Número 69, septiembre 2015

Las cuerdas bajan calzones
María Isabel Naranjo. Fotografías: Andrés Ríos


 
 

El sexo es cosa seria, los cuerpos materia inflamable y el deseo, combustible de lanzallamas.

Helen Torres

 
Fotografías: Andrés Ríos
 

El cuerpo de ella, atado con un traje de nudos rojos, gravita sobre un pequeño escenario de leds que se ve desde la calle. Su brazo derecho tatuado con escamas se extiende hacia el piso. Sus enormes caderas amarradas buscan una posición de descanso. Sus senos constreñidos por las cuerdas, como si los halaran de las punticas, se riegan sobre su pecho. Su rostro extasiado cuelga del cuello estirado. Susy ve todo al revés.

Ve al revés al instructor, pelo cano, ojos pequeños, saltones, lúbricos, cuando se para en jarras, pies abiertos, se quita la camisa y dice “de cucho no tengo sino el pelo porque de resto… vea”, y exhibe su pecho hinchado, sus brazos fornidos y su espalda amplia. Todo recién afeitado. Cuando termina de decir la frase sus manos grandes, con palmas ásperas, vuelven a los nudos para asegurar el anclaje de pies que acaba de hacerle a ella.

Hace cuatro horas, cuando apenas llegábamos al taller de bondage, Susy dijo sin pena que era su primera vez. También era la primera vez de su novio, Norman, y ahí está parado, con el torso anudado con un lazo de veinte metros de fibra de yute, mirando cómo a Susy le cuelga ese pelito mono y rosado de su cabeza.

“Se desnudó solita y le vi las cicatrices”, dice la canción que se escucha en el salón de paredes altas, separadas por un tronco de madera que soporta el techo inclinado y el peso de las cuerdas que sostienen el cuerpo. Así, solita, cuando el shibari estuvo ajustado a su cintura pequeña, y los nudos tocaban ese huequito donde se articulan las clavículas con el esternón, y ese punto donde parecen tocarse la columna vertebral y el páncreas, la zona de la pelvis donde se conectan los nervios, se fue quitando la blusa, primero, los brasieres negros con encaje, después.

A las ocho de la noche los nudos que intentábamos hacer siguiendo las indicaciones de Gozo Vital parecían un taller de boy scouts en el que aprendíamos a armar arneses para bajar en rapel la piedra de El Peñol. Pero la desnudez de Susy debajo de las cuerdas rojas ha cambiado el sabor de la cerveza, más dulce, ha variado la música, más sensual, y yo no sé si ahora debo quitarme la camisa y sentir como ella la mirada lasciva de Norman y las cámaras con sus flashes sobre mis teticas.

***

Desde hace un mes, el segundo piso de una sex shop en toda la avenida 80 se convirtió en una sala de teatro erótico, un bar con mesas sobre las que hay libros de dramaturgia del porno y literatura erótica y una galería de curación de arte BDSM (bondage, disciplina y dominación, sumisión y sadismo, y masoquismo). Un espacio para experimentar, aprender, leer y hablar del sexo sin tabú.

Hoy es martes de bondage. Llego con un taxista que me pregunta si a esa hora, siete de la noche, tengo cita para comer en Mario Bross. La cita es al lado, sin comida, respondo, y le pago la carrera. El viejo me mira intrigado. Yo entro por primera vez, digna, a una tienda de sexo.

Me reciben dos caras sonrientes con uniforme de la tienda y me indican el camino. La blancura del primer piso con paredes cubiertas de consoladores, vaginas de látex, lencería y vitrinas con aceites lubricantes y pastillas de viagra contrasta con las escaleras negras que conducen a la segunda planta. Están tapizadas con una felpa vinotinto y rodeadas por una pared forrada con una mujer de cuatro metros, semidesnuda, tocándose la boca. Al final de las escaleras hay una pared roja con un letrero: “Sala Sentidos”, y un sofá victoriano.

Sobre el sofá rojo hay todo tipo de sogas, de fibras naturales de yute, cáñamo y fique y sintéticas de polipropileno y nylon. Hay cortas y largas, con calibres de seis a doce milímetros, entorchadas, rugosas, lisas, verdes, rojas, cafés... Atadas todas, unas sobre otras, dispuestas para el taller.

A la derecha, alrededor de una mesa, un hombre de unos cincuenta años y con el pelo alborotado conversa con dos pelados, Andrés y Daniel, de 20 y 27, socios mayoritarios. “¡Gozo!”, digo pasito, y él se voltea con los ojos brillantes, la barba blanca de dos meses que le ha nacido en la cara, los brazos abiertos, y dice como si me conociera:
—Te estábamos esperando, Maariii. Me abraza.

Separa un par de sillas de una mesa y las arrima a otra donde hay un cuarentón tomando una cerveza. Con la mano le hace señas a una parejita de treintañeros, con chaquetas de Polo Acuático Medellín 87, para que vengan.
—Empecemos por presentarnos — dice Gozo.

Mira al hombre de cuarenta que todavía toma una cerveza, dándole la palabra.
—Me llamo Sergio, soy bogotano pero vivo acá hace cinco años. Profesor de química. Tuve una pareja sado y con ella descubrí la sensación de estar atado.

Parece un hombre solitario, es medio calvo, tiene una sonrisa tierna, y más tarde se dará cuenta de que tiene manos torpes para los amarres.
Gozo mira con una sonrisa a la pareja estrella.

—Yo soy Norman —y no dice más.
No lo necesita. Es un ejemplar vikingo subacuático con músculos que se marcan sin prepotencia cuando hace fuerza con las cuerdas.

—Norman es un amigo de hace años —interrumpe el silencio Gozo—, un nadador que era flaquito y miren, ya es un putas como entrenador de waterpolo.
Norman se ríe y mira a su novia.
—Yo soy Susana y… —sonríe— estoy acá porque tengo curiosidad

Cuando se quite la chaqueta dejará ver el dragón tatuado que tiene en la espalda, los brazos largos fortalecidos por las telas; el vientre firme y las caderas duras de tanto hacer maromas en los tubos de pool dance.
—¿Y tú? —me mira curioso.
—¿Yo? —pensé un rato—. Vine a escribir —y saqué del bolso mi pluma y mi libreta.
—Pero si estás acá es porque alguna piquiñita tenés por ahí —dice Gozo con un gesto malicioso que me sonroja.

***

“Soy instructor de alta montaña y durante treinta años fui competidor de alto rendimiento de rugby subacuático. Siempre he sido muy sexual. Siempre he sido muy lascivo. Muy fuerte, muy hedonista, muy sádico, muy dominante. Muchos dicen que soy un pervertido y sí, lo soy. Soy un pervertido recalcitrado y viejo. El que me digan ¡no! me excita más. Gozo Vital tiene la mitad de la vida que tiene Camilo Goez. Gozo, que era el señor Hyde, ahora es el doctor Jekill que sale a la calle como alguien reconocido, respetable y tan íntegro que puede decirles: ¡¡¡Putaaa!!! Me encantan las perversiones y sé que a ustedes también, pero no lo admiten porque se rigen por una cultura, por un Estado, por una sociedad, por unas normas. ¡Yo soy la norma! Me gusta el dominio, la anarquía, la violencia. Me gusta la pedagogía, Jean Piaget, Vigotsky, el constructivismo, y por eso comparto lo que sé hacer. Hay un mito que dice que en una sesión de bondage abusé de treinta mujeres, pero son habladurías. El que lo dice no sabe que acá hay un contrato oral que hacemos antes de iniciar cualquier sesión y el mío dice: “¿A qué estás dispuesta a someterte después de estar amarrada? Te puedo tocar. Lamer. Chupar. Morder. Meter. Besar. Azotar. Penetrar”. Eso sí, si no te puedo tocar, el contrato se rompe”.
 

Fotografías: Andrés Ríos

 

***

Aunque el cerebro entienda todo al revés, tratamos de seguir las instrucciones del nudo de ocho, de nueve, el corredizo, la vuelta de ballestrinque, el cuello de garza, las sillas suizas y los anclajes de seguridad. Escuchamos atentos:
—Las cuerdas tienen seno y cabo —explica Gozo—. La parte activa es la que se mueve y la pasiva la que se queda quieta, así.

Susy y Norman siempre van más adelante.
—Me perdí —les digo. —Este es el ballestrinque, pero cuando se baja el prepucio tiene otro nombre —dice Susy.
—¡¿El quéee?! —me río.
Ella también

Sergio siempre va más atrás e intenta explicarme lo poco que comprende. Viendo cómo se equivoca logro hacer mi primer nudo. ¡Es magia! Celebro sola.

Naty y su novio fotógrafo se han unido a la sesión. Él saca su cámara con juego de luces y flashes para hacer fotos del taller. Ella, una nenita de casa con chispa en los ojos, se angustia tratando de hacer un nudo o el otro, y mira sin consuelo a los adelantados que ya logramos dos.
—Ahora hagamos el arnés básico de cintura. Este amarre fue inventado para los escaladores de los Alpes suizos —dice Gozo.

Cuando me amarren la silla suiza, que no aprendí a armar, y esté a un metro y medio del piso, Gozo me enseñará el famoso anclaje de seguridad. Para hacerlo me mostrará el orden en el que debo cruzar las cuerdas, paso a paso. Pero cuando sea mi turno, mi cuerpo caerá libremente a una velocidad de nueve metros por segundo al cuadrado, y Gozo dirá “¡te tengo!”, con el corazón en la boca y un sudorcito mojándole frente.

El susto pasa cuando mi cuerpo se mueve en el aire, libre, como si no hubiera amarres. Por primera vez en la vida puedo tocar mi cabeza con los pies y cuando lo hago la blusa se me corre hasta el pecho. La redondez de vientre desnudo se exhibe ante los ojos que buscan qué puede verse entre mis pantalones. A un metro y medio del piso veo todo al revés y pienso: “¿Por qué alguien no me lo había hecho antes?”.

***

—Todos somos cuerdas.
Me dice en una conversación improvisada que armamos en la mesa que sacó afuera del local la segunda noche. Lo supo cuando la hemorragia de su brazo derecho se detuvo y pudo ver su músculo abierto y dos tendones cortados. Fue un accidente con una pulidora caliente que brincó a su antebrazo después de cortar una varilla de cinco octavos. Con la tranquilidad de un rescatista pensó: “¿Qué pude haberme cortado?”, mientras movía los dedos de su muñeca.

—Lo único que no se movía era el tendón que enrollaba mis dedos. Y ahí lo supe. Fue una iluminación. Las cuerdas están en teorías de física cuántica, en el cordón umbilical, en la historia de las parcas…

Gozo lleva puesta una camiseta blanca con la cara loca de Jack Nicholson en El resplandor mirando una cuerda. Se para de la silla para acercarme hasta las narices su cintura y demostrarme que es cierto que siempre lleva una cinta de seguridad en lugar de una correa y luego trata de convencerme de que sus cordones sirven hasta para hacer hamacas.

Para él, todo lo que tenga que ver con amarres es bondage: un nudo de zapato, cogerse el pelo, inmovilizar un herido, los brasieres.
—Llegué al bondage sin saber que era bondage, a los doce años. Un día estaba castigado y me bajé por un lazo del balcón del segundo piso de mi casa en Carlos E. Y eso me gustó tanto que lo seguimos haciendo en los balcones de otros amigos. Era como especie de parkour urbano.

Fue el diseño de modas el que lo llevó a explorar con el shibari y la erotización de las cuerdas. Después de una carrera como asesor en seguridad industrial y rescate, una diseñadora de modas le dijo que el nudo podía ser artístico y lo invitó a una clase de accesorios.
—Olvidate de resistencias y durabilidad y metete en lo estético —le dijo. Gozo terminó haciendo shibari.

***

La música de Edson Velandia suena cuando Gozo coge del sofá veinte metros de una cuerda roja de polipropileno.
“¿Usté con semejante panela y no la pone a derretir? ¿Tons qué mamita?... ¿Me da de usté o yo le doy de mí?”, dice la canción.

Se para enfrente de mí y hace cuatro nudos de ocho verticalmente: sobre el timo, el estómago, el ombligo y el pubis. Mete las puntas entre mis piernas, atraviesa el arnés y las sube de nuevo. Siento su respiración en mi cuello.
—¿Por qué no te la quitas? —me dice Gozo cuando las cuerdas se enredan en mi blusa y dificultan el amarre. No digo nada.

Me pone de espaldas, con los pies abiertos, y con lo que queda de cuerda sujeta mi pecho. Duro. Suave. Baja. Ahora están apretados el estómago contra mi espalda y el pubis contra mis nalgas. Presiones inesperadas en las glándulas de Skene. Siento cómo mojo mis calzones de algodón rosado, un poquito. Cómo sube el calor que sonroja mi cara y cómo se riegan unas cosquillas pequeñitas por todo mi cuerpo.
—¿Qué es esto? —pienso. Y Gozo, como si leyera mi mente:
—Las cuerdas bajan calzones, Mari —y remata con un beso caliente en mi cuello.

También les dijo ¿por qué no te la quitas? a Susy y a Naty después de terminar el shibari de cada una. La primera se fue quitando la blusa como si fuera una orden, y después la otra, con más confianza. Ahora están semidesnudas paseándose por el salón mirando cómo Gozo hace los nudos de Sergio y Norman.

En ese ambiente erotizado Susy se quita el brasier negro con encaje y lo tira sobre una mesa. Pone cara de perrita y soba el pene de Norman agrandado por las cuerdas. Le muerde una y otra vez las tetillas, le lame la boca, el cuello, las orejas, le agarra las nalgas y le susurra cochinadas al oído. Se lo quiere comer. Ya mismo.

***

El nombre de Gozo Vital nació en el primer portal donde Camilo Goez investigaba sobre sexualidad alternativa y swinger. Era su perversión oculta.
No daba entrevistas, no se mostraba en redes. Pero después de subir su material a internet, en páginas como Fet Life, muchos comenzaron a preguntarle cómo podían compartir esa parafilia.

Hace un año y medio, Antonio Úsuga, director del grupo de teatro Divina Obscenidad, le pidió que lo acompañara a una charla que se llamó Nudos y desnudos. Y funcionó. La gente comenzó a llamarlo más.
Antonio le dijo:
—Usted puede seguir haciendo lo que hace así, oculto, pero si lo mete en la plataforma del arte, se convierte en un artista.

Entonces, inspirado en la desobediencia, pensó:
—Si me convierto en artista no tiene por qué ser oculto. Si no es oculto puedo peliar contra el tabú. Y si puedo peliar contra el tabú, puedo convertirlo en cultura.

***

Las luces blancas del escenario están encendidas y el lente del fotógrafo captura un performance erótico improvisado al lado de la ventana enorme que da sobre la avenida 80.
En la calle veo cómo la lluvia de yute cae sobre el cuerpo desnudo de Susy, contorsionado por las cuerdas. Fumo un cigarro para bajar la temperatura, meditando si me quito o no la blusa.

Subo al segundo piso de nuevo y me llevan de la mano sobre el escenario.
—¿Por qué no te quitas la blusa? — insiste, y me susurra al oído las palabras del contrato.
No lo hice. Por pena. Por miedo. No sé. Pero fue ahí, suspendida en el aire, cuando sucedió algo de lo que me habló la segunda noche: la transverberación, una sensación de fuego que atraviesa el corazón.UC

 

 

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