Número 65, mayo 2015

En la cancha
Paula Camila O. Lema. Fotografías: Sergio González

Me escapo de las manos alegres del barrio que me quieren tocar.
Helí Ramírez

 
 

Uno

Ayer hubo tormenta en Medellín. Una granizada que tuvo como epicentro las comunas 5, 6 y 7, en el noroccidente de la ciudad. A mitad de la tarde del último miércoles de octubre de 2014, un lluvioso ventarrón se convirtió en un traqueteo ensordecedor sobre los tejados, en un rodar de piedras blancas, en un fragor de truenos y relámpagos. Vientos de cien kilómetros por hora derribaron árboles y arrancaron techos. Bolas de hielo del tamaño de canicas agujerearon tejas y se acumularon en los antejardines. Litros de agua se colaron por las grietas y mojaron electrodomésticos, muebles y colchones que ahora descansan en las esquinas a la espera de que el camión de la basura pase a recogerlos, junto a montones de hojas de árboles masticadas por el hielo y la ventisca.

Hoy, a metros de la cancha La Maracaná —barrio La Esperanza, comuna 6—, dos tipos comentan los daños: “En ningún depósito hay tejas, todo el mundo se levantó a arreglar el techo”, dice uno de ellos, Pedro, un tipo en jeans y camiseta que debe rondar los cuarenta.

En esa tienda hubo, hace muchos años, una bananería que proveía a toda la zona cuando doscientos de banano hacían un racimo. En esa esquina nació, hace muchos años, un combo, ‘Los Bananeros’, ahora conformado por quince o veinte pelados, muy jóvenes, medio locos, dañinos, que tienen control absoluto de esa callejuela, según me contaría semanas después Carlos Arcila, vocero de la Mesa de Derechos Humanos del Valle de Aburrá. En esa cuadra es “donde pasa de todo”, dirá luego un vecino; y también que Pedro, a quien se ve caminando por ahí como quien no tiene nada que hacer, es un “pagadiario”: “Él no está enredado con nada pero es un prestamista. Hay muchos. Los fines de semana uno los ve borrachos, botaos, pero no son malos”; amenazan, sí, pero entonces el deudor recurre a las “últimas formas de pago” y le hace visita al prestamista con el televisor a cuestas.

A veces La Esperanza y su cancha salen en las noticias. Cuando, por ejemplo, aparece un cadáver descuartizado, o dos, o tres, como sucedió en septiembre. O cuando hay una masacre como la que ocupó los titulares a mediados de 2012, provocada por una riña entre dos pelaos. “Ellos hacen encuentros de paz, pero no tienen cómo ser amigos porque aparece un culicagaíto que se cree muy duro y caga el tropel”, opina un habitante. “Falta de mando”, diría más tarde un líder, aunque en teoría todos están sujetos al llamado “Pacto del Fusil”, una suerte de tregua entre mandamases.

El comandante de la Policía responsabilizó de la masacre a Los Cachorros, un combo nuevo, conformado por veinte o treinta muchachos que dominan, bajo la influencia de un combo mayor, el otro lado de la cancha. El ataque fue contra Los Bananeros. Además de esos, otros combos –menores y mayores– mantienen feudos en las comunas 5 y 6 y establecen fronteras invisibles que pocos se atreven a franquear. Pero en La Maracaná, epicentro de la actividad del barrio, límite simbólico entre tres comunas, todos parchan, se traban y se emborrachan, juegan parqués o cartas, hacen frijoladas y sancochos.

La Maracaná es más que una cancha. Le llaman —la administración y los líderes cuando toman prestado el discurso de la administración— “Núcleo de vida ciudadana”, porque allí está todo: la cancha, una iglesia, un colegio, dos escuelas, dos jardines infantiles, la biblioteca, un teatro al aire libre, un auditorio, varios salones para la decena de organizaciones sociales —deportivas, artísticas, culturales— que tienen allí su sede, un parque infantil, terrazas, árboles, y una sede comunitaria donde hacen de todo, desde bingos de la iglesia hasta reuniones de los grupos de la tercera edad. También hay un edificio construido en los años ochenta, después del primer proceso de desmovilización que hubo en Medellín —según me diría más tarde un líder—, para una cooperativa de trabajo que habría llegado a ser muy importante si no hubiera conseguido “ladrón propio”, y que ahora mismo están reformando para convertir en subestación de policía. Afuera del inmueble, cubierto temporalmente con tela verde, dice Castilla. Un letrero que lleva ahí cerca de quince años, aunque esto, en rigor, no sea Castilla.

A esa zona en teoría neutral, una noche de julio de 2012, llegaron dos tipos en moto y dispararon indiscriminadamente mientras se jugaba un partido de fútbol. Seis heridos y cinco muertos, entre ellos dos menores de edad. “La alegría de La Esperanza no muere”, tituló un periódico local, y otro ubicó el barrio en la comuna 5, Castilla, aunque la administración de la ciudad establece que pertenece a la comuna 6, Doce de Octubre. Dicen los líderes del barrio, dicen los registros históricos, que La Esperanza es lo que hay entre las carreras 72 y 85 y las calles 96 y 97. En el mapa sectorizado rural del Municipio se pueden ver 54 manzanas, comprendidas entre las carreras 76 y la 72 y las calles 93 y 99. Si uno se descuelga, digamos, por la 96, una de las calles que bajan derecho desde la carrera 80, puede ver, enfrente, las casas y ranchos de la comuna 1, punticos como estrellas en la gran superficie de la montaña, si, digamos, es de noche y el cielo está despejado.

Menos de un mes después de la masacre, tres presuntos responsables fueron detenidos. Y hubo retaliación, claro. “Cuando los cogieron ya sí chillaban. Que ya, que ya. ¿Que ya?”, cuenta Pedro, quien al enterarse de que busco a un conocedor del barrio me manda para donde John, que en este momento debe estar en “la corporación”, a la vuelta.

La corporación queda al lado de un localcito con media docena de máquinas tragaperras, atendido por dos señores peliblancos. Es un salón grande, con grandes columnas, las paredes tapizadas de volantes, fotos de la vida comunitaria, avisos institucionales. En una de las alas de la puerta de vidrio un cartel reza: “Juntos somos MÁS, solos no somos NADA”. “La comuna 6 –dice el Plan de Desarrollo Local Comuna 6 2006-2015– ha sido reconocida por el nivel y trayectoria de organización comunitaria. […] Comparativamente con las demás comunas de la ciudad, se ha identificado en el pasado y en el presente por su vida organizativa”.

Adentro está John, sentado ante un escritorio, chuzografiando, un poco sudoroso: “Papi, ¿usté qué?”, le pregunta a un viejo. “Se me dañaron las tejas de la cocina”, dice el señor. “Papi, deme el teléfono. Deme la dirección, papi”. “A usté qué me le pasó, mami”, le dice a una señora: “Se me rompió un pedazo de la teja íntriga”. Desfilan, uno tras otro, señoras y señores, y John suda, pregunta, y más tarde dice, para todos: “Somos del Comité Local de Emergencias de la Cruz Roja y estamos haciendo reporte de los daños; la Cruz Roja está en el territorio, pero no esperen que la ayuda —tejas, frazadas, colchonetas— llegue ahí mismo”.

John es bajo, macizo, ya no juega fútbol como antes. Su papá, un fabricante de calzado, llegó a Castilla cuando él tenía cuatro años. Ahora tiene 42 y un hijo de 18 más moreno y alto que él. Dice que siempre ha sido empresario: tuvo una fábrica de arepas y otra de zapatos, una miscelánea, una boutique y un bar restaurante, y fue socio de una farmacia. La farmacia quebró, y la boutique la cerró porque tuvo un problema con unos manes: “Por aquí hay unas gonorreas que ea”, dirá más tarde.

John sonríe, es efusivo con conocidos y desconocidos, no deja que se le descargue el celular porque alguien puede necesitarlo. Estudió poco pero sabe hacer cosas. Puede, por ejemplo, armarle un chifonier modular a una vecina medio puta en más o menos tres horas. Hace quince años un amigo de toda la vida lo involucró en el trabajo social, y ya lleva un lustro administrando la corporación.

Como no puede atenderme ahora, me presenta a un tipo al que le dicen ‘Mecato’, treintañero tranquilo con apariencia de muchacho, habitante de toda la vida del barrio. Lo llaman así porque a veces saca una chaza y vende cigarrillos y dulces en “El Muro”, donde parchan los mariguaneros del barrio: “Le vendo las cositas a la cometrapo de toda esta gente”. A Mecato se le mojaron los electrodomésticos, la ropa y el colchón. Ahora mismo su computador cuelga del tendedero. Tiene afán de trabarse, está “caballo” —como le dicen a ese amure—, pero el tipo con el que comparte casa, Mauricio, le propone que primero almuercen. Un almuerzo al que invita la Cruz Roja, en compañía de dos chicas y un señor con uniformes de la Cruz Roja. Cuenta Mecato que los contactaron “porque la policía se metía a atarbaniar los pelaos, dándole pata a todo mundo”; una historia en la que Mauricio, con fechas y horas exactas, se extenderá más tarde. Después de ese primer contacto, la Cruz Roja les ofreció un curso sobre primeros auxilios, que se imparte desde hace dos meses, los sábados por la tarde, en la sede social de La Maracaná, y al que asisten cerca de veinte personas, entre ellas Mecato y Mauricio.

Mauricio también parece un muchacho, pero ya casi alcanza los cuarenta. Tiene la piel cetrina, una cicatriz en el rostro —media luna que rodea el lado izquierdo de su boca—, es delgado pero de músculos afilados. Se mueve afanosamente de aquí para allá mientras gestiona el almuerzo, con una diligencia parecida a la de John. “¿Vos quién sos? ¿Periodista? Yo soy muy preguntón. ¿No trabajás con Q’Hubo?”. No, le digo. “Ah bueno, porque al periodista de las comunas 5, 6 y 7 le dije: ‘Viejo, por amor a Dios, no escriba lo que no es, de buena, porque cuando usté llega acá nos toca hacer que las mismas personas del barrio lo cuiden’. Decirle eso, y al otro día sacar: ‘Tres muertos en La Maracaná’. Se pierden tres personas de un barrio más arriba, a los dos días aparece uno en un colchón, al siguiente aparece uno en un costal y otro dentro de unas bolsas. Los matan a diez cuadras y nos los acomodan aquí”. Después dice: “No nos han presentado: mucho gusto, Mauricio, caravana”. Caravana, me explicaría luego, es un término “canero” (carcelario) que significa “un parcero reparcero”.

En la mesa, además del trío institucional, están otros dos líderes del barrio, Juan y Manuela, esposos. Ellos —Mauricio, Mecato, Juan, Manuela y John— fueron quienes atendieron la emergencia el día del aguacero. Mientras comen chorizo y toman uva, Juan cuenta que hace unos días estuvo en “una capacitación del territorio” a la que asistieron cerca de ochenta personas; les preguntaron dónde vivían: “De los habitantes de La Esperanza, ninguno se anotó en La Esperanza. ¿Dónde se anotaron? ¡En Castilla!”. “Qué bacanería de polémica, qué almuerzo más bacano”, dice Mauricio. Y Juan dice que no sabe qué pasó, que ellos se sabían de Castilla y un día dejaron de serlo: “En mi casa hubo un tiempo que se llamaba Castilla, después La Arboleda, ahora La Esperanza. Yo he vivido en tres barrios en la misma casa, y nadie me cree”. “El ciudadano dice que Castilla es… cualquier parte”, explicaría John más tarde.

Tras el almuerzo, Mecato y Mauricio se dirigen al muro, a un costado de la cancha, donde siempre hay pelaos fumando mariguana y dando de fumar al que no tiene. El muro tiene letreros, mensajes, manos de niños en colores y dos pinturas del Cristo Rey, una escultura de dos metros y medio que es insignia del Picacho, cerro tutelar que da nombre a uno de los barrios del Doce de Octubre, la comuna más densamente poblada de toda la ciudad. Dice Mecato que allí se fuma después de las cinco de la tarde, cuando salen de clase los muchachos de la Institución Educativa Los Comuneros, que está justo detrás. Ahora no hay mucha gente, y en realidad no estamos en el muro, porque llueve —truena, relampaguea— y el techo del costado de la cancha no alcanza a taparlo.

Ya el humo enrojece los ojos cuando un jibarito de ojos verdes y cejas depiladas, delgadísimas, le pregunta a Mauricio: “Usté qué dice, ¿va a caer granizada otra vez?”, y él responde que no. Luego se le acerca una chica en chores. “Qué más mami, ¿vienes de trabajar?”, le pregunta Mauricio. “No, nada, estaba por allá en el Centro comprándome unas chanclitas. ¿Me va a regalar un ploncito?”, dice ella. “Oiga, y por qué no”, dice él, y le rota el porro. Después Mauricio empieza a contar cómo lo encontró el aguacero, y alrededor suyo se va haciendo un corrillo de muchachos, adultos con apariencia de muchachos y un señor canoso al que le dicen ‘Corozo’.

Corozo vive en la esquina de arriba de esta misma manzana, y apenas se entera de lo que pasó ayer. No se dio cuenta de la inundación —él no se inundó—, ni le creyó a Mauricio cuando lo llamó a contarle. “Cuando yo salí, le dije a la mujer: ‘Eh, qué mano’e hielo el que hay en la calle tan berraco, esto parece como en Europa”. Corozo es el representante legal de otra corporación que recién conformaron, y que Mauricio empuja con la ayuda de Mecato —y de John—. A veces Mauricio comienza las historias con un “estábamos-en-elsalón- de-la-justicia”, que no es un espacio concreto sino cualquier lugar donde estén él y Mecato, y John, y a veces una mujer llamada Celina que les ayuda con las tareas administrativas. En las fumas hablaban mucho de crear una organización, y un día Corozo llegó la personería jurídica. “La gente cree que la mariguana no es sino mala, y mentiras, eso no es así”, dice el señor.

Mientras habla, Mauricio sostiene un palo de escoba, “trofeo” del día del aguacero. Le cuenta a los parceros la faena de rescate, el camino que recorrió montado en la película de darle alguna utilidad a lo aprendido con la Cruz Roja. Usa el cuerpo mientras acapara la palabra, provoca risas, mira fijamente para calibrar las reacciones, rasca otro porro.

Unas horas después John se suma al parche, aunque no le gusta fumar en el muro ni en las gradas para evitar el visaje. John es un tipo elocuente y aborda ciertos temas con tono de burócrata, como si fuera la cuestión más seria del mundo. Cuando entra en confianza me pide que apague la grabadora y toca otros temas, con un tono distinto: el trabajo comunitario, las fronteras invisibles, las amenazas. “En los procesos comunales hay dos versiones: la del que está afuera, que dice ‘son unas ratas’, y la del que está adentro, que dice ‘no, es que a la gente nadie la llena’. Yo puedo decir: ‘muchachos, no hay tejas, pero vea, tenga cada uno de a 500 mil’, y mañana están diciendo que yo soy una gonorrea: ‘mínimo le tocó de a un millón por cada uno y se quedó con la plata’. Y así es la vida, y realmente hay muchos que hacen eso. Yo le hago un ejemplo: ayer un güevón todo borracho braviándome, isque: ‘quiubo, qué pasó con las tejas’. Le dije: ‘vea, eso es pa la gente que necesita y usté no necesita’. Porque si yo necesitara una teja no estaba bebiendo, estaba comprando la teja, ¡amén! ¿Sí sabe? ¿Qué están esperando? Que uno les lleve la teja… ¡Puede llorar!”.

John habla con la suficiencia del que sí sabe. Sabe, por ejemplo, que el primer barrio que se asentó en la zona, en los años treinta, fue Pedregal, casi al mismo tiempo que Santander, el más antiguo de la comuna 6, y también que hay centenares de organizaciones, unas de papel, otras de puertas cerradas, otras como ‘La Corpo’. Sabe también que el cambio de vocación de Medellín entraña para ellos, los habitantes de la barriada, más peligros de los que la administración puede darse el lujo de admitir: “¿Adónde vamos a ir a trabajar, güevón? —le pregunta a Mauricio—. Los ricos no se van a preocupar porque ellos la tienen, los que nos vamos a preocupar somos nosotros, que cómo la vamos a conseguir si no hacemos nada que atraiga al turista”.

Tras la fuma, John se despide: “Los voy a dejar, muchachos, porque tengo la corpo abierta y está la chiquiteca”. Afuera de la corpo hay cierta tensión. Se oye murmurar que la gente que reportó los daños en el transcurso de ese día está molesta: pregunta cuándo es que van a llegar las tejas.

Dos

Mauricio compra un porro en la calle de Los Bananeros, en el segundo piso de una casa a cuyas afueras hay un mueble viejo. En el muro hay varios muchachos y adultos con apariencia de muchachos quemando, y un grupo de señores jugando parqués. En la cancha media docena de niños hacen montañas de arena para posar el balón antes de patearlo. Junto a los caspetes suena Me bebí tu recuerdo de Galy Galiano, varios viejos se emborrachan, una mujer y una niña comen empanadas, dos señores fritan chicharrón. En el costado sur un flaco sin camisa prepara el fuego para una frijolada.

De los cables de luz cuelgan tenis y guayos, unos quince pares. “Mami, la memoria, usté sabe. Son de dos muertos, de dos niños que ganaron la Liga Antioqueña el año pasado con un equipo llamado La Esperanza, y de otros parceros que se han tenido que ir”, explica Mauricio. Los muertos, contará luego, son ‘La Vaca’ y ‘Yoyo’. En 2005 los paracos los reclutaron, a ellos y a medio centenar de pelaos del barrio. A La Vaca lo pusieron a mandar y luego lo mandaron a matar. Yoyo está desaparecido.

Mientras circulan cuatro, cinco, seis baretos, dos tipos conversan con Mauricio; el pitbull de uno de ellos, Dányer, da vueltas alrededor. “Entre nosotros tres hay como 35 años de cárcel”, dice él, que tiene seis hijos con tres mujeres diferentes: “Todos mis hijos son hechos en la cárcel”. La mujer que tiene ahora vive en el barrio Doce de Octubre, pero él tuvo un problema y no puede asomar por allá entonces ella le hace “visita conyugal” cada semana. Pero a los hijos los ve poco. “Así yo esté acompañado mi corazón llora porque mis hijos no están acá”, dice.

Mauricio tampoco puede ir al barrio San Martín de Porres (oriente), ni a Castilla (occidente), ni a Pedregal (norte), ni a Kennedy ni a Francisco Antonio Zea (sur). A casi 450 mil metros cuadrados, que es lo que mide La Esperanza, se reduce el terreno por el que puede moverse libremente.

Hace cerca de tres meses Mauricio tuvo un problema con la policía, a propósito de la decisión de poner allí la subestación de policía. Mauricio es cauto, evita los detalles, pero se sabe que la tomba lo cogió a “tabanazos” — descargas de taser—, y se comenta que enseñó su foto en los barrios aledaños y por eso no puede moverse; que los acusaron, a él, a John y a los demás, de ser “puros Bacrim”. Aunque las fronteras, dice Carlos Arcila, no son solo para los muchachos que están metidos en vueltas, y a los de los combos les gusta que ahí esté la policía. “Mami, ¿sabés que debiéramos decir nosotros cuando llega la policía si fuéramos bien civilizados? ‘Eh, qué chimba, viene la policía a protegernos’. Pero esa gonorrea no viene sino a darnos palo, entonces suerte pirobos”, dice Mauricio.

Mauricio, criado en la comuna 6, fue un gran futbolista, y el fútbol lo llevó a jugar a Chile en tercera división. Allá tuvo un accidente automovilístico, y desde entonces lleva como recuerdo una “varilla de titanio” y una larga cicatriz en el muslo izquierdo, al lado de otra más pequeña causada por un disparo de fusil. Después Mauricio pasó por el Ejército, se salió porque no le gustó, leyó “libros antiguos” y se “desengañó del sistema”.

Entonces conoció el crimen. Pagó cárcel dos veces, diez años y medio en total. Robó, fletió, voltió, quién sabe qué más cosas hizo. Y tuvo dinero: 2.224 millones de pesos que guardaba bajo la cama en bolsas plásticas y cada cinco días contaba, hasta que lo agarró la policía y lo encanó por segunda vez. Mientras cuenta todo eso, con detalles más o menos inverosímiles que sin embargo nunca contradice, señala uno de los señores que juegan parqués y dice: “Si yo tuve plata, ese señor tuvo muchísima más. Los pobres no sabemos tener dinero. Se la bebió por la nariz...”.

Ahora Mauricio está listo para desandar los pasos del día de la granizada. “Usté no me ha hecho una pregunta: ¿Por qué John y yo nos la llevamos tan bien si él de izquierda y yo de ultraderecha? Porque se necesitan una mano derecha y una izquierda”, dice mientras recorre el costado de la Biblioteca La Esperanza. De ultraderecha, dice, y también uribista, porque le dio casa a la mamá, a la hermana, y subsidió a sus hijos durante ocho años. “Porque permitió que después de haber sido delincuente me formara como líder”. Porque antes, cuando ese señor era presidente, no había barreras invisibles: “¿Sabe por qué? Porque es mejor que la vuelta la lleve un solo bandido que muchos de diferentes lados”.

 
Fotografías: Sergio González

Fotografías: Sergio González

Fotografías: Sergio González

Fotografías: Sergio González

Fotografías: Sergio González

Fotografías: Sergio González

El día del aguacero algo lo empujó hacia la biblioteca. Ocupó un computador, se puso los audífonos, empezó a chatear con un parcero. En la biblioteca y los salones, a esa hora de la tarde, había niños, adultos, ancianos. Lo sacó de la vuelta una profe: “¡Nos estamos inundando!”. En el curso de primeros auxilios le habían enseñado que lo primero era contar: siete niños, tres adultos. Se asomó a la puerta y vio que el agua bajaba a toda velocidad. No alcanzaba a entrarse, pero enfrente, en una especie de sótano donde funcionan los salones del Inder, escuchó gritos. Allí había otros siete niños, con el agua hasta el pecho, que rescató con ayuda del palo de escoba. Luego impartió instrucciones: levantar los cables del piso, subir los libros de los estantes más bajos, llamar al 123 hasta hacer colapsar las líneas. Luego salió y las pepas de granizo lo descalabraron. “Miro así, cuando esas casas de afuera llenas de hielo; mejor dicho, no faltaba sino un trineo con cuatro burros mijo, de buena”, había contado antes, en el muro.

Mientras camina por el costado occidental de la biblioteca, me enseña un agujero que abrieron en la pared de uno de los salones para sacar el agua, “cosa que estuvo mal hecha porque por ahí cabe un ladrón”. Con el palo de escoba liberó la barrera de hojas que se había formado al lado de la cancha inundada, y luego esparció la alerta entre vecinos: “Les dije: ‘muchachos, nos estamos ahogando en la biblioteca’. Cuando vuelvo y miro, ya no hay nadie, todo el mundo se puso entrampao. Y el negrito —o sea él, que a veces habla de sí mismo en tercera persona— siguió en la suya”. Preguntó en todas partes si había víctimas. Encontró tres señoras sentadas en la sala de una casa, paralizadas y con el agua a la altura de las rodillas, y les ordenó calentar aguapanela o chocolate. Vio que la casa de un vecino estaba sin techo y empezó a gritar, porque se le ocurrió que eso era lo que había que hacer, “yo soy del Comité Barrial de Emergencia, pinpunpinpún, vamos a escribir los daños y a pasar reporte”. Bajó por la 94 removiendo desechos con el palo, levantó del piso las motos que el agua había arrastrado. Se percató de que el propietario del billar se había cortado una mano y lo mandó al centro de salud en una moto, vio el negocio de pollo cubierto de hielo y pidió prestada una pala para despejarlo.

Le dijeron luego que en la quebrada estaba todo jodido. “Pero usté responde por mí porque usté sabe que nosotros no podemos bajar hasta allá”, le explicó al tipo que subió a buscarlo, y el tipo le dijo que él respondía.

Ahora, tarde de un domingo frío pero levemente soleado, nadie responde y el recorrido se trunca. Pero Mauricio sabe que en la corpo hay una periodista de un medio local, con un asistente y un camarógrafo, y que Manuela y Juan sí tienen permiso. Entonces despliega un operativo, con la dosis perfecta de amabilidad y adulación, para poder desplazarse con ellos: “Venga, vamos a encaravananos con esa gente, que Juan ya tiene permiso pa bajar allá. Tan bobo el negro, ¿cierto mami?”, dice, y se ríe.

“Allá” es la carrera 73 entre las calles 93 y 92b, a tres cuadras de la cancha —sector La Arboleda, límite entre los barrios La Esperanza y Alfonso López—. En la calle, a un lado de la quebrada La Cantera, hay una fiesta. Hula-hulas, una golosa, una pista jabonosa, una piscina de pelotas en la que una multitud de infantes chapucea. Los duros del barrio hacen fiesta cada 31 de octubre, por el día del niño, pero el viernes la lluvia no dio chance y por eso la fiesta es hoy. “Parce, vea, a pesar de todo la gente con ánimos de vivir”, comenta Mauricio mientras se mueve, afanosamente, de aquí para allá.

Al otro lado de La Cantera, en un pequeño callejón con una veintena de casas, el camarógrafo graba un tercer piso sin techo, mientras en el reducido espacio entre las casas y la canalización media docena de niñas con tiaras y vestiditos esponjosos corretean. También hay piñata: el cumpleaños de la nieta de don Rafael, habitante del barrio. Nicol Dayana, se llama la niña, que ajusta cuatro años envuelta en un vestido blanco de florecitas azules, enfrente de la marca de agua que dejó la inundación.

Tres calamidades atendió Mauricio cuando asomó por acá. La primera, una mujer embarazada de 22 semanas que se quejaba de dolor en el vientre mientras sonreía, sentada en el único reducto seco de su diminuto apartamento, un cuarto piso al que se accede por unas escaleras estrechas. Se le quemó el televisor, se le mojó casi todo menos su cama y la de su niño de tres años, que corretea por la calle mientras ella, sentada en la acera de una casa, cuenta que solo fue un bajón de presión y que la dueña de la casa ya le mandó a arreglar el techo, gracias a Dios. En la entrada de la casa hay varios muchachos y de vez en cuando asoma un pastor alemán altivo y arrogante, propiedad de uno de ellos. Ahí, dirá Mauricio más tarde, está el tipo que da los permisos.

La segunda calamidad la cuenta ahora ante la cámara un señor de cabello blanco y ojos verdes y vidriosos. Dice que está viviendo con la hermana en una piecita, unas cuadras más arriba, porque casa ya no tiene. Cuando llegó Mauricio, ni él ni su hermana estaban, pero llegaron a tiempo de verlo abrir la puerta con una barra, la nevera salir nadando, adentro el televisor y “qué montón de vueltas” flotando, y el piso de concreto levantado. Ahora el camarógrafo entra al pequeño apartamento, un sótano con el suelo convertido en un pantanero y olor a aguas residuales. “Las únicas personas que yo vi llorando fue esa gente”, dice Mauricio.

La tercera fue la pareja de viejos. Al lado de la quebrada hay una casita. Si no fuera por el olor a cañada, casi parecería de cuento, oculta entre plantas florecidas, árboles y helechos. Ese día, cuando pudo abrir la puerta, vio salir “toda esa agua a lo película o a lo calicatura. Cuando yo pillé una viejita acostada en la cama, con el agua aquí a la mitad, y el viejito en una sillita, dándole gracias al señor. Ellos ya estaban encomendándose al cucho, mijo. Y vamos es pa afuera, y se pega esa cuchita a la cama, y el viejito coge el tabrete. No se querían salir. Y no van a salir. Les metimos dos psicólogas y una enfermera: no se van a salir”. María del Carmen tiene 87 años y Lázaro 88.

La periodista frunce la nariz mientras se dirige a la casa de los viejos por una senda llena de barro y desechos plásticos. Cuando abren la puerta, colgada por la inundación, asoma una señora de pelo entrecano que se niega a dar la mano porque la tiene mojada del ajetreo en la cocina. Adentro huele a humedad, un olor ácido y penetrante. A unos pasos de la sala hay un cuarto con un catre y un colchón que les dio un vecino —envuelto en plástico—, y en la entrada un perro muy pequeño amarrado. Se llama Minutos, pero María quiere cambiarle el nombre: “Le voy a poner es Paqué. Y el apellido: Peligro. Va y muerde a uno, es un peligro”, dice, y Mauricio se carcajea. Luego cuenta que fueron a convencerlos de abandonar la casa: “Sí, vinieron muchos. Que saliéramos de aquí, que era mejor estar en otra parte, muchos consejos. Pero señorita, no… Yo ime de donde murió mi mamá, mucho dolor… Que me hubiera quedao, como se dice, debajo de un árbol, pero si hay un rinconcito, yo me quedo por ahí”.

Quiero conversar más con ellos, pero Mauricio coge afán, dice “nos vamos” en un tono inapelable. Por qué, pregunto. “Sino que los muchachos ya nos dijeron… Usté tiene que tener presente que siempre es permiso...”. Afuera, don Rafael cuenta que los viejos llevan ahí más de cuarenta años, que no es cierto que ahí haya muerto la mamá de doña María, que le compraron el terreno a una señora. Que tuvieron dos hijos, que a “todos dos” los mataron.

Ya nos vamos, pero antes “los muchachos” nos dan “el refrigerio”, gaseosa y un perro más bien reseco. Cuando terminamos de comer, un tipo, el duro, le dice a Mauricio “con confianza, con confianza parcero, si quiere más, diga”, y Juan le agradece: “Mi Dios le pague y qué pena”. Más tarde, Mauricio me cuenta que conoció a ese duro en Bellavista, y que ahí, mientras la periodista hacía su nota y él daba vueltas afanosamente, lo reconoció por la cicatriz.

Tres

A mitad de la tarde del último miércoles de octubre de 2014 granizó en las comunas 5 y 6. El agua bajó por calles y canales, arrastró hojas y desperdicios, se acumuló en resquicios y llegó hasta la seis-ocho, como le dicen a la carrera 68 –barrio Castilla, comuna 5–, calle estrecha, franqueada por carros, siempre llena de gente, que ahora llaman bulevar. Convertida en un torrente oscuro, el agua inundó Ciudad Frecuencia, una organización comunitaria, ensayadero, estudio de grabación, teatro, sede cultural de esa Castilla, la comuna, tan diferente al Doce de Octubre aunque esté al lado. “Hay muchas formas de hacer los procesos —había dicho antes John—, y abajo se hacen de manera cultural y acá se hacen de manera política”. Castilla, dicen, es música; y Ciudad Frecuencia, la organización que más apoya la escena musical de toda la Zona 2, donde hay cuatro festivales.

Hoy, 15 de noviembre, el festival de la 6 cumple diez años, y para festejarlos hay un gran concierto en el Parque Juanes de La Paz, sobre la carrera 65. A la entrada hay que pagar cuatro mil pesos, no tanto para sufragar los gastos de producción como para solidarizarse con Ciudad Frecuencia. Los Toreros Muertos cierran la programación del primer día.

Antes estuve en La Esperanza. A Mauricio le gustan Los Toreros Muertos pero no puede bajar. A los parceros que comparten porro con Mauricio les gustan los Toreros Muertos pero no pueden bajar. Mecato es el único que me acompaña. El festival, dice una valla al lado del escenario, pretende unir a las comunas 5 y 6 a través de la música. Ahora son las nueve de la noche, más o menos, y Mecato y yo escuchamos a Desadaptadoz, legendario grupo de punk de Castilla, el barrio. Caliche, baterista, agita las baquetas mientras canta. Y en mitad de la canción, como es costumbre, se da tiempo para una cantinela. Para decir, palabras más o menos, que aunque haya festival esta ciudad está cada vez más fragmentada. UC

 
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