesaron años después que tenían puestas sus esperanzas en que ganara la selección de su amigo: Amorim sufrió para que ganara Argentina y Borges para que metiera gol Uruguay. El partido terminó cero a cero, obviamente sin la presencia de estos cultores de las palabras y las letras, y de los finos gestos de camaradería y amistad.

 
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