Número 58, agosto 2014

White Flamingo
Andrés Felipe Solano. Ilustración: Tobías

Tobías

El reloj era un pequeño astro que parecía alumbrar en el lobby del hotel solo para atraer a Mariela. El hombre lo llevaba en la muñeca izquierda. Era contundente y pesado como las latas de pomada de mentol que vendían en las tiendas del odioso barrio donde había nacido.

Por una docena de noches después de haber salido de la clínica, Mariela había pensado en regresar a aquel agujero. Se había visto sonriendo, mostrando su nuevo cuerpo, trabajado a la perfección en el gimnasio de su apartamento en el commodore. Vivía allí por ese entonces con Caliche. En su fantasía Caliche pasaba una mano por su cabello mientras hacían fila en una droguería de su viejo barrio, adonde habían ido a comprar aspirinas. Cabello, sí. Pelo tenían los pordioseros que recogían cartones cerca de las fábricas de ropa a la vuelta de su casa. Lo de ellos era una mata seca, genital, como si llevaran un animal muerto encima de la cabeza. Lo suyo, lo de Mariela, era cabello. En diferentes épocas se lo había teñido de rojo, negro azabache, con iluminaciones, incluso se lo había pintado de púrpura. La primera vez que se lo tinturó en una diminuta peluquería de Hialeah fue de rubio, por supuesto. Había sido su sueño desde la infancia, cuando miraba los afiches de Úrsula Andress en los cines del centro. A los doce años intentó decolorarse el cabello en el patio pero su madre llegó justo cuando tenía el frasco de agua oxigenada en la mano. Se lo arrebató y le pegó una cachetada que le dejó el labio superior hinchado. Quizás por esa razón lo llevó de rubio por tanto tiempo, cuando al fin se le presentó la oportunidad.

Mariela había tejido una red de contactos en los hoteles más grandes de la ciudad. Unos billetes aquí y otros allá, a una recepcionista en el Conrad, el Loews o el Victor, bastaban para obtener la información que necesitaba: marcas, colores, señas particulares. Si doblaba la propina podía saber la referencia exacta de cualquier pieza apetecible. Caliche, su primer marido, le enseñó que ciertos relojes —digamos un Rolex Daytona o un Breiling Navy Timer— eran una adicción tan poderosa como las pastillas para dormir. Según él, nadie podía mostrar su Ferrari en la mesa de un restaurante o los cuadros que estaban colgados en su mansión en Key Biscayne en plena pista de baile. En cambio, una edición especial de un Cartier Santos podía exhibirse discretamente mientras se estudiaba un documento o se firmaba un cheque en una reunión de trabajo. Para los hombres poderosos y realmente adinerados, comparar relojes era como comparar vergas en un baño durante la adolescencia.

Mariela aterrizó en el oficio de negociar relojes de alta gama después de pasar por toda la cadena de trabajos para inmigrantes. Había lavado patios, repartido volantes, cambiado pañales a viejos sin dientes, servido tragos. Encontró una nueva manera de ganarse la vida hacía ya diez años y ahora tenía la impresión de que por fin una época dorada estaba por llegar. Sí, los buenos tiempos se aproximaban. Sus contactos en los hoteles la conocían bien. Cada mes les llevaba un ejemplar de la revista Men’s Watch Collector para que distinguieran las marcas que valían la pena. Cuando la avisaban de la llegada de un alto ejecutivo de una multinacional, o del hijo del dueño de una fábrica de cerveza, o del gerente de una aerolínea, o algún otro que llevara un gran reloj en su muñeca, Mariela aparecía por el hotel en menos de una hora. Entonces, armada de la información necesaria, se acercaba a sus posibles clientes y, con discreción y gracia, les ofrecía sus servicios de dealer. Para no asustarlos los abordaba en lugares públicos, como ahora pretendía hacer con aquel hombre en el lobby del Ritz Carlton de Coconut Grove. Si los clientes tenían un carácter afable y ganas de conversar, Mariela lanzaba un pequeño anzuelo mientras señalaba el reloj que le interesaba. «Qué casualidad », les decía, «mi marido tiene uno exactamente igual».

Sabía cómo mentir. De otra forma no habría podido abrirse paso en Miami, saltar como una rana en un charco de la mísera Hialeah a la mediocre Kendall y después coronar la deslumbrante Miami Beach. De sus dos maridos, solo Leandro, el segundo, un argentino que conoció en una subasta, estaba vivo. Si se había interesado en los relojes por Caliche, era a Leandro a quien le debía su refinamiento. Gracias a él sabía de vinos, puñales y hasta de estampillas. Leandro le enseñó a repetir Pollock, Warhol y Basquiat en los cocteles. Incluso trató de despertarle el amor por los cigarros, su gran pasión, pero no lo logró. Leandro le decía que era una mujer perfecta para un Rosa Cuba Media Noche. Con el tiempo su aliento se volvió insoportable. Por esa razón se separó de él y desde ese entonces no había salido en serio con nadie.

No extrañaba a Leandro. Por lo menos no de la manera en que extrañaba a Caliche. Había sido tan bueno: fue él quien se ofreció a pagar por todas las cirugías. Caliche había estado viviendo en Miami desde finales de los años setenta. Era piloto. Se conocieron en el Club 1235, donde Mariela trabajaba sirviendo cocteles. A la semana de haberle contado ella su secreto empezaron a compartir una cama. Fue como si al conocerla se hubiera activado un poderoso mecanismo oculto en ese hombre de manos gruesas, un mecanismo que solo se detuvo al morir.

En el lobby del Ritz, a la espera de que su posible cliente terminara su llamada telefónica, Mariela se acordó de la muerte de Caliche en un restaurante de pollos. Era lo único que no había podido olvidar de la época en que había sido un don nadie en Colombia: el pollo asado con papas saladas y ají casero. Por esa estúpida debilidad lo mataron. Tan pronto como terminó el funeral, Mariela decidió esconderse. Aquella balacera fue el campanazo de alerta. No se había arriesgado a comenzar una nueva vida para que la encontraran en un callejón, en la noche, con las vísceras afuera.

Se llevó los dos relojes Omega de Caliche.

Cuando el hombre colgara el teléfono pensaba usar una de sus tácticas infalibles. Era muy simple. Consistía en entregarle al cliente su tarjeta personal y después estirar su brazo con pereza para que viera su Rolex Submariner dorado. Un reloj de hombre en la muñeca de una mujer ponía calientes a muchos tipos, en especial si era uno de dieciocho quilates sobre una piel cobriza de nacimiento, como la de Mariela. Nunca tenía sexo con sus compradores. Era un regla. Había aprendido hacía mucho que había que tener una regla por lo menos, si no quería errar el rumbo. La rompió solo una vez, con Leandro, después de tener por seguro que ninguno de los dos se iba a llevar una sorpresa. Odiaba las sorpresas. Se había blindado por todos los costados para mantenerlas lejos de su vida. Por eso, cuando vio al hombre colgar el teléfono, le dieron náuseas al reconocer la pulsera de cobre con dos iniciales que llevaba en la otra muñeca.

Sin esperar a que se diera vuelta, Mariela caminó al bar del hotel y pidió una crème de menthe. Luego de media hora a solas y un segundo trago, fue hasta la recepción. Le pasó a Xiomara un par de billetes. Siempre llevaba un buen fajo de billetes nuevos que un amigo de un banco le reservaba. Era muy importante darles a sus contactos billetes recién impresos, crujientes como galletas de soda, para que no tuvieran la sensación de estar haciendo algo incorrecto. Todos esos años en la calle le habían enseñado que los billetes viejos y grasientos creaban un sentimiento de culpa que tardaba mucho en desaparecer.

El tipo se hospedaría en el hotel por cuatro días, le dijo la recepcionista. Se había registrado bajo el nombre de Alfonso Duque.

Duque se quedó un buen tiempo mirando sus pies. La mancha de humedad del empeine derecho era más grande que la del izquierdo. Está bien, había sido un día largo, pinos, aeropuerto, agencia de alquiler, aeropuerto, palmeras, pero aun así Duque no entendía por qué uno de sus pies sudaba más que el otro. Odiaba el té con leche, las mañanas calientes, los viejos que lloraban, odiaba tantas cosas, pero por encima de todo odiaba tener que haber regresado a esa ciudad y que los pies le sudaran. Después de lo que pasó, había evitado ir a Miami una y otra vez a pesar de la gran cantidad de trabajo que se presentó desde los años ochenta. A cambio aceptó arreglar asuntos en Colón, en Lima, en un par de islas de las Antillas, incluso aceptó ir en pleno invierno a Budapest a encargarse de una rueda suelta, alguien con iniciativa propia. Pero ahora Ramiro lo había mandado de vuelta a Miami. Duque supuso que con la vejez de Ramiro habían llegado los caprichos, los malos olores, la locura incipiente.

Cuando lo metieron a la cárcel su jefe tenía cincuenta años y uno de esos cuerpos inmensos cuadrados y que dificultaban las cosas más corrientes, desde compartir un ascensor hasta sentarse en la taza del inodoro. Ahora, diez años después, Ramiro parecía como si estuviera hecho de papilla verde. El último mes de reclusión lo gastó llenando tres páginas con las cuentas pendientes. Se la mostró a Duque la primera noche en que se vieron en la casa de la montaña, una de las pocas propiedades que no le confiscaron. «Para poder empezar de nuevo tenemos que barrer todo el camino», le había dicho con un cigarrillo y un vaso de jugo de guanábana en la mano. El primer nombre en la lista era el de Jairo.

Duque entendía el afán higiénico del viejo, pero no comprendía por qué había que ir tras Jairo después de todos esos años. Cuando regresó de Miami sin él, tuvo muchas veces la misma conversación con su jefe. «Desapareció. No lo encontré en su cuarto y nunca llegó al aeropuerto. Eso es todo lo que le puedo decir.» Ramiro le creyó palabra por palabra pero también le dejó en claro que era responsabilidad de Duque estar pendiente de su compañero y que por lo tanto algún día tendría que encargarse de cerrar el círculo. A Ramiro le gustaban las circunferencias, la luna llena, el aro que dibujaban las aspas de un ventilador. A Duque le gustaban las líneas paralelas, los matrimonios que duermen en camas separadas hasta el final de sus vidas, las autopistas.

Buscó un par de medias limpias en su maleta, se las puso y se volvió a tirar en la cama repleta de almohadas. Estaba en un hotel de cuatrocientos dólares la noche. Duque había administrado con cuidado el dinero de Ramiro, todavía les quedaba suficiente para una jubilación decorosa. No le cabía en la cabeza por qué carajos estaba empeñado en explorar una nueva línea de trabajo a estas alturas y mucho menos el desquiciado plan que le propuso. Duque habría comprendido si estuvieran hablando de oro, o plata, o esmeraldas, pero no, el viejo Ramiro se había hecho a la fuerza con un terreno de varias hectáreas que contenía unas rocas de color gris metálico. Coltán. Le puso una muestra en la mano cuando estaban metidos en el jacuzzi y le explicó que la mina estaba cerca de la frontera con Venezuela. Tenían que ir hasta allá, excavar y sacar el material en barco por el río Orinoco, después transportarlo en camiones hasta Bogotá y desde ahí llevarlo a un puerto.

Ramiro era un hombre aplicado para los negocios: ya tenía un contacto en Alemania y otro en China. Duque tendría que ponerse al frente de la operación a campo abierto. Quería odiarlo por semejante cosa, odiarlo con la misma intensidad con la que odiaba los manteles de plástico o los coches para bebés (no necesariamente los bebés), pero lo cierto es que Ramiro lo había mantenido con vida. Le había regalado una vida. La lealtad a ese hombre de pelos extremadamente largos en las tetillas, ahora canos, lo había llevado de vuelta a Miami. Por Ramiro, Duque estaba tirado en una cama king size del Ritz Carlton, con el estómago medio descompuesto después de comer unas costillas de cerdo con puré de papas sin tener suficiente hambre.

Cerró los ojos por unos momentos y trató de reconstruir el hotel al que llegaron esa noche lejana con Jairo. Quedaba en el centro de la ciudad, de eso estaba seguro. ¿Cuál era el nombre? Sí, el White Flamingo. Duque tenía una excelente memoria, tomaba decisiones con rapidez y se adelantaba a las consecuencias de sus acciones como los esgrimistas o los escaladores profesionales. En su negocio no solo bastaba cuidar las manos y los ojos, también había que proteger la cabeza. Otros, mucho más jóvenes que él, se arruinaron muy pronto a punta de fiestas con putas, coca y aguardiente. Quizás por eso le fastidiaba tanto aquel descuido de principiante. Cuántas veces se lo había repetido, debió tomar una habitación para compartir en lugar de dos cuartos separados, pero Jairo insistió, dijo que la plata les alcanzaba y no quería pasar la noche en vela por culpa de sus ronquidos. La gente pensaba que solo los gordos roncaban, pero eso no es cierto para nada, Duque había roncado toda su vida a pesar de ser flaco como una varita de incienso. Estaba seguro de que tenía que ver con su prominente manzana de Adán. Nunca se había acostumbrado a ella, cada vez que se quedaba viéndola de reojo en el espejo le parecía que era como una segunda nariz pegada a su cuello. Duque también la odiaba, como odiaba el ruido de los buses en la madrugada, las caras muy redondas o la carne molida.

Finalmente la visión de las medias sudadas lo venció. Se levantó y las tiró a una caneca de metal. Se quedó un momento de pie, tocando el membrete de una de las hojas que estaban encima de un pesado escritorio. Pasó el dedo por la cabeza de un león dorado y trató de sentir su lengua diminuta. El rencor, Miami, un clavo de metal en la rodilla que le dolía de vez en cuando, desaparecieron por un momento ante el hecho de estar en un hotel que todavía se preocupaba por esa clase de detalles. Se dio cuenta del calzador antes, en el baño, cuando orinó un chorro de un amarillo intenso, casi naranja por culpa de las vitaminas que había empezado a tomar. En algunos hoteles, incluso de los mejores, los calzadores y el papel membreteado eran cosas del pasado. En su lugar ofrecían conexión ilimitada a internet.

Se felicitó por haber solucionado con prontitud lo de la herramienta. Ya la tenía en su manicartera, que había comprado a mediados de los ochenta, bien envuelta en un pañuelo para que los bordes no se marcaran sobre el cuero. Mañana tendría que empezar a preguntar por Jairo. Ramiro todavía tenía ojos y oídos en todas partes. Antes de que Duque tomara el vuelo su jefe le dio varios contactos, gente retirada que pagó pequeñas condenas a cambio de sus bienes y se quedó a vivir en la Florida como personas respetables que habían dado un mal paso en la juventud. De un tiempo para acá, el negocio se lo había tomado un grupo de clanes pequeños y ya nadie sabía quién era la cabeza. Era como un nido de cucarachas: apenas alguien encendía la luz salían corriendo en todas las direcciones. A lo mejor el viejo Ramiro tenía razón, lo indicado era arriesgarse con algo novedoso, con las piedras, con el coltán. «Hay que apostarle a la tecnología, mijo», le había dicho a la salida del jacuzzi donde lo esperaba dormido Óscar, su perro terrier de toda la vida, ya diezmado por la artritis.

Duque encendió el televisor. Había aprendido algo de inglés años atrás, cuando le tocó esconderse en la casa de un primo que vivía en Jersey City. Le gustaban las voces de los comerciales gringos. Una de esas voces sonrientes, luminosas, lo iba a recibir a las puertas del infierno, estaba seguro. Después de un anuncio de yates, la gran esfera de metal que vio con Jairo en aquel diciembre de 1982 apareció en la pantalla. La reconoció de inmediato. Habían viajado desde Miami hasta Orlando en un auto alquilado para festejar el final del trabajo. Otra gente celebraba en burdeles, ellos preferían hacerlo en un parque de diversiones, sobrios, tan contentos como una pareja de amantes. Se cumplían treinta años desde que fue abierto al público. Duque trató de pronunciar el nombre del parque pero se enredó. Le dieron ganas de ir a Orlando otra vez. Hizo algunos cálculos. Podía permitirse un día de espera para empezar a buscar a Jairo. Satisfecho con su razonamiento y con el estómago por fin en paz, Duque se fue durmiendo poco a poco, sin apagar la luz, con la ropa puesta. Esta vez sus propios ronquidos no lo despertaron como solía pasar cuando estaba muy cansado.

Pagó la entrada en la taquilla. Con la boleta le dieron un folleto en varios idiomas. Atravesó un jardín y se encontró de frente con la esfera de metal. A su lado, una pareja joven le tomaba fotos como si se tratara de una catedral o una pirámide. Decidió buscar una banca para sentarse y verla con tranquilidad.

Tuvo que ir hasta la orilla de un lago. Lo recordaba a la perfección. Se podía abordar un barquito y dar una vuelta al mundo en media hora. Había construcciones que representaban a México, Francia, Japón, China, Italia, Canadá. Se preguntó si Canadá era tan importante, si existía algo así como la civilización canadiense. Por fin una anciana y su marido dejaron un sitio libre. El hombre le sonrió, una telilla blanca cubría uno de sus ojos. Se comportaba como un niño al lado de su mujer. Al sentarse Duque notó que sus pies habían empezado a sudar otra vez. En el carro tenía un par de medias de repuesto que compró en un supermercado cuando hizo una parada para llamar. No tenía teléfono celular. Nunca había tenido. El coltán servía para hacer celulares y computadores más livianos, le había explicado Ramiro. No entendía por qué a la gente le gustaba que todo pesara cada vez menos. Él amaba sus relojes y sus herramientas tal como eran. En casa tenía cinco, de diferentes calibres, aunque no las había usado en los últimos tiempos. Ahora que Ramiro estaba libre, las había tenido que sacar del garaje para engrasarlas. «Una cosa es el ocio en la cárcel y otra cosa es el ocio por elección. Ese ocio es dañino», le dijo Ramiro al mostrarle un mapa con la ubicación exacta de la mina. La señaló con su índice. Sus dedos eran cortos, chatos, como de enano. «Tenemos que contratar indios, algunos colonos, no muchos. Mejor indios. Si no quieren trabajar hay que hablarles claro. El ocio mata.»

Duque se imaginó los campamentos, el agua marrón, un montón de indios sin camisa sacando las piedras. No estaba seguro de poder comenzar de nuevo. Tendría que encontrar fuerzas suficientes para mantener conversaciones en cafeterías de pueblos desolados en mitad de la selva, llenos de gente mustia, hambrienta. Tendría que hallar la confianza perdida para poner sin vacilaciones un revólver encima de la mesa, al lado de una botella de cerveza y una empanada fría. Tendría que dar órdenes. Se sintió cansado. Los hombros le pesaban como si llevara un saco de arena a cuestas.


 

 
 
 
 
Tobías

Todavía tenía el folleto en la mano. Le dio una mirada. Contaba la historia del parque y de la esfera, que representaba una nave espacial. La historia de las comunicaciones, ese era el tema del recorrido que se podía hacer en su interior. En una de las hojas encontró las primeras palabras del guión original, narrado por un actor: «¿de dónde venimos, hacia dónde vamos? Las respuestas están en nuestro pasado». Una de las cosas que más le gustó a Jairo fue la imagen de una secretaria con el pelo recogido, sentada en una oficina frente a una pantalla. Lo pudo ver, sonriente, buen estudiante, moreno, con una piel tan suave como la de una mujer. Jairo nunca tuvo que afeitarse, no le salía ni un pelo en la cara. Se habían conocido en el colegio. Sus padres tenían las mejores casas del barrio. Viejas pero grandes, con muchos cuartos y una terraza. Les gustaba montar en moto, la música pop americana: Chicago, Foreigner, Totto. Jairo cantaba bien.

Ramiro los encontró recostados sobre su moto, con una bolsa de mango con sal en la mano y media botella de aguardiente. Estaban dando una vuelta por las colinas a las afueras de la ciudad. Habían subido a ver las columnas de humo que se alzaban en la tarde. Ese día Ramiro iba con Galindo, un sargento de la policía al que más tarde sus enemigos ahogaron en una alberca. El trato que Ramiro les propuso fue simple. Si aceptaban les daría una moto nueva. «Esa está muy viejita. Ustedes se merecen algo mejor, con estilo, una Kawasaki», les dijo sin bajarse de su camioneta. Lo pensaron esa noche en la terraza y al otro día llamaron al número que Ramiro les dio. No hubo problemas con ese primer encargo, solamente tenían que transportar una bolsa pesada que parecía estar llena de martillos. Eso era todo. Después Ramiro les propuso otro par de cosas con las que cumplieron a cabalidad. Al año de estar trabajando para él, Ramiro los invitó a una finca llena de cultivos de plátano, donde Galindo les enseñó a disparar al lado de un tanque gigantesco de agua. Aprendieron rápido, sobre todo Duque. Jairo simplemente lo imitaba. Solucionaban cosas sin dejar rastro, a tiempo, como una pareja de buenos plomeros o de expertos albañiles. Se hicieron conocidos en la ciudad. Los respetaban. Nadie los molestaba por irse temprano de las fiestas. Entonces Ramiro les propuso que viajaran a Miami.

Les encargó que sacaran del camino a un colombolibanés que se estaba lucrando de su negocio. Lo hicieron en un centro comercial, a plena luz, sin que les temblara la mano. A la siguiente mañana se fueron a comprar tenis y después alquilaron el carro. Jairo llevaba una cámara desechable. Eso era precisamente lo que le gustaba a Ramiro de ambos, que olvidaban pronto y eran capaces de seguir con su vida como si nada hubiera pasado.

El folleto también mencionaba al tipo que escribió el primer guión del recorrido por la esfera. Al parecer era un escritor famoso, se llamaba Ray Bradbury. Duque recordó la escena del recorrido casi al final: un niño frente a un computador personal en su habitación. Estaba solo pero acompañado al mismo tiempo. Así se había sentido Duque desde que no volvió a ver a Jairo. Mientras pensaba en todo eso, alguien se sentó a su lado.

Era una mujer elegante, un poco menor que él, quizás muy maquillada. Parecía estarle pidiendo algo a la esfera de metal con la misma intensidad que la gente le pide un favor a un cristo sangrante en una iglesia. Olía bien, pensó Duque. Un momento después la mujer se paró y Duque trató de ver sus piernas, pero se perdió rápido entre la muchedumbre. Un grupo de turistas con las caras rojas lo hizo desistir de hacer la fila para entrar a la esfera. Ya no quería ver el futuro. En todo caso ya lo había visto. Era muerte y destrucción.

Miró por última vez la extraña superficie de la estructura. Le pareció que estaba hecha de coltán. Antes de abandonar el parque compró un snow globe con la figura de la esfera.

En lugar de prender el aire acondicionado, Duque manejó de regreso a la ciudad con la ventanilla abierta. Paró en una estación para orinar y hacer una llamada. Otra vez el chorro turbio, anaranjado. Al cruzar un puente pensó con intensidad en aquella mujer, en su forma de sentarse, con la espalda totalmente recta, en su cuello alargado, en su fino perfil, y gradualmente el círculo empezó a cerrarse ante sus ojos.

Estuvo de regreso en el hotel antes de que cayera la noche. Se duchó y se cambió de ropa. Bajó al lobby con su manicartera. No le importó que su pantalón estuviera arrugado. En el restaurante pidió una sopa de tomate, no podía comer más. En la recepción le preguntó a una empleada por la dirección del White Flamingo. La mujer tardó un rato en responder, no parecía muy ágil con el computador, pero finalmente le dijo que estaba a veinte minutos en carro.

Mariela recibió una llamada justo antes de meter los pies en agua tibia. Le había puesto una pizca de sulfato de magnesio, otra de bicarbonato sódico y un chorrito de glicerina. Era Xiomara. Le informó que el señor Alfonso le acababa de preguntar por una dirección en el centro y después había salido del hotel. Cuando la recepcionista le dictó el nombre del lugar, Mariela se estremeció. Dios, primero la esfera de metal y ahora esto. Había querido hablarle en la banca pero no fue capaz. ¿Cómo se empieza una conversación después de treinta años?

No iba a aplazar más lo inaplazable. Obviamente él sabía que ella lo había seguido. Era hora de oír de nuevo la voz de su adolescencia, de preguntarle por qué llevaba todavía en la muñeca esa horrenda pulsera de cobre que le regaló Ramiro, como si se tratara de un grillete.

Encontró un sitio de parqueo con facilidad. Antes de abandonar la camioneta se retocó el maquillaje. Después caminó hasta el hotelucho donde había enterrado su vida anterior. Un hombre tras una ventanilla, pálido y ojeroso de ver tanta televisión en la oscuridad, le indicó el número del cuarto. No tuvo que darle un billete nuevo, uno viejo y grasiento fue suficiente. En el último momento, frente a la puerta, Mariela miró sus uñas y le pasó un frío por la espalda igual al que sintió la madrugada en que salió de ese mismo lugar, con una pequeña maleta en la mano. Golpeó con fuerza.

Sintió los pasos y segundos después la puerta se abrió. No había visto las bolsas debajo de sus ojos cuando estuvieron sentados en la banca. Tendría que recomendarle caléndula. Duque le dio la espalda y volvió hasta la silla marrón donde estaba sentado. Su colonia se mezclaba con el olor a cigarrillo y a semen rancio de la habitación. Nada había cambiado en ese sitio cochambroso. Mariela se sentó en una esquina de la cama, con el bolso en el regazo. Tenía unas medias veladas negras reforzadas en el talón, lisas, caras. Su primera intención fue alisar la colcha pero se contuvo. Afuera se oían los pitos de los carros, la alarma de una joyería. La luz de neón del White Flamingo entraba en oleadas por la ventana. Duque fue el primero en hablar.

—Creí que era uno de esos cuentos de barrio pero resulta que es verdad.
—Pues ya ves.
—¿Cómo te llamas ahora?
—Mariela.
—Qué nombre más feo.
—¿Y qué tal Alfonso?
—Era el nombre de mi abuelo.
—No lo sabía. Sigue siendo horrible.

La voz de él todavía era imponente, melodiosa y grave al mismo tiempo, casi tan bella como la del sacerdote que daba misa en el colegio donde estudiaron. Mariela se había confesado muchas veces con él solo para oírle la voz.

—¿Ya viste a Ramiro? Me imagino que por eso estás aquí.
—Ahora quiere hacer negocios con minerales, con una roca que se llama coltán.
—¿Es una piedra preciosa rara o qué?
—No, para nada. Sirve para hacer chips. Celulares, computadores, vainas para carros, esas cosas.
—Qué ganas de trabajar las de Ramiro.
—Yo sé. Le dije lo mismo. Él todavía tiene mucha plata, ¿sabes?
—¿Y tú? ¿Tienes plata? ¿Te casaste?

Duque no respondió. Se miró los zapatos. Le parecieron viejos. Los movió como si tuviera hormigas dentro de ellos. La impaciencia le ganó a Mariela. Quería comandar la conversación.

—¿Cómo me reconociste? ¿Por mi boca, mi cuello? Siempre me quisiste dar un beso pero nunca fuiste capaz. Creí que lo ibas a hacer ese día, antes de que conociéramos a Ramiro.
—Yo no soy marica.
—Yo tampoco. Soy una mujer, mírame. ¿Ves una cosa diferente acaso? Siempre lo fui aunque tuviera que aguantar unos años. Duque se removió en su silla. Estaba incómodo. Puso los codos sobre sus rodillas, se pasó una mano por el pelo. Miró a Mariela fijamente.
—Mierda, tenías todo planeado, por eso te pusiste feliz cuando nos dijo que teníamos un trabajo aquí.
—Estás muy equivocado. La idea de escaparme se me vino a la cabeza esa noche, en este sitio. Pasó, simplemente pasó, acéptalo. No quise emproblemarte con Ramiro. Lo siento.

Mariela sabía que era tarde para las disculpas pero no quería huir otra vez. Lo había extrañado todo ese tiempo. Por eso lo había seguido. Debió habérselo dicho en ese momento, quizás entonces Duque le habría creído.

—En el barrio decían que te habías operado para escapar de Ramiro, para que nunca te pudiera encontrar. Podías haberte ido a cualquier otra parte. Este país es muy grande. No tenías por qué hacerte todo eso.

Duque señaló vagamente su cara, su pecho y por último su entrepierna.

—¿También te operaste ahí?
—No has entendido nada. No me operé para huir de Ramiro. ¿No te acuerdas de Roberta Close?
—Obvio que sí .
—Te parecía bonita, dilo sin pena, súper bonita. Yo creo que me parezco mucho a ella. Mira lo largas que tengo las piernas. —Mariela las estiró de medio lado y aprovechó para mirar sus tacones negros—. Mi voz siempre fue un poco aguda.
—Si hubieras nacido con una manzana de Adán como la mía no hubieras podido hacer nada.
—Me imagino que la sigues odiando. odias tantas cosas. Yo me largué para no seguir odiando. —Alzó la vista de nuevo—. Excepto ese parque, supongo. Todavía te gusta, ¿no?
—¿Y tú? ¿Por qué me seguiste? ¿No te dio miedo? ¿Por qué viniste?

Duque estuvo a punto de decirle Jairo, pero se cortó. Los dos estaban cansados. Las momentáneas ganas de jugar se extinguieron.

—¿Sabes por qué? Porque todavía me acuerdo de esa regla pendeja que prometimos cumplir.
—¿Cúal? —preguntó Duque con curiosidad genuina.
—Tú sabes bien cuál. Tú la pusiste. Nunca matar a una mujer. Me pareció una bobada pero tú siempre insististe. Me decías que por lo menos teníamos que tener una regla, una sola regla.

Mariela se paró. Se había puesto nerviosa después de ver los ojos de Duque, sus pupilas dilatadas.

—¿Qué vas a hacer? Podrías quedarte aquí, conmigo. Ramiro no tiene tanta influencia como crees. Solo en ti. ¿Quieres volver a picar unas putas piedras? No tienes nada allá. Nada. Podríamos ir a Los Ángeles. A los actores les fascinan los relojes. Podrías ayudarme a buscar una referencia de Patek Philippe. La 3449. Solo hay tres en el mundo. Si la encontramos no tendríamos que trabajar ni un solo día más.

Duque no dijo nada. La luz de neón entró por la ventana y le iluminó media cara. Mariela miró hacia la manicartera y repitió la pregunta.

—¿Qué vas a hacer, Duque?

Por un momento dudó. Pero la esfera de metal vino en su ayuda. Le habló. Vio el futuro a sus pies una vez más. Era muerte y destrucción. Sacó el revólver. La pulsera de cobre brilló. Disparó en el centro del pecho, en medio de las dos prótesis, debajo de la arteria agolpándose en su cuello. No fue capaz de pegarle un tiro en la cara, como le había ordenado Ramiro.

La selva lo esperaba. Ahora más que nunca tendría que seguir tomando vitaminas. No llevaría medias, pensó. Caminaría descalzo. UC


Tobías

White Flamingo hace parte la antología que publicó en abril pasado la revista
MqSweeney's en Estados Unidos. Literatura criminal latinoamericana.


 
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