Número 63, marzo 2015

Santa Cruz terminal
Luckas Perro. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 

Esperando, un poco aburridos junto con los perros a la salida de la carnicería. Ellos, velando el guargüero, los huesos que aún quedan manchados de sangre; Pablo y yo, atentos a que don Miguel salga para el otro negocio que tiene más arriba.

Este señor tiene la carnicería más conocida de la zona y su fama llega a muchos lugares, aunque no sé si de un carnicero se puede decir que es famoso, así como los políticos platudos que uno ve en la tele. En todo caso las señoras de por mi casa dicen que al lugar llega gente de Aranjuez, del Centro y de Campo Valdés para surtir sus negocios, hasta de San Javier, me dijo alguna vez la abuela.

A los perros les falta poco. La ansiedad que nos acompaña desde las siete de la mañana se nos siente más a nosotros. Yo los veo ahí, con su mirada de perros, aplastados en el piso, viendo, quizá en blanco y negro, el piso húmedo y los pies de la gente metidos en chanclas y zapatos rotos. Hoy martes no hay mucha gente, pero los domingos a esta hora ya hay una fila que llega hasta la cafetería donde Pablo y yo estamos sentados y siempre está retirada.

Yo no sé este lugar quién lo hizo. Es como una calle muy amplia del tamaño de una cancha de microfútbol, pegadita de la avenida principal, que conecta a Santa Cruz con el Popular Uno en sus partes altas. En el extremo contrario hay dos callecitas pequeñas a cada lado, por donde uno va a dar a Villa del Socorro, y van a los lados porque a todo el frente hay dos graneros que atienden unos manes con cara de marranos, y enseguida, la carnicería. O sea que esto no es cuadrado como una cancha sino que es como una mujer estrechita en la cintura y nalgona de ahí pa abajo.

Voy pensando en todo esto mientras le hago un nuevo mapa a Pablo para que me entienda como es que debemos salir. Él lo mira intrigado, jugando al experto.
—Por detrás es más fácil que nos cojan güevón, y a la hora que queremos hacer la vuelta hay mucha gente mercando —me dice, señalando el cuerpo de la mujer que dibujé; yo le hago un corazoncito por donde va la chimba y este man se emputa.
—¡Dejá de güevoniar marica! ¿Qué hora es ya?

La carnicería cierra temprano. A las diez de la mañana ya no hay nada de solomo, lo único que queda colgado de los ganchos es el tocino más grasoso y menos carnudo, patas secas, mosquitos, y un toque de mañana que parece que fuera la tarde, como esa hora en la que el reloj no se mueve. Adentro eso parece una tumba de indios de las que muestran en la parabólica, o un banco de ahorros volado por guerrilleros a punta de pipetas de gas de esos que salen en el noticiero. ¡Uy sí!, huele a muerto y todo. El piso es de cemento y las baldosas de las paredes y del mesón ya no son blancas sino amarillentas como si tuvieran hepatitis. Cuando no están las voces de las viejitas pidiendo rebaja, ni los gritos de las señoras porque un niño se está metiendo en la fila, solo se escucha ese refrigerador gigante que hay al fondo y eso le da como misterio a la vaina, hace frío y todo, aunque no se sienta el aire. Y don Miguel solito, porque ya Marcelo y Beatriz, los que camellan con él, se han ido. Ahí queda el man, afilando el cuchillo y preparando la carne vieja que mañana va a vender como fresca, apretándola, como a las nalgas de una puta, para que cuando las viejitas la vean en el gancho y le metan sus uñas largas y salga como un juguito, ellas solo sonrían y le digan deme tres libras pero quítemele ese gordo tan feo.

¡Ah juemadre! Don Miguel ahí todo encarretado y el Pablo que llega como cuando ha metido perico y se ha ido a montar cicla —o sea, como entre agitado y fresco... y gato— y le dice que le dé dos y media de mondongo y dos de cerdo, y que rápido que es pal almuerzo, y entonces él se las da y el Pablo se va de espaldas hasta el marco de la puerta, y llego yo y le digo que si compró la libra de copete que le había dicho mi mamá y ¡tan! Nos devolvemos los dos a lo Padrino, boleando rápido y solemnemente bala. Y el carnicero ahí agachadito, escupiendo con sangre sus últimas palabras o sus últimos números —porque lo que tiene es plata— y me le monto por esa rejilla y los tubos de donde cuelga la sangre y cojo el hacha y los ganchos y...
—¡Ey ve!— me interrumpe el Pablo, dañándome la película que ya me estaba haciendo en la cabeza—. Les llegó la hora a esos chandosos.

Los perros lamen los pies de Marcelo, el empleado, que lleva en sus manos dos bolsas negras, dobles y grandes. Él es flaco pero con los músculos rayados y tal. Desde que salió a la puerta de la carnicería, sus ojos bajo la gorra, negra ya de tanta sangre, habían marcado a los perros, sabe que si empiezan a ladrar se van de pateada en la cara porque a don Miguel no le gustan los regueros que hacen los perros cuando se les dan esas bolsas. Don Miguel es bien con los pobres, los fines de semana la gente llega con doscientos, trescientos pesos y él les da buen “güeso” pal caldo, y hasta un toque de pezuña; pero con los perros ni culo, yo creo que prefiere mandar eso pa la comida de su casa que dejársela a estos animalitos.

Y así es, cuando me toque pegarle ese pepazo en la cabeza y cuando lo vea chorreando sangre y moverse en el piso como un cerdo que se estrega la espalda en el chiquero, y así con ese bozo de morsa todo rojo y los labios morados y la piel del color del hueso picado en la piedra y la barriga como gelatina... Cuando todo eso pase, yo me veré como un perro ladrando con la lengua bien larga afuera, con una morisqueta como si fuera a vomitar pero, al contrario, con mucha hambre; un perro que justifica lo que hace porque para matar lo único que se necesitan son razones o estar empepado. A mí me gusta más la primera, yo no sé al Pablo. Yo busco razones en el perro porque es que a veces me da pesar de ese man el carnicero y me pongo todo rosa y veo a su hija como al mediodía, de uniforme, con esas chimbitas de piernas, recién bañada esperando en el control el bus para ir a estudiar, y luego de negro, echándome en la cara su tristeza y de una, así seguido como en las telenovelas, ella, la flaca, yéndome a buscar a la morgue, todo gris, todo, como en una carnicería. ¡Uy no!

Pablo se ríe mientras se toma la segunda gaseosa.

—¡Mirá ese perro marica! Está es que se lambe a ese man —me dice, como si estuviéramos en la casa viendo un partido de fútbol.
—Sisas —le respondo yo pasito, pensando todavía en la flaca.

—Esos animales son inteligentes, ¿si o qué? Ya saben que si ese man llega hasta la caneca... perdieron —sigue Pablo que parece que no solo me hablara a mí y agita el dedo índice contra su cuello. Yo por dentro solo hago fuerza, como en los últimos minutos de lo que ya dije que parecíamos viendo.

¡Gol hijueputa!, digo duro para adentro, aunque es como si Pablo me hubiera escuchado porque emocionado me da un golpe en la espalda.

Una de las bolsas se rompió y en el descuido uno de los perros se fue de dientes contra la otra. Esa bolsa al principio parecía como las operaciones que muestra esa gente en los buses pa pedir plata, pero luego ya todo era rojo y el Marcelo alzó las manos con putería. Y nosotros cagados de la risa sin disimular.

En los quince días que llevamos detrás de don Miguel yo no sé cómo hemos hecho para que la gente no se azare con tanto visaje. Pero miro para los lados y veo muchos manes parecidos a nosotros ahí sentados, con pura pinta de cargadores de papas.

¡Agh!, me cogió la pereza, ya estoy todo maltratado en esta silla plástica. Cuándo será que nos estamos lamiendo nuestras bolsas, y estamos caminando por esa cuadra pa abajo, todos desbaratados de la llenura, buscando perras... Me digo de nuevo para adentro, mirando mi cuerpo, sobándome los brazos para simular una cobija, bostezando, mostrándole los dientes al aire. UC

 

Fotografía: Juan Fernando Ospina


Fotografía: Juan Fernando Ospina
 
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