Número 70, octubre 2015

La hazaña de Pachanga Orquesta en Cali abre 30 años de salsa y sabor, el libro para celebrar el cumpleaños de Latina Stereo. Y que tenga pa que se entretenga.
 
 

Son de los barrios
Sergio Valencia. Fotografía: Archivo Tito Montoya

 
 
 

"¡Sicarios!”, “¡lavaperros de Pablo!”, era lo que gritaban algunos de los cuatro mil salseros reunidos el 28 de diciembre de 1991 en el Teatro Los Cristales. Con esos insultos, que por esa época y en ese lugar significaban casi sentencias de muerte, trataban de aliviar la amargura que les causaba lo inminente.

Durante tres horas, ocho orquestas jóvenes se habían enfrentado a punta de timbal, cobres y cuero, y al final dos empataron en el primer lugar, entre ellas Pachanga, la única forastera. El jurado, presidido por la legendaria Amparo Arrebato, resolvió entonces que cada una tocara una pieza más para salir de dudas.

La otra orquesta interpretó muy bien una popular canción ajena, bastante pegajosa, y revivió las esperanzas locales. En cambio, Pachanga tomó la temeraria decisión de batirse con La profecía, una composición propia absolutamente desconocida para cualquiera pero incubada en sus intestinos salseros. Y las ganas con que la tocaron, esa fuerza convencida, hicieron la diferencia. La multitud, pese a estar obviamente inclinada por los de su región, premió con aplausos la calidad de los doce pelaos de Medellín, salvo aquellos infelices que con sus alaridos insinuaban que el cartel de Escobar había comprado el concurso.

Quedó para la historia que Pachanga, una agrupación brotada de los barrios y dedicada a hacerle honores al sabor, se coronó como la Mejor Orquesta Joven de la Feria de Cali, ciudad reconocida nada más y nada menos que como la Capital Mundial de la Salsa.

Una banda juvenil

Pachanga Orquesta nació en los tiempos más oscuros de Medellín, aquellos en que su siempre amenazado futuro se dio por perdido.

Pero como es más que suficiente lo que se ha discutido, hablado, escrito, conversado e inventado acerca de lo que sufrimos en esta ciudad entre los años ochenta y noventa del pasado siglo, dejemos de lado los carrobombas de la mafia, los secuestros guerrilleros, los asesinatos de candidatos, las masacres paramilitares, el exterminio de la UP, los reclutamientos urbanos, la plaga de pistoleros a sueldo, el incendio del Palacio de Justicia y etcétera, para concentrarnos en lo que en agosto de 1990 delataba Alonso Salazar en su oportuno libro No nacimos pa semilla: “Vivimos en una ciudad en guerra donde (…) los protagonistas son los jóvenes. Ellos son los que matan y mueren”.

Así era. La guerra nos confundió a todos. La cruel realidad nos explotó en las narices y nadie atinaba a dar ni con las razones ni con las soluciones. Y mientras lo que apestaba en el país hedía peor en Medellín, los muchachos de Pachanga crecían en barrios donde la violencia era dueña y señora, y acaparaba las oportunidades de ser alguien.

De Manrique y Aranjuez llegaron Tito, Édgar y Albeiro a la Corporación Región —una ONG que fundamos un grupo de universitarios para tratar de entender lo que nos azotaba—. Venían a contarnos que estaban armando una orquesta de salsa con otros parceros de esas comunas y que necesitaban un empujón para salir a mostrar lo que, en sus palabras, tenían: Salsa de Medallo para el mundo entero.

Para esa juventud enredada por tener que hacerse adulta en el más deteriorado de los teatros, la salsa resultó ser un refugio y un símbolo de otra ciudad, una ciudad sombría y paradójica, muy diferente a la Tacita de plata en la que prosperaron sus viejos. Al ritmo de la salsa muchos se destetaron de su origen y se conectaron a su manera con el mundo que está más allá de las montañas, a la vez que comprendían, aunque a la brava, que una ciudad con severos compliques latía bajo sus pies.

Ellos tres ya habían pregonado el sabor por las calles, en huelgas, convites y marchas. Incluso en el festival de teatro de Manizales habían tocado y en las fiestas municipales de Segovia, donde llegaron un día después de que se la tomara el ELN y todavía ardían las cenizas del comando de policía. Ahora estaban dedicados a soñar con una banda grande y para eso reclutaron a Fredy Grisales, hijo de tigre, y en su casa ensayaban con los instrumentos que les prestaba su papá. Hasta allá, por quince largas y empinadísimas cuadras, cargaban el pesado órgano Thomas que la mamá de Hárold compró de segunda en su iglesia, y hasta allá llegaban los reclutados en otros barrios a montar las canciones de Tito y los temas que adoraban, y oían día y noche en Latina Stereo, la emisora que un iluminado inventó para que pudieran traquiar todos los radios con la música que ocupaba el corazón de las mayorías, en tiempos en que un elepé valía un ojo de la cara.

Y hasta allá fuimos la Mona y yo para ayudarles y de carambola salimos favorecidos, pues sintiendo los ánimos con los que ensayaban esos unidos por la fe en la salsa, haciéndose los locos con la calentura que los rodeaba, nos sacudimos un poco esa retórica de la Corporación que rezaba cosas como: “Solo descubriendo la raíz social que da origen a las conductas sociales es posible proponer acciones que realmente incidan de conjunto en la problemática”.

¿Conductas sociales? ¿Acciones que realmente incidan? Pachanga era la prueba evidente, sin rodeos, de que existían caminos para oponerse a la violencia. Esos muchachos militaban en una banda juvenil muy distinta. Eran felices contra la adversidad. Cantaban “y si me amarran los pies, con las manos bailaré / Si me amarran todo el cuerpo, bailaré en mi pensamiento”. Eran la resistencia.

Fotografía: Archivo Tito Montoya

Fotografía: Archivo Tito Montoya

 
Fotografía: Archivo Tito Montoya

Primero el sabor

Como el talento estaba asegurado, las necesidades, aunque muchas, encontraron solución. Con plata puesta y prestada se compró la tela para los uniformes y una hermana del bongosero regaló la costura. El Primo fiaba el transporte de los instrumentos en su camioneta. Amigos con influencias conseguían presentaciones. Una fanática donó las primeras camisetas con el logo. Músicos con algo más de prestigio ayudaban con arreglos y consejos. Y los demás acompañaban sin falta a la orquesta hasta los lugares más remotos para hacerle barra y bailar con furia.

Así, ya con bajo y piano nuevos, Pachanga brilló en todas partes, sin descanso: en la cárcel de Bellavista, donde acompañó además a Alfredo de la Fe; en la inolvidable Salsavía de Manrique con Jairo Grisales tocando Carruseles; en la Macarena alternando con Nelson y sus Estrellas; en la Salsavía de San Juan con Caneo y Galé; y en Bello, Itagüí, Castilla, la U de A, Niquitao, con la constante compañía de George Saxon Gaviria; y en fiestas de quince y jolgorios de oficina y en tabernas y discotecas... sin dejar nunca de insistir con sus propias canciones, entre las que sobresalía Son de los barrios, el primer tema que grabaron en uno de esos acetatos chiquitos que llamábamos sencillos, metido en una carátula que los retrata en una calle de Campo Valdés, en una de esas esquinas en las que, como dice su canción, se aprende a escribir la vida.

Con ese disco sí que dieron palo. A sabiendas de que todavía nadie lo iba a comprar, se dedicaron a repartirlo estratégicamente entre periodistas, posibles aliados y emisoras. Pero sobre todo se lo regalaron a la fanaticada, con el compromiso de que llamaran sin tregua a las emisoras para pedir que lo pusieran. Y funcionó. En Latina, que desde entonces fue cómplice de Pachanga, lo molieron y aún de vez en cuando se escucha en ese dial que “de los barrios bajos traigo ritmo y cuero / y de la comuna traigo sabrosura”.

Ese disco fue el que Tito le entregó a Larry Harlow en el gran concierto de orquestas que Pachanga mereció abrir como premio por haber sido elegida mejor orquesta joven de la Feria de Cali. El judío maravilloso no quería recibirlo hasta que le explicaron que era salsa de barrio, y entonces lo guardó con cuidado en su chaqueta. Ese disco fue el que le entregaron los muchachos a sus ídolos de El Gran Combo esa noche en la que le sirvieron de teloneros.

Pachanga Orquesta siguió avanzando como la primera de una nueva generación de la salsa en tierras antioqueñas, con inclinación por la salsa dura, acabando con la mala fama de “gallegos” que cargamos por aquí, disfrutando, como dice el incansable Tito, de la oportunidad de hacer parte del sabor, del otro, del que nace del barrio, porque eso somos.

Pero un día de 1994 equivocó su rumbo y se perdió. En la tarea de grabar su primer CD, bajo la dirección del talentoso pianista Andrés Hernández, el mismo de Son 14, se tomaron malas decisiones. Andrés les entregó con generosidad sus conocimientos a los muchachos y puso sus sueños en un escalón más alto; sin embargo, no grabó con todos los músicos originales, los que eran el alma de Pachanga, y el CD quedó postizo, sin espíritu propio, sin el sonido de los amigos. Ese descache y las deudas adquiridas para lograrlo, sellaron el fin. Aunque hay que decir que Tito sigue por su lado con la bandera en alto, reivindicando todo lo hecho.

Seguramente, como los problemas de Medellín no se han acabado, deben andar por ahí muchos otros jóvenes artistas tramando revolucionar, como aquellos que se atrevieron a situar a Pachanga en la historia local de la salsa. Sean por siempre bienvenidos; estamos a sus órdenes.UC

 
 
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