Número 69, septiembre 2015

Domingo en familia
Andrés Burgos. Ilustración: Titania Mejía

Ilustración: Titania Mejía

Gilberto viene a la casa de César, que antes fue la suya, que antes fue la de todos. Antes de que se muriera la madre. Golpea la puerta y le abre César, que se parece a él pero gordo. Un viejo frente a un espejo que lo infla. Las cejas tupidas y la nariz aguileña anuncian un carácter hosco que sustenta César pero no Gilberto. Gilberto siempre ha tendido a la dulzura y a la personalidad apocada.

No se dicen más que quiubo para saludarse. César le entrega las llaves del garaje y el carro para que vaya alistando todo mientras él llama a Berta, que ya debe estar lista. Berta, a pesar de tener las mismas cejas y la misma nariz, no luce hosca. La alivianan los párpados con maquillaje púrpura. También las canas almibaradas en una tintura que hace lucir su pelo, corto y esponjado, como un algodón de azúcar cuando lo toca la luz. Pero, principalmente, a Berta la suaviza el brillo juguetón de la fragilidad mental. La sonrisa pueril. Siempre cuidó a la madre y la madre la cuidó a ella. Por eso le dejó la mitad de la casa que antes fue de todos y que ahora es solamente de César y de ella. Por eso no se marchó. Por eso nadie consideró la posibilidad de que se marchara. Ahora cuida a César en lo que César no puede cuidar de sí mismo y César cuida de ella en todo lo demás.

Cuando César y Berta salen de la casa, Gilberto ya ha estacionado el carro afuera y ha cerrado el garaje. Ahí termina su liderazgo al volante. Le devuelve las llaves a César, quien después de revisar que no le haya rayado las latas en la maniobra, toma posesión del asiento del conductor. Gilberto se acomoda a su lado y Berta va atrás. César pone de nuevo el motor en marcha y el Chevrolet Monza modelo 88 despierta con un brío que evidencia su magnífica salud. Tiene más de veinticinco años de uso, cincuenta menos que la vivienda, y hace lustros que solo abandona el garaje cada dos semanas. Parece destinado a durar para siempre. Como los electrodomésticos que funcionan con el ritmo y la condiciones de otros tiempos en la casa de César. De César y Berta. Que antes fue la casa de todos.

Ruedan calle abajo flanqueados por caserones amplios y viejos que aún no resultan atractivos para ningún constructor de edificios. El sol de la tarde, racionado por los guayacanes, palmotea las latas del Monza. César va al volante y Gilberto le da indicaciones con el tacto de quien amontona huevos en una canasta. Es él quien le dice que gire a la izquierda, que marque la parada en el cruce, que tome el carril de la derecha. No importa que la ruta sea siempre la misma. Si hay un vacío en las instrucciones, César se asusta y lo reprende exigiendo certezas. Es Gilberto quien le indica que se detenga en la próxima esquina, donde los está esperando Oliva.

Las cejas tupidas y la nariz aguileña de Oliva sí dan cuenta de su hosquedad. Y se quedan cortas en la caracterización. Sería más parecida a Berta si sus canas gruesas como alambres no le cayeran lacias sobre los hombros. Se sube al carro sin saludar y clava la mirada al frente, hacia el punto de fuga en el recorrido que les falta. El cupo está completo. Los hombres adelante, las mujeres atrás. Es difícil decir quién es mayor que quién. Gilberto indica el próximo giro y parten hacia el oriente con una lentitud desesperante.

Oliva vive con Gilberto y podría haberlo acompañado hasta la casa que antes fue de todos y ahora es solamente de César y Berta. Pero ella juró que no volvería a poner un pie allí.

 

Y al parecer su determinación incluía muchos metros a la redonda porque ni se acercó de nuevo a la esquina. Cuando César le hizo una oferta por su parte de la casa, después de la muerte de la madre, ella estalló en ira. Leyó en la intención de compra inimaginables humillaciones y planes maquiavélicos para echarlos a la calle. Se los enumeró a César, quien estalló en ira también. Al final de una pelea monumental, Oliva le dijo que le diera su dinero y el de Gilberto y bien podía quedarse con la casa si era lo que tanto deseaba. A Gilberto nadie le preguntó su opinión al respecto y terminó yéndose a vivir con ella a una casa más pequeña a dos cuadras de esta que ya no es de él ni de Oliva sino de César y Berta.

Cuando llegan al cementerio, la única voz que se ha escuchado es la de Gilberto. Izquierda, derecha, despacio, cuidado. Si acaso hubo algún comentario suelto de Berta acerca de algo que vio por la ventana y al que nadie le prestó atención. Compran unas flores que elige Oliva y paga César. Después caminan hasta la bóveda que acoge a la tumba de la madre. Gilberto le recibe las flores secas a Berta, quien se queda arreglando un ramo con las nuevas. Ella es la primera que llora con un gemidito fácil, suave. Lo hace con la misma naturalidad con la que sus días saltan entre la consciencia y el delirio. Gilberto se contagia y la releva frente a la lápida cuando ella se va a dar una vuelta. Él llora como pidiendo perdón. Todo lo hace como si pidiera perdón por su existencia. Entretanto, a un par de metros entre él y al doble entre sí, Oliva y César lo miran sin mirarse.

A su turno, César se inclina sobre la lápida y empieza un monólogo gutural que nadie entiende, palabras ahogadas que se resquebrajan a medida que avanza. Cuando está a punto de ceder el dique que contiene sus lágrimas, se incorpora con un gesto orgulloso y se retira varias zancadas a fumar un cigarrillo de espaldas a los demás. Queda el camino libre para que Oliva caiga en sus rodillas y se desborde en un plañido carente de pudor. Sus lamentos alcanzan los corredores aledaños, pasillos con vocación de laberinto.

Una vez saciados, todos se quedan en silencio. Miran el cuadro de mármol como si estuvieran frente a la pantalla opaca de un televisor apagado. Cuando una sombra parte la lápida y divide el nombre de la madre grabado en la piedra, emprenden la retirada. Antes de llegar a un portal enrejado que reparte dos hileras de cipreses, César habla a la nada hablándoles a los demás. Haciendo con su mano un alero innecesario sobre sus cejas, comenta el grado infernal de calor. Los otros asienten y comentan algo parecido, redundante o complementario, da igual. Es en lo único en que se permiten mostrarse de acuerdo hace años.

Sentados en fila en unos escalones, como solía acomodarlos la madre cuando eran niños, comen salpicón. Ven a la gente pasar. Los que viven aquí y los que viven allá, en este instante todos acá. Berta recolecta los vasos plásticos cuando están vacíos, los deposita en una caneca cercana y se suben al Monza. César ejecuta las instrucciones que Gilberto repite sin mayores variaciones pero en sentido contrario. De regreso al barrio, ya la luz está tan débil que se frena completamente en las copas de los árboles. Dejan a Oliva en la esquina donde se subió. Gilberto continúa hasta la casa que antes era suya también pero que ahora es solamente de César y Berta. Todavía le falta guardar el carro en el garaje, donde hibernará hasta dentro de dos semanas. Dos semanas en la que permanecerán unos aquí y otros allá. UC

 
blog comments powered by Disqus
Ingresar