Número 69, septiembre 2015

Un diccionario de postales citadinas que hará parte de El libro de los barrios, un proyecto de la Secretaría de Cultura Ciudadana en coedición con Universo Centro. Aquí algunas letras.
 

ABCbarrio
Fernando Mora Meléndez. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
 
 
Barbacoas

Desde que se pasó a vivir sola a este sótano, para hacer sus esculturas, muchas veces se ha entretenido mirando los pies que pasan por los ventanucos que traen la luz de esa calle. La imagen le recuerda una película que vio hace años en el Teatro Libia. Son los pasos que pasan, a veces cojitrancos, de ancianos bebedores de alcohol Alhelí; son tacones de las puticas que regresan a dormir en las pensiones, o de algún travesti ultrajado que apreta su cartera con un Pielroja hecho trizas: nada para quemar el tiempo.

Y aparte de unas cuantas partidas, precipitadas por algún cuchillo o una bala perdida, también recuerda esa mañana de domingo en la que cerraron la calle; nadie podía entrar ni salir. No era por allanamiento o las requisas de rutina. Era el papa Wojtyla que venía a dar misa en la catedral.
 

Domingo

Hace rato que las ciudades de hierro dejaron de venir a la ciudad. Eran tan frecuentes como los circos. Instalaban enormes ruedas de Chicago, pistas de carros chocones, licuadoras para emborrachar a los niños. Olía a crispeta y a algodón de azúcar. Sonaban disparos de rifles de aire que apuntaban a las liebres de madera. Hoy domingo lo común es ver un Nissan viejo que trae remolcado un carrusel hasta el parque del barrio. Un hombre forzudo, de overol verde y dulceabrigo, pone a girar el redondel con los caballos. Vuelta tras vuelta, a puro músculo, el hombre va imprimiéndole más ritmo a eso que en España llaman el tiovivo.

Un papá divorciado ha venido a darle el paseo al chiquito que vive con la madre. Se toman una foto chupando cono antes de devolverlo a su casa para que haga las tareas. “Ojalá no se olvide de mí”, piensa el papá, ya solo, en el taxi de regreso.
 

Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
El Rincón

Belén Rincón parecía otro pueblo de montaña, con plaza central, iglesia y cantina. Había casas de obreros, tejares y pequeñas fábricas de arepas. Algunos muchachos también servían como caddies en el club El Rodeo. Eran célebres los collares de arepas para coronar al bufón de turno, a la reina de la cuadra, al ciclista campeón. De los barrancos bermejos las máquinas raspaban hasta el último terrón de arcilla para hacer tejas y ladrillos. En una de aquellas labores hallaron los restos de un saurio prehistórico. Vinieron sabios de la capital y armaron el esqueleto, lo miraron por todos lados, se lo llevaron para que otros, más sabios que ellos, también lo miraran. No se supo más de él, como si se hubiera extinguido por segunda vez.

En Semana Santa ponían en escena la pasión de Cristo con actores del lugar. Uno de ellos era un mono alto y trigueño, de ojos zarcos. Decían que se parecía mucho a Enrique Rambal, el actor de El mártir del calvario. El muchacho se cansó de hacer de Cristo cada año y se largó. Ya le habían levantado cuentos maliciosos con el cura que lo llevaba a dar vueltas en su campero.

El Rincón tenía un calor local, cierta nostalgia campesina, irrecuperable, como las canciones de Carlos Vieco, que después se han trocado en músicas más calientes, o en el traqueteo de un changón, de cuando en cuando.
 

Hasta ese día

Antes de que cruzara por allí la Regional, todo eso eran mangas. La gente del barrio sabía que en esos rastrojos se escondían parejas a hacer el amor. Mi mamá cosía. Por una ventana vigilaba que no entráramos a esos predios.

Pero mis amigos iban de tanto en tanto para traer la noticia: que fulanito de tal entró a culiar con una muchacha, que los habían visto con esos ojitos…

Mi madre Constanza solo pensaba en sacarnos adelante, en mandarnos a la escuela, en llevarnos algún día bien lejos de ese inquilinato.

Papá venía cada mes con un costal de mercado y un sobre. Era un señor alto, de sombrero, bien plantado. Había sido soldado profesional y ahora era oficinista del ejército. Otras veces no venía, pero mamá nos decía con una risita: “Me voy a encontrar con su papá en el centro”. Tal vez iban a alguna pensión a pasar el rato…Yo qué sé. En todo caso siempre rondaba la frase: “Espere que venga su papá en estos días, tal vez su papá se lo compre…”.

Cuando el hombre del sombrero venía era una buena señal. Íbamos al Caravana a comprar ropa, o al Tía. Hasta ese día cuando mamá colgó el teléfono y se largó a llorar. “¿Ahora quién nos va a ayudar?”. Bañada en lágrimas.

Después de estudiar Derecho, parece que el hombre de sombrero vendió unos lotes sin papeles. Por eso lo mataron.
Esa es la versión. La vida siguió igual en esa vecindad. Uno se levantaba con los gritos desde alguna ventana: “¡Me robaron los calzoncillos del alambre!”, “¡Ya no está el jabón!”, o el grito de un malevo que llamaba al marica de la cuadra, uno al que solo le gustaban los mecánicos. Esa era la música de todos los días. Así crecí siendo un niño huraño, malencarado. Me quedaba pensando en el borde de la tapia. Lo único que me gustaba era ir al Cementerio Universal a tumbar mangos, unos que nadie cogía dizque porque eran mangos de muerto. A mí me sabían igual.
De todos modos, no lo niego, yo era un niño raro.
 

Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
Kiosco

Una mujer me puso la mano cuando iba por la avenida de Greiff. Tenía una maraña por pelo y casi no se le veían los ojos. Se subió al puesto de atrás y me pidió que la llevara hacia la avenida del Ferrocarril porque íbamos a recoger a su hermano. Cuatro cuadras después pasamos frente a un taller y alcancé a ver al tipo que, según ella, era su hermano. Reconocí su rostro de inmediato, un ladrón de carros. Uno que anda estas calles sabe quiénes entran y salen de la cárcel.
—Yo aquí no paro —le dije, y más adelante le pedí que se bajara.

Tuve que acudir a la única palabra que me sale en estos casos. Puse cara de matasiete—. Ya sé lo que usted quiere hacer con su hermanito, hágame el favor y se baja ya.

Parece que la actuación fue buena porque la mujer no dijo ni mú. Se bajó más sumisa que una monja. Seguí hacia Barrio Triste, al kiosco de siempre. Pedí un aguardiente doble. Respiré profundo.


Fotografías: Juan Fernando Ospina

 

 
Fotografías: Juan Fernando Ospina


Lovaina

A las dos de la madrugada, mientras Jason aspira el acre aroma del bazuco, veo a una niña, arrodillada en un taburete, aún con el uniforme de colegio; hace sus tareas en la mesa, debajo de la nube densa. Su padre, un flaco esmirriado con bigote cantinflesco, es un jíbaro al que le gusta compartir la mercancía con su cliente. Repasa una y otra vez el surullo para que carbure en la llama de una vela, antes de darle a probar de nuevo a Jason. La madre a su vez da vueltas por ahí, dictándole a la niña las posibles respuestas, aunque trastabilla también, entre un plon y otro: ¿las abejas son animales invertebrados, arácnidos, plantígrados?, ¿ninguna de las anteriores? El padre le pide a la niña que se vaya a dormir, pero la mujer rechista:
—¡Vea este bobo tan pendejo! ¿Por qué va a acostar ya a la niña si está haciendo la tarea?
La madre le pide a Jason una ayudita con el deber escolar, entonces él se acerca por detrás para mirar el cuaderno, aspira su cigarro envenenado como si fuera el último.
—Yo creo que la abeja es invertebrada, dice.
Al fondo suena gangosa una canción de Ismael Rivera.


Llave

Desde el balcón miraba la lluvia que empezaba a repicar, sin saber lo que iba a darles a mis hijos al otro día. ¿Cómo iba a mandarlos vacíos para el colegio? Tuve deseos de gritar las palabras más sucias, las mismas que me salen cuando me paso de aguardientes; pero lo que salió fue un susurro: ¡Virgen del Carmen, favorecenos! Lo grité en silencio. Y tal vez estaba cayendo ya un lapo de agua porque me demoré en oír que tocaban la puerta. Me asomé por el ojo de vidrio y vi el rostro de una vecina rechoncha que cargaba la estatua pequeña de la Virgen. Siempre he rogado a la madre de Dios que no se me aparezca porque qué miedo un infarto... La vecina estaba toda empapada a pesar de la sombrilla.

—¿Quiere que le deje a la Virgen esta noche? —me dijo—. Usted reza el rosario, le echa alguna moneda y mañana se la entrega a la vecina del frente. Es una cadena de oración que estamos haciendo.
—Sí, claro —le contesté. La vecina no quiso pasar. Cuando subí las escaleras de dos en dos, escuché el retintín de las monedas que había en el pedestal de la imagen. La llevé a mi cuarto, busqué unas pinzas de uñas y me puse a pescar por la ranura. Saqué también algunos billetes, poquitos. La Virgen apenas me miraba, me sentí culpable, sucia, por robarle de ese modo a la madre de Dios. Cuando escampó fui a la tienda, traje panela, arepas y quesito.

Unos dos meses más tarde, en confesión, casi no le cuento al padre la blasfemia. Me sorprendí con su reacción:
—¿Cómo así doña Margot? Eso no fue pecado sino milagro: ¡usted le pidió a María para sus hijos, y ella se lo dio!
 

Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
Picacho

Desde ningún lugar de la ciudad el ojo puede solazarse con tanta plenitud como de estas alturas. Quien contempla es el soberano señor de las miradas, el que está por encima de todos. Los muchachos fuman marihuana debajo del Cristo con los brazos abiertos. Ya no miran la ciudad, se enconchan en sus miedos, rumian sus odios, repiten sus gracias. No quieren ver a nadie ni que nadie los vea, me dice la funcionaria, que anota los nombres de todo aquel que sube al cerro:
—Mona, no, a mí no me anote ahí que después es pa ficharme y echarme cana, yo no.

Andan con pantalones cortos, mochos les dicen aquí, demasiado anchos, como los de los boxeadores de los setenta. Sus cachuchas también son excesivas, de viseras rectas que los hacen ver bobalicones. Pero no lo son. Llevan uno que otro tatuaje, collares, algún escapulario. Miran rayado. Las peladas son iguales que ellos. A veces suben y se esconden entre los pinos de más abajo a hacer sus cositas. El aire huele a sietecueros, a hierbas frescas, es templado y tan puro como un cubo de hielo. Desde aquí se ven los colegios a los que ellos no van, los parqueaderos de los buses donde pagan extorsión, las calles empinadas con casuchas de techos de zinc que espejean con los últimos rayos de la tarde. Abajo las monstruosas construcciones de vivienda horizontal, donde se arruma a la gente en escaparates de concreto. Parece que a este valle no le cabe un alma más. Y aquí, justo al lado, el latifundio de un mafioso, heredero del legendario clan de unos hermanos. Duerme solo en un caserón, como algunas gentes de El Poblado y Envigado que viven en casaquintas.

Un velo lechoso cubre este “valle de los perros mudos”. La mujer dice que a veces no puede subir porque las guerras se recrudecen. Los combos andan calientes por un motivo extra. “El que me la hace, la paga”, dicen estos niños que pasaron algunos meses en el reformatorio, los que defienden a muerte su cuadra; una que conocen como nada, y donde han visto más mundo que cualquier agente viajero.
 

Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
Walkie-talkie

Siempre hay una primera vez. A mí me quitaron un reloj en un puente. “Dámelo si no quieres un pepazo”, me dijo un sardino con ojos volados. A una novia le robaron un reloj frente al Chagualo. Y qué tal esa viejita de la cuadra a la que unos gamines le jalaron dos bolsas del Éxito en las que llevaba cosas podridas de la nevera y demás basuras del fin de semana. Al hermano de Pipe le robaron un jeep Willys, muy conservado, mientras daba la primera vuelta; el primer y último carro que tuvo la familia. Pobre de mi primo al que le quitaron un walkie-talkie la mañana del 25 de diciembre, mientras todos los tíos dormían la fuma de ayer. “¿Y ahora qué voy a hacer con un solo walkie-talkie?”, me decía. “Llamá —le dije—, de pronto te contestan”. Pero esto a nadie le dio risa. Tal vez porque hace días también al abuelo suyo le robaron algo. Salió a dar una vuelta por Laureles, con otro nieto, cuando unos tipos se acercaron. El viejo iba a sacar la billetera pero no le pararon bolas. Iban por su pequeño tanque de oxígeno, de esos que tienen ruedas. Siempre hay una primera vez.
 

Xiomara

Muchas veces he vuelto a llamar a ese consultorio donde Xiomara contestaba. De nuevo me dicen que no tienen noticias suyas, que ella no volvió por allí. Iba cada viernes a recogerla para dar una vuelta por Las Palmas, a tardiar por el Estadio, o tal vez para entrar en algún hostal de parejas con jacuzzi y colchón de agua. A veces solo íbamos a bailar salsa en el Centro o a ver una película. Como vivía en Santo Domingo, la cogía la noche y le daba miedo irse tan tarde. Prefería quedarse conmigo en el apartamento que yo compartía con un compañero de oficina. Sus últimas palabras podría reconstruirlas una por una:
—Tienes dos opciones —me dijo—, irte a vivir conmigo o dejar que me vaya para Aruba.
—¿Aruba? ¿Y qué vas a hacer en Aruba?
—Vos lo sabés, las mujeres no tenemos más que un cuarto de hora, y yo tengo que aprovechar el mío.

Siempre esquivé los compromisos, no entendía una vida de casado, quería seguir libando mi soltería. Por eso no atendí el pedido que ella me hizo. Después de que colgó pensé que era un truco barato para engrupirme. Pero no fue así. Nunca la volví a ver, no aparece en Facebook, no sé nada. Sueño con viajar a esa isla y buscarla. Tal vez siga allí, no lo sé. Ahora también soy una isla.UC

 

 

blog comments powered by Disqus
Ingresar