Número 64, abril 2015

Los bajos del parque
Pascual Gaviria. Fotografía Juan Fernando Ospina

Fotografía Juan Fernando Ospina
 
 

El Parque San Antonio ofrece una tranquilizadora sensación de amplitud. Parado en la mitad de su vasta explanada se obtiene la más grande porción de cielo que puede ofrecer el Centro de la ciudad. Además del resplandor de sus adoquines resalta una fila de palmeras despelucadas, vallenatos a buen volumen y una vista sobre la iglesia con la cúpula más grande de Medellín. Al occidente del parque está la carrera Junín, a la que en ese sector, entre Amador (calle 45) y Bomboná (calle 47), uno podría llamar “los bajos del parque”. Las escaleras que conducen hasta Junín fueron por años una catarata de orines. Los piperos de oficio y los cerveceros de ocasión siguen desfogando contra sus muros, pero la administración del parque ideó unas cunetas que llevan las aguas menores directo a un sumidero. Cierto olor a amoniaco sigue siendo una de las características del lugar.

Los bajos del Parque San Antonio son sobretodo un gran paradero de buses. En toda la cuadra cargan y descargan los de El Poblado, algunos circulares, los que van hacia El Pinal y Llanadas, los que llevan al barrio Boston y a Manrique. Las señoras se bajan y se suben a los buses aferradas a su cartera, mirando a lado y lado, recelosas; aunque también vi a alguna desprevenida luciendo su collar dorado con una gran lágrima perlada en la mitad del pecho. Los hombres caminan con aire desafiante, dejando muy claro que están alertas y que el morral no se los rapa nadie.

Los policías patrullan por el parque y la calle o se paran en las esquinas de los alrededores, pero no caminan por los bajos propiamente dichos. En mis correrías a ese sector que parece decir todo el tiempo “qué se le ofrece”, “qué necesita”, “lo que coja por mil”, solo una vez me topé con dos auxiliares bachilleres caminando, juniniando se podría decir. Parece que esas rondas están encargadas a los hombres de la empresa Galaxia, contratados por la administración del San Antonio. Van vestidos de negro y rojo y caminan en pareja, uno de ellos con el tábano en la mano, a la vista, listo para la descarga contra cosquilleros y escaperos. “Ese cojo que va adelante es muy bravo. Donde coja a una ‘rata’ de esas de por aquí y no llegue la policía, lo recontramata”, me dice doña Gloria, señalando con la boca a un gordo con el logo de Galaxia en la espalda, mientras despacha en su chaza de confites, chucherías y llamadas. Cuando le pregunto por el último atraco que le tocó, piensa durante unos segundos y luego me dice que fue la semana pasada, “a una señora le robaron el celular ahí en un bus.”

Los venteros son la guardia pretoriana de los bajos. Sobre ese tramo de Junín no hay cámaras de seguridad y ellos son la única memoria de atracos, incidentes y garroteras. Un sábado por la tarde conté catorce a lo largo de la calle. Vendedores de chazas menores con chicles y cigarrillos; de carrito de mercado con mecato de paquete, minutos y gaseosa; de freidora de papas y platanitos; de ollas con mazamorra, claro y arroz con leche; y los caminantes de Vive 100 y de maní y chicharrines. Hablando con uno de los vendedores de los módulos asignados por espacio público, donde se venden bolsos, zapatos y bluyines, me enteré del tercer anillo de seguridad, los celadores que caminan cuando ya han pasado los policías y repasado los hombres de Galaxia: “Esos otros son seguridad privada también, por ahí medio reparten un talonario, la sede queda dizque por Cúcuta”, me dice el hombre sentado frente a su almacén plegable. Y aclara que les paga cinco mil semanales por no dejar. La nueva pareja de vigilantes —de otra galaxia— va uniformada también de negro y tiene el mismo paso desganado aunque menos barriga que los guardianes oficiales. “Lo que sí no hay por aquí son cobradores de gorra, esos cobraban por allí como a dos cuadras, pero hace unos meses se mataron entre ellos”, me comenta Jorge, el vendedor del módulo y el más locuaz de mis contertulios en Junín. En medio de la conversación pasa uno de los viejos joyeros del edificio San Roque, saluda y mete la cucharada: “Uno de esos era cliente mío, yo le hice un anillo de oro con el nombre, ahora está en Bellavista. Esos manes se perdieron de por aquí”.

 

De noche todo es más tranquilo en la cuadra. El “segmento de vía” señalado como uno de los 850 puntos más peligrosos de la ciudad, es solo un concurrido lugar de raponeros de celular y esculcadores de cartera. Los robos suceden en medio de los tumultos, cuando la gente se apretuja en un cruce, o en los pasadizos que imponen las obras del tranvía, o frente a la puerta de los buses o en los corrillos de los paraderos. Se roba porque hay contacto, afán, ruido y confusión. Es lo que podríamos llamar “robo por aglomeración”. De modo que en la noche no hay condiciones para el “trabajo”. No quedan más que unos pasajeros prevenidos en exceso, los amigos de la botella en las cataratas, los choferes que toman tinto o comen chorizo y los voceadores de bus.

En la noche solo le roban a los aletargados: “A mí sí me han robado aquí. El año pasado me puse a beber en las escalas y se me llevaron un bolso con catorce celulares y diez termos. Fue un man de la calle”, me dice José, el vendedor con el carrito de mercado más surtido, una especie de granero en miniatura. Al otro día el ladrón se presentó como informante: “Yo sé quién le robó”, le dijo. Jugaba al sapo en Junín mientras ofrecía los celulares a los choferes de bus en la Oriental. José se enteró y lo sacó a patadas. “Los del almacén de deportes del frente le daban el almuerzo todos los días y en diciembre les robó diez balones. Es que esa gente… no, no, no”, remata José con una sonrisa desconsolada. Le pregunto por el último robo que le tocó y me dice que fue al frente de su granero rodante, a una pelada en uno de los buses que van a Llanadas: “Yo le dije desde aquí, ‘cierre la ventana que le van a robar el celular’, y me miró y me respondió, ‘a usté que le importa’. Y se lo robaron.”

La calle tiene una amplia oferta de delicias chocoanas. Canecas con los tamales de arroz arriba en el parque, almuerzos con caldo reparador que asegura el desfallecimiento para la siesta o el fondo para la fiesta, y a la vuelta, al subir por Bomboná, está Palmares del pacífico y otros bares negros, donde el sabor no se demuestra en la olla sino en la pista. Esa ya no es una calle de cargue y descargue sino de parche. También en ese “segmento de vía” me reseñaron un robo reciente: “Ahí queda una oficina de esas donde entregan subsidios del Estado y hace poquito le intentaron robar a un señor que había recibido su plata, al ladrón lo cogieron abajo”, ahora me habla otro vendedor de módulo, éste con ínfulas de detective. Me dice que en ocasiones llama a dos policías por teléfono y les entrega facha y coordenadas de los “gatos”. Cuando los policías llegan, una simple señal de cabeza confirma la información. “Es que esto está es lleno. Yo un sábado he llegado a contar hasta cien gatos”. Andan en grupos de cinco o seis, pueden ser mujeres, jóvenes con pinta bien, “ñarrias con todo el visaje”. Unos estorban, otros distraen, uno golea y otro recibe el paquete y se abre. Un equipo completo, con titulares, suplentes y esquema táctico. “Por aquí trabaja uno tan descarado que duró tres meses con la misma bolsa plástica debajo del brazo. Y mueco y todo. Si ponen policías de civil los cogen a todos en tres semanas”, el detective de caspete me propone fórmulas de éxito contra el hampa, y me da la clave sobre el ambiente de la zona: “Es que por aquí falsifican hasta un naipe, hace poquito una señora compró dos barajas antes de subirse al bus, las abrió apenas se sentó y eran las meras cajas con unas arandelas adentro”.

En mis recorridos por los bajos de San Antonio solo encontré sospechosos y cuentos de raponazo. Iba en busca de identificar riesgos, advertir amenazas, ver algún atraco. Pero lo único que me hizo pensar dos veces una nueva visita fue el piropo que me soltó una señora de cincuenta años en pleno parque. La acompañaba una amiga que llevaba de la mano a una niña de diez años. Me vio venir y me dijo, “ay papi me encantan los hombres así, barbaditos y peluditos”. Las tres se alejaron riéndose hacia las cataratas de los bajos. Fue mi última visita. UC

 

 

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