Número 61, noviembre 2014

Dieciocho vagones
Alfonso Buitrago Londoño. Fotografía: Juan Fernando Ospina

 

Traía la cara reluciente, recién afeitada. El bigote se le veía bien puesto y el peinado fresco, echado hacia atrás. Cojeaba un poco, pero llegaba. Venía con la sonrisa amplia. Se inclinó sobre su cuerpo y se hundió hasta los hombros en el bolsillo de su pantalón, como si no tuviera fondo. Sacó un manojo de monedas. Escogió tres y se las dio a un mendigo que pasaba.

—¡Qué más, los amigos! —dijo alegremente con los brazos arriba.
—Hola, Ernesto —le dije y recibí su afectuoso saludo y el apretón de mano. Sentí esa energía que me subía por los dedos siempre que lo saludaba.

Ese día se había levantado tarde, inevitable rutina para quien trabajaba toda la noche cuidando un parqueadero. Se acomodó la pierna de palo que le completaba el muslo extinguido, se bañó, se puso los pantalones, se subió el cierre, se abrochó la correa y se abotonó la camisa. También se afeitó y por último se echó un poco de loción. A las cuatro de la tarde devoró un suculento sancocho, con parsimonia, en la acera que daba a la puerta de su casa, un inquilinato ubicado en Barrio Triste. Comía y no paraba de saludar, de alzar las cejas, de mover el bigote.

—¿Qué has hecho hombre Ernesto?
—Lo mismo de siempre, trabajar —dijo.
—¿Y los niños?
—Están con mi mamá, es mejor que no vengan por acá. Una mujer se le acercó, le metió la mano en la alcancía del pantalón y escogió unas monedas. Sonreía y en la boca se le veía una carnosa amalgama de encías y lengua. Levantó las cejas y se alejó, era su mujer.
—Tomate un tragito —le dije a Ernesto.
—Hombre, ¡cómo no! —dijo, cogió la garrafa de aguardiente, la empinó, y un tímido chorrito se le desvió por el mentón.
—¿Un cigarrillo?
—Claro —dijo.

Le extendí el paquete con un filtro afuera. Con el cigarrillo en la boca se hundió en el otro bolsillo del pantalón y sacó una caja de fósforos, la abrió, tomó un fósforo, pero cortésmente se lo arrebaté y lo encendí. Fumaba a dos manos, pero no había nada de extraño en ello. Lo hacía como un tenista que responde con la raqueta a dos manos, como un malabarista que camina en las manos.

Un hombre se acercó y en broma puso en duda la hombría de Ernesto. Con la dignidad de un inglés anacrónico que abofetea con un guante al impertinente, Ernesto lo escupió en el brazo. Pocos se atrevían a retarlo, era campeón mundial de lanzamiento de escupas. Era difícil acercársele como lo exigen los combates cuerpo a cuerpo. No era boxeador, pero siempre estaba en guardia, moviéndose con ese swing que tienen los cojos. Si algún día se lo hubiera propuesto hubiera sido ¡un fenómeno en el ring!

Mientras Ernesto hablaba con su amigable ofensor, quien era consciente de que las bromas pesadas con Ernesto se dirimían a escupitajos, me miré el cuerpo y pensé en mi rutina: por la mañana yo también me levanté, me restregué los ojos, me bañé, me puse el pantalón, la correa, una camiseta y unos tenis, y más tarde desayuné, sin interrupciones, en el interior de mi apartamento. Me froté las manos, acariciando mis dedos.

—¿Hace cuánto vivís en este barrio, Ernesto?

Cogió de nuevo la garrafa, la inclinó, y otro chorrito se deslizó por su mentón. Miró al cielo.

—Llegué a Barrio Triste, hermano, a la edad de tres años y ya voy a cumplir cincuenta.
—¿Y cómo era todo en esa época?
—El barrio era lo más de bueno, sabroso, oiga. No existía tanta maldad, tanto peligro, no había tanto vicio. En este barrio siempre ha habido talleres y antes pasaba el tranvía por allá por donde queda la avenida del Ferrocarril. Aquí había una ranchería y yo vivía en esos ranchos.

Interrumpió el relato para saludar a otro amigo. Le hizo un quite para acomodarse la pierna de palo y le chocó la mano.

—Oíste, Ernesto, ¿y qué hacías? —le dije.
—Por aquí en Barrio Triste veníamos a recoger chatarra. Al frente de la iglesia quedaba la pasteurizadora San Martín y repartían la leche en coches con caballos. A nosotros nos tocaba llevar los caballos hasta la glorieta de Coca Cola, donde los guardaban, y así nos ganábamos unas moneditas y la leche pa la casa. En ese tiempo hacíamos carros de rodillos y patinetas y a mí me gustaba mucho montármeles a los carros y al tren, y en una de esas ocurrió el accidente.

¡Claro, el accidente! Quería hablar con él para que me contara lo que le había pasado.

—Ocurrió un sábado, hace más de treinta años. Yo tenía diez. Estaba jugando bolas en la esquina con unos amiguitos. El tren paraba al frente de la Macarena para esperar el cambio de carril y de ahí seguía para la estación de Cisneros. Ese día quedó a todo el frente de nosotros un vagón de chatarra. “Vamos a montarnos al tren”, me dijo uno de los niños con los que estaba jugando. Le dije que no, pero todos salieron corriendo. Mi mamá me decía mucho que dejara de montarme al tren. Me quedé jugando con mis canicas, pero otro niño se devolvió, me cogió de la mano y me dijo que nos fuéramos para el tren a jugar un rato. Allá nos pusimos a pasar por los vagones y a brincar.

Ernesto volvió a tomar la garrafa y apuró otro trago, esta vez no dejó escapar ningún chorrito.

—El tren empezó a arrancar. A mí me dio por bajarme por las escalerillas y quedé en el medio de dos vagones. El tren estaba cogiendo velocidad y cuando menos pensé me resbalé y me fui para abajo. La pierna se me enredó y el tren me la partió. Del desespero mandé las manos y ahí también se las llevó. Quedé ahí tirado y me pasaron dieciocho vagones por encima. Estuve más de un año en el hospital. Allá hice la primera comunión. Todos los días iban una monjita y un cura a darnos la misa. Ella me enseñó a coger el lápiz y me decía que hiciera rayitas y así fui cogiendo fuerza en los mochitos. Poco a poco fui progresando y aprendí a escribir. Después salí del hospital y en la casa me tenían que hacer todo, pero como a los trece años mis sentidos se abrieron más y entonces me ponía a mirar cómo las personas manipulaban las manos, y veía cómo se abotonaban la camisa y me encerraba en la pieza y empezaba a practicar con los mochitos.

En Barrio Triste nadie le decía Ernesto, para todo el mundo él era 'El Mocho'. Así de simple, sin lenguaje incluyente. No estaba en “situación” de discapacidad, ni de pobreza, ni de nada. Si acaso un poco en “condición” de alicoramiento. Le faltaban las manos y una pierna, pero siempre tenía un abrazo para sus amigos y una moneda para cualquier mendigo. Un grito interrumpió la conversación.

—¡Mooochooo, mooochooo! Lo necesita su mujer.

Se disculpó, me dijo que luego seguíamos conversando y otra vez sentí esa energía que me subía por los dedos cuando me daba la mano. Esos mochos apretaban. UC

 

Juan Fernando Ospina

 
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