Número 71, noviembre 2015

Crónicas danesas
José Duque. Fotografías por el autor

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La valkiria
El verano de Dinamarca está especialmente caliente, puede ser el festival de música de Roskilde o el de jazz de Copenhague, no lo sé, dijo Anton, un danés que fumaba tabaco negro cuando pasamos por su casa en Lejre; y continuó con un acento vikingo– castellano que muerde con los dientes la zeta. Desde que trabajé en unas minas de cemento en Venezuela no sentía una temperatura así.

Copenhague este año está anaranjada. Go orange es el lema de la capital danesa, lo encuentras en las vitrinas de todos los almacenes de StrØget –la calle peatonal y comercial más grande de Europa–, en los pasacalles de la Plaza Nueva y de la Plaza Vieja, ambas amplias y cosmopolitas, en la entrada de la catedral de mármol y en la base del caballo verde de Absalón.

Una chica en vestido blanco y sandalias se detiene ante un semáforo en rojo. Su cabello dorado claro es largo. Con un pie sobre el suelo y las manos en el manubrio de la bicicleta, mira el semáforo desde sus ojos azules. Por la calle cruzan peatones daneses, alemanes, suecos; turistas argentinos, inmigrantes rumanos, comerciantes árabes y relojeros suizos. La lista completa sería tan grande como el mundo mismo.

Erik me dice en inglés que es un semáforo de bicicletas, y los hay de buses, automóviles y peatones; estos últimos, dice, tildando su desacuerdo, llevan la vía siempre, después están las bicicletas y por último nosotros, concluye, como si fuéramos el carro del que nunca se baja. Mejor Medellín, agrega en español sin poner la preposición “en”, como todo principiante de una lengua. In Medellín, sigue en perfecto espanglish, los peatones detenerse, in Copenhague no, todo es bicycles and people. Yo me río.

El semáforo de la chica pasa a verde. El cielo es azul profundo. Amaneció hace cinco horas y apenas son las nueve de la mañana. En las noches de verano, aquí en Dinamarca, la bóveda celeste se cobija con un velo blanco y en el amanecer, a las cuatro de la mañana, un dios escandinavo peina las nubes hasta dejarlas largas y delgadas como los cabellos de una valquiria, o como los de la chica que se aleja con su vestido blanco en bicicleta.
Lejre, julio 4 de 2015

Yumi, yumi
Suena Kim Larsen –un cantante danés emblemático y legendario–. Lo único que entiendo de la letra es el coro que dice: "yummi, yummi". Salimos temprano desde Lejre para la casa de Hans Christian Andersen, en Odense. Yo dije que este viaje a Escandinavia es como una road movie y Erik, al volante, repuso que la vida es una road movie.

Dinamarca es plana como el mar, la montaña más alta no supera el cerro Nutibara de Medellín. Cada montículo que se ve de pronto desde la ventanilla del carro es una tumba vikinga como la que hay cerca de la casa de Erik. Las “montañas” de Dinamarca son tumbas vikingas, y los campos de trigo y cebada a cada lado del camino son como mares con oleaje propio; el viento polar los acaricia con la mano como si fueran el lomo de un gato.

Todo en la casa de Hans Cristian Andersen es pequeño, ordenado y lindo, como Dinamarca, que parece salida de un cuento. Yumi, yumi.
Odense, julio 7

I want to break free
Vamos a 130 kilómetros por hora con destino a Hamburgo después de dormir en el Odder Parkhotel de la ciudad de Odder, una villa apacible y fotogénica. Miro los kilómetros que se van quedando atrás en una autopista recta llena de tractomulas europeas. Suena Queen en la radio, exactamente I want to break free. Vamos en un Toyota gris con placa danesa. Erick sube el volumen y la velocidad, en Alemania no hay límite, me dice, y yo mejor no miro más la aguja del velocímetro que ya está muy a la derecha.

Los daneses caminan rápido, son precisos y van al grano. No se detienen entre un destino y otro. Ellos no conocen la palabra loliar, son una máquina de relojería: precisos y puntuales. Los colombianos ser muy lentos, dice Erik en su espanglish espontáneo, llevo quince años casado con Marcela –su esposa antioqueña– y de esos, siete esperándola. Todos reímos, él se ríe con una sonrisa danesa rápida y precisa.
Más allá del parabrisas, al fondo, aparecen las aspas titánicas color nieve de un grupo de hélices eólicas, ventiladores de cuarenta metros de altura. No dejo de pensar en un Quijote moderno al que se le hace agua la boca verlas.

Son las ocho y tres de la mañana – una y tres de la madrugada en Colombia–, en el país del Sagrado Corazón duermen o apenas se acuestan. A lo mejor –o a lo peor– Erik tiene razón: los colombianos son lentos, cada día los daneses les cogen siete horas de ventaja, dice mientras pisa el acelerador. Yo canto I want to break free.
Goslar, julio 9

Qué emoción tan amarilla
Si te comes todo mañana saldrá el sol, le dicen los padres a los niños en Dinamarca. Erik me cuenta esa pequeña mitología hogareña en Roskilde, mientras caminamos por el centro de una calle peatonal para que nos dé el sol; pues así como en Colombia caminamos por la sombrita, aquí, en Escandinavia, se comen toda la comida desde niños y caminan –cuando hay–, bajo el pleno resplandor.

En Dinamarca, durante el verano, las casas apenas se usan para ir a dormir. El sol se trasnocha hasta las once y se levanta muy temprano a las cuatro. La vida se asolea en los cafés de las aceras y sobre las bicicletas, en las calles adoquinadas para los peatones y en las ventanillas de los carros que se dirigen hacia las playas de Copenhague. El sol está en cada barco del puerto de Roskilde, sobre la espalda vikinga de chicas suecas, noruegas o en las sirenitas danesas acostadas en las proas. Está en los carros casa que se alejan por la autopista hacia el ferri de Puttgarden o se dirigen al sol del norte de Alemania, y brilla en las motos último modelo de harlistas escandinavos tatuados hasta el cuello.

Si en un musical americano de los cincuenta un señor cantaba bajo la lluvia: “I’m singing in the rain / Just singin’ in the rain / What a glorious feeling / I’m happy again…”, aquí se baila, se canta y se toma cerveza bajo el sol, porque las aceras son amplias como los anillos de un planeta, están calculadas para que tengan lo necesario, y aquí, en Dinamarca, es necesario que una acera que se respete tenga espacio para los cafés, las bicicletas, los peatones y el sol.

Nos sentamos en un café. Salchichas con pan y cerveza, le dice Erik al mesero en un danés gutural e infalible. Nos comemos todo para que mañana salga otra vez el sol.
Roskilde, julio 12

 

Gusto, tamaño y medida
En Copenhague venden las cervezas como la ropa, a tu gusto y medida, casi que te las puedes medir antes de “ponértelas”. Las hay de la S a la XL según tu gusto y medida. Es común pasar por una acera y ver en un café, al sol, a un hombre con una cerveza del tamaño de un florero que le tapa toda la cara, o a una chica con la copa cervecera que entre nosotros se usaría para beber un afanoso aguardiente.

Erik es puntual y preciso como buen relojero. Su almacén se llamó Suenden’s ure. Lo vendió, me dijo, porque no le alcanzaba el tiempo, ese mismo que vendía y arreglaba. Ahora tiene todo el tiempo para él y su esposa. Estudió relojería cuatros años y fue relojero profesional, estudió construcción –algo así como una técnica para ser maestro de obra en Colombia– y fue constructor. Es militar retirado y habla todos los idiomas escandinavos, más inglés y sus chapuceos de español. Es alto y sólido, tiene los ojos verdes y la piel rosada.

Erik va rápido y solo se detiene por tres cosas, dice Marcela, para entrar a una relojería, para ver el menú en un restaurante o para tomarse una cerveza a su gusto y medida, no más. Te faltó una, añade Erik, para esperarte. Sonríe y de su boca asoma una dentadura blanca y alineada, una risa echa al gusto y medida de Marcela que lo besa en la boca.

A los daneses les gusta la jardinería, como a Erik le gusta su esposa Marcela y a mí la cerveza. Un jardín mínimo o una matera de ventana europea sirven para sembrar fresas o uchuvas, cerezas, peras y manzanas. Les gusta montar en bicicleta y sentarse a recibir el sol con una cerveza a su gusto y medida.
Lejre, julio 15

Sin tetas no hay paraíso
Aquí en Roskilde publican la revista Roskilde Avis, que corresponde a un Vivir en El Poblado o Vivir en Envigado o Vivir en Laureles... H&M es el Arturo Calle o el Falabella de Europa, como Dios, H&M está en toda partes. La revista M! corresponde a la Soho criolla. Los centros comerciales desplazan poco a poco y cada vez más a los almacenes de calle. El top ten de la música americana está en las estaciones de radio. Los logotipos de marcas caras están en el pecho de las camisetas polo y en la pretina de los bluyines. El mismo motilado de los actores de Hollywood, en las cabelleras escandinavas y en el pelo antioqueño, jóvenes repetidos en ambos continentes como estatuillas de premio Óscar.

Un héroe insensible y fatal mata malos como tumbando bolos en una película que se repite en cada canal europeo con distintos bolos y otros héroes. Los mitos escandinavos se ignoran tanto –en el común de la gente que es la más común– como los de nuestros antepasados indios que sabían el lenguaje del viento.

Parece ser que solo queda una historia de maquillaje en las casas rococós, en los castillos caducos de reyes muertos. Erik –un vikingo tan inmenso como amable–, ve Batman, Mad Max, y antier vimos A good day to die hard. Una chica danesa pide limosna en un bar rumano. Un drogadicto noruego duerme en la acera de la estación de trenes en Copenhague. Un grupo de pescadores de Groenlandia se emborracha en una banca frente a una fuente barroca que lanza chorritos por el pipí de Odín. La palabra Gratis –sí, con mayúscula– es la misma y también la más importante de todas aquí en Escandinavia. El Q´hubo danés se llama Ekstra Bladet. En las tiendas y supermercados están las mismas revistas con las tetas al aire de monas último modelo y encuentras a la mano magazines atiborrados de chismes de la farándula y el jet set mundial.
Lejre, julio 17

Ana Bolena
Esto de tomar fotos tiene sus sorpresas. Por ejemplo, mirando las del día anterior me encontré que el marinero al que enfoqué en un primer plano como los de las películas de Bergman –guardando las distancias de tiempo y de calidad, claro–, ese marinero fumando pipa concentrado en un océano de vidrio a las seis de la mañana, fue el mismo al que grabé en un video en un barco como el de Maqroll el Gaviero: sentado en la cubierta tocaba Greensleeves –dicen que fue compuesta por el rey Enrique VIII para Ana Bolena– con un acordeón europeo de teclas que le tapaba todo el cuerpo.

También me di cuenta de que en una foto que tomé en una calle peatonal de Copenhague, una foto sobre la multitud ecuménica de un pasaje comercial al aire libre, una chica saludó con la mano a la cámara, o a mí. Una chica joven, bonita, que sonreía simpática a la cámara de un desconocido donde ella iba a quedar. ¿Quién es? ¿De dónde? ¿Cómo se llama? A lo mejor son las mismas preguntas que ella se hizo, pero solo alzó la mano y saludó sonriendo, como ahora yo sonrío al ver su saludo y hago esas preguntas que le dan sentido a esta foto tan corriente.
Copenhague, julio 18

Cosa de niños
La vocal o con una rayita transversal: Ø, la a con una bolita encima: å, y la a y la e juntas por la espalda: æ son únicas del danés, me dice Erik. Las escribe en un papel entre garabatos vikingos que más parecen letras rúnicas, las lee con su acento de esquimal y pretende que yo las pronuncie bien. Excuse me, Erik, le digo en mi inglés primigenio, él se ríe y me sirve un trago de Bitter. Tranquilo, agrega, solo los niños pueden hacerlo bien.

El plato típico de Dinamarca, y único en toda Escandinavia, es el smorr ebro. Pan –aquí hay tantas variedades de pan como de corrupciones en Colombia– con carne de pescado, res o cerdo encima. Dicho así suena simple, pero las variedades, estilos, sabores, colores, hacen de este plato un abanico infinito de posibilidades que ellos llevan hasta extremos de originalidad, sin dejar de ser o de aparentar ser simplemente eso: pan con carne encima. Mangue tak diva daile –muchas gracias, delicioso– se pronuncia en danés con toda sinceridad luego de comerlo.

HelsingØr es la ciudad del castillo de Kronborg y este, el lugar donde Hamlet indeciso no sabía si “ser o no ser”. En Bakker, el primer parque de diversiones –sí, antes que Disney– está aún activa la única montaña rusa en madera –sí, en madera– del mundo. Los vikingos daneses son los mismos normandos que pelearon con Robin Hood en el bosque de Sherwood y los mismos lords que habitan hoy la isla de Shakespare.

De Odense son –pero viven en todo el mundo– el invisible traje del emperador y El patito feo. Allí nació La sirenita y el soldadito de plomo que danza con la bailarina un vals en forma de corazón. Y en Odense nació Carl Nielsen, menos conocido que Hans Christian Andersen, pero tan bueno como él; aún se oyen, si escuchas bien, los ecos de su sinfonía número cuatro, inextinguible; o de la tres, expansiva; y si miras mejor lo verás de pie en una plaza seduciendo partituras con la batuta.

Trato y trato de pronunciar bien estas vocales únicas con las que se ha creado tanta realidad danesa, pero es imposible. Le digo a Erik, es cosa de niños, me responde, como los cuentos de Hans Christian Andersen.
Lejre, julio 26.UC

 

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