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Número 07 - Noviembre de 2009   

Crónica Verde
Hotel Pimodan
 

Las invitaciones para la sesión mensual del Club del Hachís llegaban adornadas con arabescos de oriente y perfumadas con sándalo. La redacción de las tarjetas no era menos arrevesada que sus lujos. Y solo los iniciados podían comprender el mensaje críptico. La hora, la fecha y el lugar de la cita aparecían en medio de un texto que recordaba las escrituras proféticas. Todo hacía parte de un juego con tintes esotéricos, aspiraciones médicas y arrebatos de exotismo. Iniciado por el psiquiatra Jean-Jacques Moreau de Tours en el París de 1840. El escenario para la reunión de diletantes barbones era el último piso del Hotel Pimodan. Una vieja casa ubicada en la isla de San Luis, en medio de dos brazos del Sena.

Según uno de los invitados frecuentes el sitio parecía "ajeno a las inuencias de la civilización": el reciente invento del timbre no funcionaba y el llamado del aldabón de bronce era atendido por una bruja que indicaba el camino con su "dedo famélico". La puerta, que llevaba hacia la pequeña caja donde se escondía un paraíso de risas y músicas visibles, estaba marcada con "un tambor de terciopelo de Ultrecht, viejo y destartalado, cuyas incontables abolladuras atestiguaban con certeza sus muchos años de servicio". En el interior todo eran sedas, tapices, copas de Venecia, lámparas de plata, sátiros persiguiendo ninfas por los frisos de las paredes: "La velocidad del tiempo no parecía regir para esta casa, detenida como un reloj al que nadie le diera cuerda...".

El poeta y novelista Theóphile Gautier, quien fue uno de los fundadores del Club del Hachís detenía a sus compañeros de ritual como otros doce árabes tan franceses como él"; vestidos con su mejor frac negro, exhibiendo largas melenas y armados con dagas y sables del siglo XVI. Querían reproducir la leyenda del Viejo de la Montaña según la cual un poderoso príncipe árabe, de la secta ismaelita, dominaba a sus súbditos trocándole el paraíso por las delicias artificiales del hachís. Los jóvenes soldados una vez probaban el cáñamo obedecían a ciegas las órdenes de asesinatos y secuestros, con la valentía propia de los santos y la crueldad que distingue a los mercenarios. Más tarde, la imaginación romántica se encargaría de unir la palabra haschischins, que distinguía a los tomadores de hachís, con el temido nombre de los asesinos.

Los asistentes del Hotel Pimodan gozaban con la leyenda, se divertían disfrazados de matones ermitaños en una época de casinos y ferrocarriles, y llamaban "príncipes de los asesinos" al Doctor Moreau de Tours: jeque y artífice de las reuniones.

 

Rimbaud, que asistió a alguna sesión, dedicó su poema "Mañana de asesinos" a su leyenda alucinada con amos en el veneno: Sabremos ofrecerte toda nuestra vida cada día ¡Ha llegado el tiempo de los asesinos!". Pero la reunión del Hotel Pimodan era solo una cena extravagante. En lugar de los murmullos que inspiran las conjuras, se oían las carcajadas de los "poseídos". El primer plato era la mayor exquisitez y se servía con los ademanes de una liturgia: "El doctor, que estaba de pie junto a la mesa, tomó una cucharilla dorada para trocear algo con apariencia pastosa, como mermelada, y se inclinó ante una bandeja con cuenquitos de porcelana japonesa, para distribuir una porción del tamaño del dedo pulgar de cada uno".
Antes de entregar la dosis, que en palabras de Baudelaire, miembro algo esquivo del Club, entregaba "la felicidad: absoluta, embriagadora, plena de locuras juveniles e infinitas bondades el Doctor de Tours advertía con tono severo: "esto se os restará de vuestra parte en el paraíso". Una vez probada la confitura de hachís se servía café a la usanza árabe sin colar y sin azúcar, y pasaban al gran salón con su techo pintado al fresco y su chimenea de mármol. Siempre se elegía a uno de los asistentes como el voyant del viaje. Debía permanecer sobrio y mantener la calma durante las tres o cuatro horas que duraba el experimento.

La "pasta verde" lograba increíbles revoluciones en el sentido del gusto. Theóphile Goutier, quien describió su primera experiencia en el Pimodan en Reveu Deux Mondes, alababa así el efecto sobre las papilas: "el agua sabía mejor que el más delicioso de los vinos. La carne dejaba regusto a frambuesa, y al revés. No habría distinguido una chuleta de un melocotón".

Balzac fue uno de los pocos escritores franceses de la época que se privó de las galas orientales del Pimodan. La única tarde que pasó por el último piso de la casa hachisada no quiso aceptar su trozo de confitura. Lo examinó, lo olió y lo dejó sin tocarlo." Algunos de las haschischins lo tildaron de timorato. Baudelaire lo absolvió diciendo que era difícil que el teórico de la voluntad cediera ante las gracias de una cuchara mágica.

Y es que el hachís podía borrarlo todo. Aplacar las obsesiones, perturbar los sueños, silenciar los ardores: "Si Romeo hubiera sido haschischins, el olvido habría consumido a Julieta, La pobre criatura inclinada sobre los jazmines, hubiera alargado inútilmente sus brazos de alabastro hacia la noche". La voluntad de los habituales del hotel sufrió su primer golpe en 1855 con el suicidio de uno de los fundadores del Club. Gerard de Nerval apareció ahorcado en una calle parisina. Desde entonces las escaleras del Hotel Pimodan dejaron de parecer pasadizos, los criados perdieron su condición de enanos y las aguatintas de Goya en las paredes pasaron a ser un recuerdo borroso. UC

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