Número 59, septiembre 2014

Miranda
Mauricio López. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 

El barrio Miranda se construyó sobre dos quebradas mucho antes de la llegada del siglo XX. La Bermejala y El Molino marcaban sus límites, y la escuela Francisco Miranda sirvió para su bautizo y sus primeros desarrollos. Entonces no tenía nombre y, los que iban de paso, señalaban el agreste terreno de matorrales y ranchos como “las tierras de los Cook”. Y sí, eran los dominios de Juan de Dios Cook y su familia, pero luego pasaron a ser propiedad pública. Entonces muchas familias poblaron el lugar y lo nombraron igual que la escuela, con el nombre del prócer venezolano que batalló en cuanta emancipación se le atravesó por el camino.

Miranda no es un barrio grande. Si acaso tendrá doscientas casas, todas ellas repletas de ancianos, niños y adolescentes. Pertenece a la Comuna 4 y limita con Aranjuez, Campo Valdés, Moravia y el Jardín Botánico. Hasta hace unos años, Miranda era un barrio residencial, con unas pocas tiendas y una colección sin precedentes de perros callejeros. Era un barrio divertido que en los diciembres sonaba a salsa y vallenato; en los agostos brillaba en los múltiples colores de las cometas; y en los abriles olía a hortensias bañadas en rocío.

Los perros se metían en todas las casas, eran las mascotas de todos aunque no tuvieran un techo fijo. Por Miranda pasaban bandadas de golondrinas y loros y pericos esculcaban en las copas de los cedros y los eucaliptos.

En esos tiempos, Diana Lucía Restrepo era una niña y no se perdía esos diciembres de amarrar cadenetas y perseguir globos. Eran días felices hasta que, de un momento a otro, el barrio empezó a llenarse de talleres de mecánica, parqueaderos y empresas de reciclaje. Todo cambió, hasta el color de las tardes. Miranda se transformó en un barrio gris, como la mismísima independencia lograda por el caraqueño que le dio el nombre.

Detrás de los talleres, garajes y empresas de reciclaje llegaron los jíbaros, las prostitutas, los moteles, la basura aglomerada en las esquinas y… la muerte.

Hasta los perros huyeron de Miranda cuando el ruido de los camiones y de las máquinas de soldadura reemplazó el canto de las golondrinas, que no volvieron para anunciar los aguaceros. Sin esa alerta, las quebradas La Bermejala y El Molino se dieron gusto inundando el barrio, y llevándose cada tanto, en su rabioso caudal, las pertenencias de sus habitantes.

“Parecía que el barrio estuviera maldito. No podíamos creer que nos pasaran tantas cosas malas al mismo tiempo”, dice Andrés Cañola, vecino de Miranda desde hace más de veinticinco años. Pero faltaba lo peor. Varios de los trabajadores de las empresas de reciclaje fueron acusados de violaciones de niñas y niños del sector; y los homicidios empezaron a registrarse con mayor frecuencia. Se formó un grupo de “limpieza social” que todas las noches sembraba el pánico en las angostas calles del barrio. Ellos controlaban las plazas de vicio y la prostitución, todo bajo la mirada complaciente de las autoridades.

Después, en respuesta, la ‘Oficina de Envigado’ formó el ‘Combo Miranda’ con jóvenes de Manrique, San Pablo, Santa Inés y Aranjuez. Ganaron la guerra y tomaron las riendas del barrio para continuar con la zozobra que ya venía imponiendo el grupo de “limpieza”.

Los nuevos “administradores” empezaron a cobrar vacunas a las pequeñas tiendas del barrio. Luego cobraron por la “seguridad”, casa por casa. Empezaron a reclutar niños para las plazas de vicio en las escuelas Francisco Miranda y Julio Arboleda, y fueron más lejos, al enganchar niñas para prostituirlas en las afueras del Jardín Botánico. Según la Secretaría de Educación, la deserción escolar alcanzó el treinta por ciento en ambas instituciones el año pasado.

Un infierno viven los habitantes de Miranda, un infierno sin puerta de salida, pensaría uno. Pero la verdad es que en Miranda siempre ha habido esperanza. Una esperanza con sonrisa de niños, sueños posibles y paraísos de colores.

En 1999, Diana Lucía Restrepo, quien para entonces estudiaba Fonoaudiología, decidió crear, junto a una amiga, el proyecto Antioquia Siglo XXI, una especie de escuela para niñas y niños basada en la pedagogía Waldorf, que creo el austriaco Rudolf Steiner, una idea que se apoya en la trinidad “espíritu, alma y cuerpo”. La cuerda les duró cuatro años y Diana se quedó otra vez sin saber qué hacer.

Las madres que habían “matriculado” a sus hijos en Antioquia Siglo XXI siguieron buscando a Diana para que se hiciera cargo de los niños. Entonces, en su propia casa, ella montó una guardería en la que puso a prueba sus conocimientos de la teoría Waldorf. No le importó que dicho sistema llevara el nombre de una marca de cigarrillos, como tampoco a las familias de Miranda les importaba que una de las escuelas del barrio llevara el nombre de un esclavista caucano del siglo XIX, Julio Arboleda.

Empezó con dos niños y al mes ya tenía seis. En menos de seis meses tenía veinte alumnos y comenzó a buscar certificaciones. También hizo planes para estudiar Licenciatura en Educación Básica Primaria, pero le hacía falta tiempo y dinero. Alguna vez en el Centro, mientras sacaba unas fotocopias en una papelería, conoció al decano de la Licenciatura en Educación de la María Cano.

“Todo parecía empujarme hacia el camino de la pedagogía infantil”, cuenta Diana Lucía, quien al cabo de unos cuantos años obtuvo su grado. En 2001 se dio el nacimiento oficial de la guardería. Diana la llamó Paraísos de Colores y las primeras clases las recibieron los pequeños en el Jardín Botánico, gracias a su gestión y su idea de darle un toque ambientalista a sus lecciones.

Los niños, todos nacidos en el barrio Miranda, estaban felices aprendiendo entre flores, árboles y aves de todo tipo. Pero allí no concluyó la “locura” de la joven profesora. En alianza con el Jardín Botánico fundó el Festival de Poesía Infantil de Medellín, evento que hoy es internacional.

A la escuela empezaron a llegar niñas y niños de otros barrios; y también se sumaron nuevos profesores para enseñar arte, música y literatura. La ingeniosa Diana hacía de todo para motivar a sus alumnos, por ejemplo, visitas a escritores y sitios de interés histórico.

En 2003 creó el proyecto Emprendedores, con el que les enseñó a los niños a crear empresa bajo los parámetros de ahorro, autonomía y autogestión. La idea era que cada niño creara un negocio y con las ganancias, celebraran la culminación del quinto grado en la costa, ya que ninguno conocía el mar. Los pequeños vendieron empanadas, obleas, solteritas, manillas y se fueron para Coveñas en 2007.

Todo parecía genial: jugar en el mar, pasear por la playa y meter los pies desnudos en la arena. Pero los sueños agarraron vuelo y, en 2011, los nuevos alumnos de quinto le propusieron a la profesora ir a Florencia, Italia, para conocer las calles y los lugares por donde caminaron Leonardo, Miguel Ángel y Donatello, esos grandes artistas que aparecían en sus libros de historia. A Diana le pareció una locura, pero no quería interferir en los sueños de sus pupilos. Decidió dejarlos seguir con el proyecto sin decirles nada a los padres de familia. Los niños idearon un sistema de cartas enviadas semana a semana a diferentes empresas nacionales. Los que sabían dibujar las decoraban, los que mejor escribían, las redactaban; mientras otros buscaban en las páginas amarillas los teléfonos y las direcciones de las empresas.

Así trabajaron durante casi un año. Se acercaba la graduación de los pequeños y todavía no habían recibido respuesta. Pero ninguno perdió el ánimo, pese a que incluso el viaje a Coveñas, como un sencillo plan b, estaba en veremos. Hasta que un día, antes de iniciar las clases, llegó una carta a Paraísos de Colores: “Señora Diana Lucía Restrepo, nos llegó una hermosa carta de sus alumnos, tan hermosa que nos tocó el corazón y nos ha obligado a realizar varias reuniones de junta. Hemos decidido cumplir el sueño de sus niños y enviarlos a Italia. Ya tenemos los tiquetes”.

El mensaje era escueto pero contundente. La alegría de Diana y de sus niños no cabía en sus cuerpos. Tenían al alcance uno de sus grandes sueños, pero cumplirlo no iba a ser tan fácil. Ahora debían sacar visas, algo que jamás habían pensado. Tenían que hablar con cada uno de los padres y conseguir con qué comer y dónde dormir en Italia.

Los padres, a regañadientes, aceptaron dejar ir a sus hijos. Luego, con más cartas, lograron que el Ministerio de Educación les ayudara a sacar las visas. Otra empresa, que también prefiere quedar en el anonimato, les entregó dinero para los gastos. Sí, parece increíble, pero doce niños de Miranda y su profesora conocieron la Florencia de Leonardo. Durmieron en conventos, en casas de familia, hicieron amigos y hasta aprendieron de ópera.

En el lodazal de Miranda habían germinado flores de Paraísos de Colores. Ahora, no todo en el barrio era tristeza y amargura.

En 2012, siguiendo el ejemplo de sus antecesores, otros niños decidieron que querían ir a la Nasa para ver cómo se viajaba al espacio. Otra vez las pilas de cartas volaron hacia todas partes del mundo. Otra vez las citas en el Ministerio y en la Secretaría de Educación. Otra vez a empujar el gran sueño.

Fue más fácil. La científica colombiana Adriana Ocampo, directora de Proyectos de la Nasa, llamada ‘la novia de Juno’, se dio cuenta de la peculiar iniciativa y decidió poner su granito de arena. Les consiguió pasajes y estadía a los pequeños y se los llevó al Centro Espacial Kennedy, en Cabo Cañaveral, donde los alumnos conocieron lo que es un trasbordador y cómo se siente un astronauta allá afuera, en el espacio.

Nadie en Miranda podía creer que niños de una pequeña escuelita hubieran logrado viajar a lugares tan lejanos, si en sus casas, a veces, ni siquiera había qué comer.

“Generamos un impacto social en Miranda. Con nuestros sueños, con nuestro emprendimiento, le dimos a entender a la comunidad que todo es posible. Que los sueños son posibles”, dice Diana, quien más que profesora es una acompañante de sus alumnos en el camino del aprendizaje. Hoy tiene 150 niños, ocho profesores y una larga lista de sueños por cumplir, por ejemplo, viajar a conocer a la autora de Harry Potter, o ir a Islandia para ver las auroras boreales. Paraísos de Colores, si se quiere, es un juego de niños, un juego que le dio esperanza a una comunidad que la había perdido en una maraña de concreto, grasa y basura. UC

 

Juan Fernando Ospina

Archivo Fotográfico

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Juan Fernando Ospina

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