Número 66, junio 2015

EDITORIAL
Escribir con bisturí

Editorial

 
 
 

La más reciente condena de la justicia colombiana por injuria, única según recuerdan los memoriosos de los juzgados, se hizo pública en julio del año pasado. Salió de un comentario suelto. En el foro digital de El País de Cali se agitó un pleito con más señas privadas que públicas. Gonzalo Hernán López, un lector con llagas y agallas, escribió un comentario contra Gloria Lucía Escalante, gerente de la Federación Nacional de Departamentos, con la que había compartido noticias en balances pasados. La trataba apenas de “rata” y de “ladrona” pero con matices. La Corte Suprema avaló la condena a dieciséis meses de cárcel y nueve millones de multa que emitieron los jueces de primera y segunda instancia. En el lenguaje clásico respaldaron el castigo legítimo contra el daño a la honra, incrementado por la “torre de babel de las redes”; el encomillado es nuestro.

Cada cuatro meses surge un pleito más entre ofendidos de palabra y honra. Y comienza el inútil duelo de los juzgados, paja para la prensa, aire para los lectores y un reflector para los políticos. Siempre es más un sainete de baranda que otra cosa. Pero puede aparecer la muestra de lo peligrosos y desproporcionados que son esos dos artículos del código penal.

Hace unos días Juan Esteban Mejía asistió a una audiencia de imputación por el delito de injuria. El denunciante no es ni un político ni un abogado ni un periodista, porque la máscara del timador es variada y creciente. Carlos Alberto Ramos Corena es el nombre del médico que denunció a Juan Esteban Mejía. Uno de esos médicos que comienzan de cosmetólogos y terminan de carniceros. Mejía escribió para la revista Semana un artículo publicado en 2011 donde se reseñaban los juicios por casos médicos que Ramos Corena afronta en Estados Unidos. Uno incluye a una mujer colombiana que murió luego de pasar por la cirugía del médico en general. Luego del artículo llamaron las pacientes colombianas a decir que habían salido peor de lo que entraron.

El doctor, ofendido, con la cara arrugada, demandó por un agregado de los editores de Semana que afirmaba que no era médico titulado. La revista guardó prudente silencio y el periodista, ahora exempleado de la revista, debió cargar con la culpa por su firma. Medellín se ha convertido en un quirófano por habilidades y afinidades. Siempre vale la pena que los médicos que ejercen en el límite sutil entre maquillaje y cirugía sufran un escrutinio estricto de la prensa y los jueces, como el que deben afrontar políticos y funcionarios públicos.

El artículo es una alerta para miles de personas enganchadas por el prestigio de la ciudad como un destino firme para el quirófano milagroso. Y el periodista hizo su trabajo con juicio y rigor. En este caso la amenaza viene de un médico con prácticas dudosas y muchos pacientes con reclamos. Y parece secundada por los fiscales, a los que les faltaron preguntas y contexto. Pero el peor aviso fue el de la revista, que en un primer momento rehuyó toda responsabilidad. Le importaban más las páginas de la acusación que las propias. A última hora, luego del ruido que les corresponde a los medios, Semana se comprometió a asumir su culpa y a rectificar lo que corresponde. Ojalá reiteren los riesgos que implica un médico regado en Facebook con credenciales mentirosas. El código penal, los fiscales y las reglas corporativas de los medios pueden terminar amparados bajo un mismo código. En ese caso los únicos que pierden son los periodistas que hacen su trabajo y los pacientes débiles frente al espejo. En UC promovemos la libertad de los reporteros, la maledicencia de los redactores y la responsabilidad del ‘antro de redacción’. Respondemos en especie. UC

 
 
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