Número 67, julio 2015

Sufrir una erección en un funeral
Roberto Palacio. Ilustración: Cachorro

 
Ilustración: Cachorro
 

No pensé que el lapso de una vida fuese suficiente para ver nacer una tradición china. Pero una nueva ha llegado a la vida, y tan rápido que por poco no nos damos cuenta. Por alguna razón que escapa a la comprensión —como sucede en toda tradición respetable—, los chinos acaban de decidir que la mejor manera de despedir a sus muertos es con show de desnudistas. No se trata de ninguna figura poética, ni de una dicción de mal gusto; entre los chinos se ha convertido en moda llevar bailarinas nudistas a los entierros para asegurar la suerte del occiso en el más allá. ¿De qué diablos estoy hablando? Responde con seriedad el medio noticioso Salon.com: “En abril de 2015, el Ministerio de Cultura de China emitió un comunicado anunciando una persecución policial a las apariciones de desnudistas en funerales, costumbre que el gobierno ha estado tratando de erradicar por algún tiempo. De acuerdo con el Wall Street Journal, a las desnudistas por lo general se les contrata con el propósito de atraer a más gente a los sepelios con el fin de aumentar la buena fortuna del occiso en el más allá”.

Como con tantos inventos occidentales, Oriente ha tomado a la estríper y la ha llevado a una potencia insospechada. La estrategia, hay que admitirlo, se nos escapó. Nosotros limitamos la esfera de acción de la danzarina exótica al bar para adultos; la asociamos al sucio sentimiento del deseo lascivo. Los chinos no vieron esa contención: la bailarina brinda felicidad, sea donde sea. Incluso en el más allá. Vaya uno a saber por qué no se le había ocurrido a la Iglesia católica en los vastos subterfugios en donde los católicos pierden la fe o asisten a misa roñosos por la resaca; a los senadores en las bancadas del Senado; a los jueces en los estrados en donde el reo decide ser ausente: ¡llevemos una maldita desnudista!, cénit del gancho, cúspide del atractivo, atavío de la libertad para hacer aquello que uno en realidad no quiere hacer y asistir a donde uno no quiere asistir.

Sigue Salon: “Fotos de un funeral en Handan en la provincia norteña de Hebei en marzo del 2015 mostraban a una bailarina mientras se removía el sostén ante una muchedumbre de parientes y niños de la familia”.

Ahora se las ve merodeando por las casas funerarias proponiendo su espectáculo. Pero el gobierno no sabe cómo quitarse de encima esta libertad. Es obvio que las mujeres son las primeras en defender sus recién adquiridos derechos. Con hasta veinte presentaciones al mes, a un promedio de 320 dólares la despedida de cadáver, unos dos mil yuanes, la muerte se ha convertido en un negocio picante y rentable.

 

Es curiosa la costumbre, su hipóstasis, su desmesura. El dinero no es la única fuente de perplejidad. Si en Norteamérica se ponen de moda las alitas de pollo, el resto del mundo consumirá de pavo creyendo que con ello es más libre. Vivimos en un mundo donde todo puede hacerse a mayor medida, pero nunca a menor escala. Por el sutil arte de la sutileza hay que cantar un réquiem especialmente pudoroso porque descansa sin paz. Hace mucho tiempo cuando mi madre me explicó que en algunos funerales contrataban personas para llorar se me hizo incomprensible… ahora esto es como regresar al punto cero. Porque entre todas las cosas del mundo que se le pudieran a uno ocurrir para dejar descender sobre la morada del amado el descanso final, mariachis, celulares encendidos… entre todas las que se pueden asociar el ocaso final, una estriptisera tiene que ser la más inadecuada.

La muerte de David Carradine, cuando sucumbió masturbándose amarrado del cuello en el armario de un hotel en Bangkok, ya había sugerido una colusión insospechada entre el kung-fu de la China milenaria y el sexo sucio. Pero se trataba de Carradine… no sospechamos que llegaría hasta el chino promedio, el buen abuelo Wei, el occiso, el hombre que sonreía como el mismo Buda y cuyo vientre colgaba de manera semejante a un puente de bambú. No solo se piense en el abuelo, considérese la suerte del pequeño Feng quien por primera vez ve una teta en el funeral del abuelo que le enseñó a jugar mah-jong. El mundo contemporáneo es un rompecabezas caprichoso en el que las piezas se pueden poner juntas, pero la imagen resultante siempre carecerá de sentido. ¿Cómo diablos este acto desmedido lo ha purificado o le ha dado paz al difunto? Las preguntas proliferan y se vuelven complejas: ¿es correcto desarrollar lentamente una erección en un funeral?, ¿a la bailarina exótica la viuda ha de ofrecerle comida luego de la función?

Una cosa es cierta: las autoridades han atribuido el fenómeno a la occidentalización de China en las últimas décadas, y quizá tengan razón. Lo que nunca sospechamos es hasta qué punto el precio de esa conversión era la extravagancia. Porque en un mundo que recién descubre el plástico, las sitcom y ahora el sexo cerrero, el nuevo reto no solo es lograr que estas cosas hagan parte de la fórmula de la felicidad, sino —como para el resto de nosotros que ya contábamos con desnudistas—, saber qué diablos es lo que nos hace felices. UC

 
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