Número 67, julio 2015

 
 
Guía de cine
Víctor Bustamante. Ilustración: Camila López

 
Cine y Cenizas



Víctor Bustamante
Medellín: Cine y Cenizas.
Editorial Babel
Medellín, 2014.
 

Curioso lector de periódicos, merodeo, vago, escruto, leo los titulares de la primera plana, luego husmeo en cada página como si caminara por las calles. Si paso una página, es como doblar una esquina que me conduce a una calle desconocida. En ellas el discurrir de la ciudad no solo es su diario personal, sino que termina como el trasegar de un día fijado en la tinta y en el papel principal de los chismes políticos, como si esos ambiguos padres civiles merecieran la alabanza o el reproche.

Leo en la página social los minutos de reconocimiento de quienes pagan por cumplir años, o los que son reconocidos por morir y por ahí merodean los obituarios. Recalo en las notas sobre fiestas de quinces y otros cumpleaños donde nunca seré invitado, o averiguo chismes de la página de deportes, pero sobre todo me demoro en la página de noticias internacionales donde descansa mi sed por lo lejano. Vago en los clasificados con sus magras ofertas de empleos, con sus ofrecimientos de autos de segunda y con el alquiler de casas y apartamentos. Me sorprende una nota, con una pequeña fotografía, donde Ignacio Molina ofrece sus servicios para enseñar a bailar a los tiesos de cuerpo y corazón. Así que tenga presente: “Bailar es una necesidad social”. Pero sobre todo, hojear y ojear la página judicial, lugar de curiosidad y miedo, siempre vuelvo a ella: ahí se mide el nivel de maldad, de perversión de nuestros contemporáneos. Me filtro allí para averiguar y comprobar cómo todo anda tan mal como antes. Síntesis de que el mundo será el mismo en la misma plana cada día. Olvidaba decir que me detenía unos momentos cuando observaba algún reinado de belleza, uno de esos miles de reinados que ocurrían en algunos pueblos. Y no solo captaba la candidata local en vestido de baño sino que algo averiguaba del municipio que representaba.

Viajero inmóvil, esperaba desde temprano la llegada del diario. Al regresar de la escuela debía leer el periódico en la tarde. Alguna vez decidí llevar un catálogo por países y recortar una a una las noticias hasta que fue imposible continuar con ese deseo de convertirme en coleccionista. Cajas y cajas de cartón catalogadas con personajes y noticias. Además las fotos de los jugadores del DIM llenaron mi cuarto. Una noche, a punto de irme a dormir, supe que mi valioso archivo desapareció de mi cuarto. A mi regreso lo encontré tan limpio y tan decente que me sentí incómodo, sin el rastro de mis actividades, en el más perfecto orden que es el desorden personal. Cada libro, cada hoja de apuntes, cada lapicero, poseían su lugar específico, si lo cambiaban de sitio quedaba como extraviado en mi propio hábitat. Para las llaves tenía un truco: les silbaba y de una me contestaban con una alarma antipérdida. Cuando arreglaban mi pieza quedaba con el orden de quien lo había arreglado, por lo que debería esperar unos días hasta que se materializaba el viejo orden: mi desorden.

El cuarto gira en torno a su dueño, los objetos gravitan con mi presencia. Al hallarlo limpio es, era como si habitara otro lugar. No como el caso extremo de Beethoven quien, al salir, sus amigos entraban por la buhardilla y arreglaban su cuarto para que el músico genial y desordenado quedara más genial y más organizado y comenzara a estar doblemente ordenado.

El cuarto es algo así como una cápsula de viaje para navegar en el silencio, en la música o en el virus inoculado de la literatura y de la soledad conquistada. Si reconstruimos la escena del crimen con peritos, legalistas y fotógrafos encontraremos periódicos y libros en los lugares más frecuentados: junto al baño, junto al lavamanos, sobre todo bajo la cama a la espera de mi análisis y mis recortes para ese archivo imposible de mantener actualizado. Esos periódicos: El Colombiano, El Tiempo, El Correo y El Espectador me entregaban el calor y el color de la ciudad: su vida. Claro que el más próximo era El Colombiano, aunque no ha dejado ese catolicismo ultramontano de los años cuarenta. Al merodear en él me paseaba, aunque en pequeñas dosis, por las calles, por las vitrinas, por las tabernas y las discotecas, por los bajos fondos y por la actividad cardinal del día, su dinamismo cultural, que también es curiosidad: la página de cine que me entregaba el programa de los teatros con el decurso de cada película. Esta programación me concedía otra ciudad, ampliaba su frontera. No bastaban los hechos reales, los reemplazaba lo irreal, el cine y su noche de sombras. No solo esta página atiborrada de anuncios con películas me ofrecía la posibilidad de asistir a algún teatro, sino que sus películas me conectaban con lo que ocurría otras latitudes: era una manera de viajar desde la inmovilidad de una butaca en completa oscuridad.

Existe una ciudad con un color muy específico: la ciudad nocturna con sombras y tinieblas artificiales. El explorador necesita la brújula para no perderse en un territorio desconocido; el capitán de un barco, su bitácora para indicar su ruta; el solitario, su diario personal donde anota las conversaciones que nunca realiza, los planes y sus utopías; pero también allí se desahoga. Parece una paradoja, la ruta del día la define la página de cine de los diarios, bitácora citadina. También miraba una sección en los lugares menos previsibles. Unas veces cerca de los clasificados, otras en la parte baja de la sección social o en la página roja. Paso las páginas, eterno lector de periódicos, y encuentro el anzuelo perfecto, el espejismo ideal: una pequeña columna sin autor:

La clasificación moral de las películas

Malas
(Prohibidas para todo católico)
Las casadas engañan de cuatro a seis
Cuando las colegialas pecan

Desaconsejables
(Ofrecen serios peligros morales)
Demasiado y muy pronto

Reservas morales
(Mayores de edad)
Ciudad desnuda

Adultos
(17 años en adelante)
Flecha Rota, Romeo y Julieta

Adolescentes
(13 años en adelante)
Simbad y la princesa

Todos
(10 años en adelante)
Pelota de trapo y El pequeño ruiseñor

Ilustración: Camila López

 

Este tipo de películas, denominadas desaconsejables, me parecían un acierto para que, desde las páginas de ese periódico, se guiara la moral pública y ayudara a que este mundo y esta mentalidad no torciera hacia el “vicio”, a lo irredento de la “perversión”. Claro que, viéndolo bien, eran las que deseaba ver.

No quería ver Simbad y la princesa. Necesitaba emociones más fuertes, no cuentos con moraleja: educarme sentimentalmente con algo más que consejos. Necesitaba conocer la vida, que en este momento era nada menos que entrar a cine para mayores. La curiosidad es el deseo que arrecia, la curiosidad es la utopía que es necesario mantener a flote para saberme vivo. “La curiosidad mató al gato”, dice un adagio popular; ademán que lleva a ser atrevido: mirar donde no se puede mirar, husmear, mejor, meter las narices; pero esa curiosidad es la única manera de conocer, de calmar la sed, el hambre. En este caso, mi caso, la persona que buscamos.

Lo prohibido llama la atención; siempre me llamaba la atención. Era necesario saber la causa de la prohibición. Por estos pagos simplemente se ignoraba una película: no se presentaba o se la mutilaba de tal manera que era mejor no verla. Esa censura era una lejana y pálida copia de ese funesto código Hays, que llevó a la Liga de Decencia Americana a obligar para que a Robin le arreglaran la portañuela del traje ya que se le marcaba mucho el sexo; a que las revistas pornográficas regresaran a tiempos de romanos: que afeitaran los pubis angelicales y costosos de sus reinas de la pornografía con pinceles, cuando prohibieron mostrar cualquier tipo de bellos vellos. Fue fácil, como no existía el afeitólogo contaban con un antecedente: Botticelli debió pintar la rubia cabellera de Venus sobre la entrepierna para que no se viera el vello púbico prohibido desde la Roma imperial. Más tarde vendría el retocador de retratos que con su pincel fino, no sé si de pelo de marta, le quedaba fácil desvanecer los vellos de la bella como también los musulmanes que por mandato del Corán adquirieron la costumbre de afeitarse el vello de los sobacos y del pubis.

En los departamentos de efectos especiales podían jugar con espejos para dar la impresión de gran tamaño, como en el caso del gorila más glamuroso: King Kong. En King Kong apenas habían canalizado esa experiencia para retocar esos pubis tanto angelicales como maduros, como si se dijera: fuera los vellos de las bellas de la pantalla o para decirlo en otro idioma: vellos go home; o vellos de las bellas come here. Claro que para gustos personales había, en cantidad, pubis angelicales dignos de una Lolita, afeitados a lo Mario Barakus, el tipo patilla, el de estilo nido, el de la uvé, el de forma de corazón, el de un puntico de vellos solo en la primera parte de la abertura. A los muy barbados: Fidel Castro, le decían en esa jerga popular, en alguna zona donde la guerrilla tenía mucha influencia. Pero en secreto nada le veía de grato a esos pubis tersos vistos en las pinturas como La maja desnuda que deja ver su escaso vello.

Las dos familias salen de paseo a los baños de La Negra en una de esas salidas con el padrino fotógrafo Joaquín Hernández, su esposa y los primos, sus hijos, y mis padres y mis hermanos con el propósito de probar sus automóviles con los que solo viajaban a Medellín.

La Negra tenía fama como lugar de pescadores y de veraneo. Cerca, en sus orillas, había varias carpas de lona que son como la parte civil de las tiendas de campaña: paseo de personas que venían de Medellín donde la gente cercana, nosotros, molestábamos. En realidad molestaba que ambos padres miraran tanto a las bañistas que vestían bikini, esa versión primaria de la tanga.

Como doña Celina no quería que don Joaquín se quedara allí, y nadie la seguía, ordenó: "Es mejor que nos vamos para el otro lado de la carretera, al charco del puente, este está profundo y los muchachos de pronto se ahogan". Como esa indirecta era para don Joaquín, fuimos privándonos de mirar a esas muchachas con sus amigos que se magreaban y se reían seguro como aún se ríen de sus afectos y de la mentira que dijeron para salir de paseo.

Doña Celina se había cambiado su ropa recatada por un vestido de baño entero, azul marino, por más señas, Catalina, el vestido de las reinas, pero ella nunca fue reina, salvo en ese lugar anónimo: el hogar. Ese era el vestido de las reinas de belleza en Cartagena, esos del pez volador en la boca de la manga izquierda. Los muchachos, es decir, los primos y las primas, mis hermanas, se arrojaban al agua que ahorcaba sus rodillas porque ese charco de La Negra en la mitad, como todos los charcos, son traicioneros, tienen remolinos ocultos, sargazos en el lecho que halan a los bañistas, cavernas oscuras que succionan también a los bañistas y un pantano que sepulta a los bañistas. Doña Celina, con su vestido azul marino, tenía un detalle, y ahí estaba el detalle, se le salían los pelos por las bocas del vestido. Podría decir, con admiración: ¡Ah tiempos aquellos!, pero no tenía tiempo para derramar lágrimas sino para mirar estos vellos o pendejos. Se veían charros y churros, sublimes, entre su carne blanca y blanda. Eran una revelación, mi revelación. Debía aceptarlos así, negros, ensortijados y gruesos, saliendo al aire libre de esa tarde que aún se iniciaba: ella como si nada y yo como si todo. Madre diciendo que me vaya a jugar con los muchachos, a chapotear en el agua. Ni por el diablo quería perderme ese espectáculo inusitado, pues sabía que esa parte oculta se hacía más oculta por el follaje de los pelos.

Leonel regresó corriendo y gritando. Nada más conmovedor que un niño asustado. Había ocurrido lo impensable, don Joaquín, fotógrafo, nunca de ocasión, había sido descubierto por una de las paseantes que al vestirse en ese vestier verde: detrás de un árbol, Eva al desnudo, lo sorprendió en una pequeña colina espiándola con un telescopio. Y Leonel decía y le gritaba: “¡Están insultando a mi papá: viejo marica, si quiere ver viejas, mírelas de frente!”. La mujer en su corola de la tarde, doña Celina, habla con mi padre y recrimina a su esposo, y luego hacen el almuerzo en ollas y con leña como si nada y nada que obedezco, pues en esta tarde, nunca gris sino luminosa, caí en cuenta que allí también existían los pelos, vellos, pendejos. Maldición eterna a esa curiosidad por los pelos o como se llamen que eran, que son, fueron, serán causa de ruptura. La mujer fue detrás de un árbol y regresó con los pelos ocultos y se acabó la tarde y debí irme a jugar con los muchachos, pendiente de que esos pelos salieran otra vez de ese lugar, su lugar. Esa era otra forma de censura, que ella fuera a arreglarse los pelos, y dejarme con tantas preguntas en la punta de la lengua.

Me preguntaba si todos los pelos conducen a Roma, cuando al regreso doña Celina preguntó: “¿Dónde está Joaco?”. Palabra que le decía Joaco. Así a secas: Joaco. Y de una mandó al mayor, a Leonel, a que buscara a su papá. Su papá había regresado al charco de carretera para mirar las bañistas y chapotear lleno de gozo junto a ellas. A lo mejor suponía que los pelos, pendejos, de doña Celina, nos entretuvieran un buen rato. Cierto, don Joaquín, se convirtió en una suerte de héroe. No solo era un enamorado empedernido, amigo de padre en aventuras de fundar periódicos, poetas, y fotógrafo él, sino el dueño del misterio de revelar las fotos: quien tenía el archivo, es decir la memoria de nosotros, habitantes del pueblo. De una parte dejaba ver el otro rostro de las personas mayores que también tienen malicia, es decir no son tan serios, sino que ocultan a los niños su mundo. Don Joaquín proyectaba las películas de 16 milímetros, en el zaguán, a un costado de su cacharrería, a los invitados a la primera comunión de cada uno de sus hijos. Eran las películas sobre un corredor de autos. Iluso lo busqué varias veces, varios días para mi foto de primera comunión que demoró unos seis meses.

Vuelvo a la página del cine de El Colombiano, miro los anuncios del Sinfonía, del Bolivia, del Guadalupe con cine pornográfico; sociedad decadente que comercia con el cuerpo de la mujer, que la vuelve no un ser sagrado sino un objeto público, me decía, en el colmo de mi crítica: así nunca serán libres, nunca mostrarán ese aspecto materno, bello, de quien da a luz. Sociedad decadente que solo piensa en la mujer como objeto de deseo. Esas eran mis diatribas de un cineasta desprogramado que no quería mirar películas pornográficas sino buen cine que tuviera enseñanzas, moralejas, que fuera culto o, en caso contrario, cine de terror o películas de vaqueros. Era el colmo que dieran ese tipo de cine morboso, lúbrico, lujurioso.

Claro que venció la curiosidad. Si por la boca muere el pez por los ojos muere el señor de la mirada y se extravía el vago del cine. Iba por un teatro en medio de una fosca noche, hubiera escrito Dante, si hubieran inventado el cine en su época y obvio que él también hubiera asistido. ¿Sí o no? ¿Quién muere por los ojos? ¿El lince? Hablo de un animal que no conozco por el tacto sino visualmente: en láminas. Venció mi curiosidad espoleada, disfrazada por el deseo. Allá iría en la tarde.

No quería saber nada de Pelota de trapo, la película sobre fútbol en blanco y negro, ya que existían esos dulces y sonoros y luminosos títulos que eran una provocación y una invitación: Las casadas engañan de cuatro a seis, que daba la impresión de ser algo soberbiamente lujurioso. Esas sí eran las aconsejables. Existía el inconveniente mayor: no me permitían entrar, por lo que resolví seguir leyendo el diario. Mejor busqué las aventuras, las travesuras de esos gánsteres locales: el Mono Trejos, Toñilas, el Pote Zapata, Petra Moneo y Ramón Cachaco, quienes merecían titulares en los diarios debido a sus asaltos a joyerías y bancos.

Luego esa página se hizo más inflexible. Malas: Problemas amorosos de tres colegiales; Adultos: Julia, El boxeador espiritista; Adolescentes: Led Zeppelin, Lo que el viento se llevó, Bilitis; Todos: El niño biónico, Tarzán, Hércules contra Roma. Publicidad indirecta. Lo prohibido empezaba a llamarme la atención. Eran las primeras películas que iría a ver, luego seguía la recomendación de las películas para adultos, adolescentes y niños. Estaba jarto de El conejo de la suerte en la tele. Quería acción y para ello debía arriesgarme.

En los teatros se puede entrar a soñar despierto toda clase de sueños colectivos que nunca interpretó Freud, el de las sombras luminosas del cine, porque Medellín no solo es un lema: "La ciudad de la eterna primavera", sino que es la ciudad de las sombras eternas en los teatros, del cual el espectador de cine se apropia. Si en el teatro griego los actores escondían el rostro detrás de sus máscaras, los otros teatros no tienen sino una máscara total: su noche perenne para esculpir y esconder el rostro de los cinéfagos. UC

 
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