Número 75, mayo 2016

El evangelio del búnker
Nerön Navarrete. Ilustración: Matilde Salinas

Es la mañana del lunes de Pascua. Estamos tirados en la manga, sintiendo las hojas de hierba punzando la espalda firme a través de la camiseta. Agarro la media de Ron Medellín y me mando un trago largo, lo retengo en la boca y luego el sorbo cálido de azúcar y espinas baja por la garganta. Se la devuelvo a Camilo y con la misma mano que toma la botella señala mis zapatos y me pregunta por qué tengo un cordón blanco y otro negro, pero no respondo con palabras; miro distante y suelto un bufido cansado. Llevo dos horas de libertad luego de mi salida del búnker de la fiscalía, del calabozo oscuro. El cielo se extiende surcado de nubes alargadas y contornos desvanecidos, y acostado sobre el manto de la hierba se me esfuman las ganas de conversar.

***

Quien guste de explicaciones ortodoxas dirá que esta historia aconteció como castigo por profanar una fiesta de la cristiandad, la entrada triunfal de nuestro señor a Jerusalén que con épico relato nos han legado los cuatro evangelistas del Nuevo Testamento. Es mejor evitar cualquier enfrentamiento con el culto consagrado a revivir los fragmentos más emotivos del evangelio, la buena nueva, el mensaje de la redención. Estábamos tomando aguardiente desde el sábado en la tarde para celebrar ese minúsculo trofeo de empleado que significan unas vacaciones cortas pero bien ubicadas, un sueñito breve y bien tomado. La finca era en Santa Elena, con frío mañana y tarde, brochazo gris y verdoso de las montañas enfiladas ante el Valle de Aburrá. Si salir de fiesta en Semana Santa acarreara una sanción divina con canónica justicia, todos los aviones que van para la costa se caerían. Mejor paso al detalle: antes de salir a comprar más trago al parque tomé del perchero una chaqueta gruesa de camuflaje militar pixelado. Otro compañero de faena también se arropó sin aspaviento con una camisa camuflada. Pero el camuflado verde solo sirve en el monte. Parecíamos una dupla de soldados salvando la rumba de la inevitable pasma. Al llegar a la tienda principal unas miradas recorrieron la pinta con sorpresa, otras con temor, alguna con curiosidad. Era el Domingo de Ramos, ya lo dije, y con la procesión y la misa concluidas, ya el plan de los fieles era tinto en las escalinatas de la plaza, cuidar a los niños que corrían con su ropa impecable de fin de semana y esperar vecinos para dar un saludo simplón antes de preguntar por la cosecha y el trabajo.

Tradición para mí es complementar la compra de botella de licor fuerte con una pola fría, como prudente calentamiento de las piernas y la voluntad antes de emprender el retorno a la fiesta. En ese cuadro del parque éramos, por una sumatoria de detalles evidentes, una pareja de seglares metidos en la continuación de su propia juerga pagana: pelo largo, barba descuidada, arete, tenis sin medias, ojos perdidos, movimientos de amanecido y la cerveza colgando de los dedos vampíricos como una plomada. Y llegó la policía, dos enormes patrulleros que se bajaron de la moto con la soberbia predispuesta de la ley. “Por favor nos acompañan a la inspección”, dijeron con cortesía seca, y como ya sabemos que discutir con ellos es un gesto estéril, simple pretensión de ebrio ante la inminente derrota, obedecimos sin dar más largas. Diez minutos caminando como en un pasillo de condenados bajo esas miradas curiosas y acusadoras, el oficial sobre la moto resollando en su trabajo de escolta porque nos podíamos volar en un descuido, y finalmente el edificio blanco y verde, limpio como hospital.

El trámite se consumó rápido. Cuando repiten tantas veces “tiene derecho a”, uno sospecha que la cosa no va bien. Llamaron una patrulla y ahí nos informaron de la realidad, o mejor dicho, lo que iba a ser realidad: “Cumpliendo con nuestro deber vamos a conducirlos a la fiscalía, porque el uso de prendas militares privativas es un delito, y si son tan amables, alarguen por favor los brazos”; cordialidad saturada para ponernos las esposas. Ese es un resumen conciso de lo que sucedió en una hora. El paisaje siguiente dibujó la ciudad desde la carretera que serpenteaba en descenso, tarde templada dorando el cielo, y la brumosa nube como manto sobre las casuchas y los edificios.

El búnker de la fiscalía, diseñado por el arquitecto Juan Fernando Forero Soto, es una mole cenicienta de concreto que se alza sobre el terreno donde antes funcionaba el taller de Obras Públicas del municipio; el sector es un compuesto de avenidas, pasos peatonales y un enorme péndulo de media tonelada marcando un punto cero simbólico, compartido con las universidades Nacional y de Antioquia, así como la planta embotelladora de Coca-Cola. Se le llama de forma corriente “búnker” —sin ser tal— por su estampa de fortaleza con aires medievales, pero en esencia es la Sede Caribe de la Fiscalía General en Medellín. A la URI, Unidad de Reacción Inmediata, llevan a todos los capturados por la Policía, el Ejército o el CTI. En la cafetería del vestíbulo las personas aguardaban con impaciencia entre el tinto, el pandebono, la almojábana, el buñuelo duro y la empanada recalentada. Como en cafetería de hospital o sala de velación, la atmósfera se dividía entre la espera y la resignación: o llegaba el cuerpo o llegaba la noticia. Pasamos de largo y tras cruzar el umbral de la entrada principal, donde un vigilante mantenía su cabeza clavada en una planilla de ingreso, me condujeron a un cubículo del segundo piso. La diligencia es la misma para todos: muestra de huellas dactilares, la foto de frente y de perfil, formularios, preguntas de rutina y, al cierre, una firma para certificar el asunto y continuar con el siguiente en la fila. Desde la Ley 906 de 2004, un fiscal determina si la conducta amerita audiencia con un juez de garantías, si se queda un rato en el sótano para que el frío le conmueva el ímpetu, o si se va de una vez para la calle. Siempre debe estar presente el policía que efectuó la captura, y el momento de la despedida es paradójicamente una revelación: al lado del agente, agarrado por las esposas y sometido a ese paseo sombrío, se está más a gusto que en el calabozo. Antes de bajar las escalas hasta la zona de reclusión, cambié mi derecho a una llamada por otro más útil en semejante situación: medio paquete de cigarrillos en la cafetería. Se me concedió la misericordia.

Un extenso corredor terminaba en una puerta de metal sin postigo, manija ni remaches, que rastrilló el suelo e hizo crujir las bisagras al ser abierta del otro lado. Dos agentes de la Sijín vestidos de civil, confinados en un pequeño cuarto ante un televisor de pésima recepción, nos requisaron con avidez, nos quitaron los cordones —ambos pares blancos— y despidieron al colega uniformado. Notaron los cigarrillos en el bolsillo derecho, pero en el intercambio de miradas con el policía ganó la complicidad y no los decomisaron para bien mío.

Por lo menos una treintena de detenidos, algunos sin camisa y en ropa interior, sentados en un pequeño saliente que sirve de banca, compartían la noche: una banda de ladrones, tres homicidas y un grupo numeroso de reclusos acusados de cargar droga o armas. Los muros del calabozo estaban repletos de nombres tallados en barullo de letras mayúsculas, petroglifos en la gruesa capa de pintura gris que estudiarán los arqueólogos del crimen como planilla de asistencia. Era un recordatorio de las cientos de personas que por allí han pasado; la caligrafía era casi idéntica, excepto por formas y ángulos que diferenciaban el abanico. El baño no tenía puerta, el sanitario era metálico y lo que podría ser una ducha no pasaba de un tubo corto asomado en la pared. Para intentar descansar un poco era necesario soportar el frío paralizante del piso de cemento y buscar como almohada un envase plástico o algo más útil para tan complejo menester. A mi compañero lo liberaron a las dos de la madrugada, nos despedimos sin mucho ritual, pero por razones obvias algo no cuadraba: nos bajaron por igual motivo o asomo de delito y él ya salía para la casa. El calabozo de la URI es un sitio de arresto provisional, según la norma, no puede retenerse a un individuo más de 36 horas en ese sótano, pero el tiempo pasaba lento, como esperando permiso para el siguiente golpe del segundero.

Cuando le pregunté al integrante más conversador de la banda de ladrones por qué los detuvieron, me contestó con seriedad: “Estábamos tomando todos en un parque, fuimos a orinar al mismo tiempo en un arbolito y resultó ser un tombo”.

Nos reímos. Le pasé un cigarrillo y luego de un par de fumadas se lo entregó a un hombre moreno de cabeza rapada, sin camiseta, con dos cicatrices en el pecho marcadas por el filo de la navaja al romper la piel. Después, narraron ya entre más soltura que se robaron algunos millones sumándole el agravante de amenazas y golpes. Era la tercera vez que los atrapaban y probablemente sería, en sus propias palabras, la tercera que los iban a soltar.

 
Ilustración: Matilde Salinas

Quizá la única norma que se impone entre las paredes de la celda sea la de una tácita solidaridad por la condición de retenidos; el ingreso al calabozo te matricula en un grupo al margen de la ley y por ende debes compartir para demandar igual trato: cada cigarrillo encendido transita por las manos y las bocas de los que soliciten fumadita; toda gaseosa es obligada a calmar la sed de varios, e incluso una empanada pequeña se divide como el pan de la última cena. Cerca de las seis de la mañana uno de los guardias pronunció mi nombre y me pasó a través de las barras horizontales una bolsa con un pastel de pollo calentado en microondas y una gaseosa; inmediatamente lo entregué sin apego a los pocos que quedábamos en duermevela, luego de que varios abandonaran el encierro tras ser llamados como en lista de espera y salir sin prisa ni muestras de impaciencia.

Siete y media de la mañana. Ninguna ventana anunció el alba, sino el comentario en voz alta de un guardián relevando la tarea de abrir y cerrar la puerta de metal. Ya no quedábamos más que un puñado de hombres dormitando entre murmullos, con los brazos cruzados para agarrar un poco de calor; toda la banda de ladrones fue sacada en fila india y conducida a audiencia.

Minutos después tres golpes de nudillo sobre la puerta de metal me arrebataron del sueño entrecortado y sospeché que era para mí. La joven de cabello recogido, aparición milagrosa con lentes de marco plateado y un pequeño crucifijo colgando de su cuello delgado, se paró frente a la reja de la celda con la mirada inflexible y decidida sobre una hoja de papel, seguida por el agente de la Sijín. Su vestido de flores hasta la rodilla se movía con facilidad por la brisa que se colaba a través de la entrada, cualquiera hubiera notado sin mucho trabajo que sus ojos recorrían las mismas dos líneas en el documento. Alzó la vista, sostuvo su atención con el ceño fruncido por un par de segundos y concluyó, como demostrando la teoría que la perturbaba, que yo era la persona equivocada. Corrieron la reja de barrotes macizos y, sin mediar palabra, el robusto escolta metió la mano en un cajón del archivero y me entregó un par de cordones sin reparar en el color. Luego, al salir por un parqueadero atestado de camionetas negras, ella me daría la explicación entre su tono conciliador, la luz punzante de la madrugada y un nuevo aire con olor a ciudad que en mucho semejaba al del encierro húmedo, frío; un olor que bien podría definirse como oscuro y silencioso. Un homónimo, otro ser humano que compartía mi nombre con apellidos exactos, había escapado dos días antes de la cárcel Bellavista y solo tenía cumplidos dos años de una condena de treinta por homicidio agravado. Ella, al llegar temprano a su cubículo esa mañana, con su vestido de flores primaverales en el amanecer opaco del lunes y su escarapela de funcionaria de la fiscalía, revisó las novedades que trajo la noche; hojeó el informe que coronaba la pila de documentos y carpetas y al leer que tenían de nuevo al prófugo decidió en buen oficio corroborar el asunto. La foto del fugitivo que habían confundido conmigo era la de un hombre de cuarenta años, trigueño, de cabello crespo y marcas profundas en los pómulos. Ni los números de cédula fueron verificados. Toda una parábola de proporciones evangélicas.

Pero además, lo que yo consideraba casi una injusticia, un atropello a mis derechos ciudadanos, un abuso de autoridad como para detener las rotativas y todo ese cuento acusatorio que suele acompasar los alegatos con un policía, era algo más serio. Una semana después me senté ante la pantalla a buscar alguna pista sobre el caso entre noticias, artículos y párrafos enteros de decretos y leyes. En su lenguaje cortante, la norma aclara el rollo tan complejo como etéreo. El numeral 19 del artículo 4º del Decreto 2266 de 1991 dicta que “el que sin permiso de autoridad competente importe, fabrique, transporte, almacene, distribuya, compre, venda, suministre, sustraiga, porte o utilice prendas para la fabricación de uniformes de campaña, insignias o medios de identificación, de uso privativo de la fuerza pública o de los organismos de seguridad del Estado, incurrirá en prisión de tres (3) a seis (6) años, multa de cinco (5) a cincuenta (50) salarios mínimos mensuales y en el decomiso de dichos elementos”. El susto queda como pequeña cicatriz de un percance inocente antes de cuajar en condena.

***

Me infla la resolución intrépida de quien saluda la libertad luego de un par de lustros encarcelado.
—Casi me gano un canazo largo —le digo a Camilo, que espera recién bañado en la cafetería del vestíbulo; me agacho para ponerle los cordones a los tenis sueltos.
—¿Por esa chaqueta? —me pregunta con el tono pasmoso del que se indigna por la pena ajena.
—No, por la chaqueta no. Por el nombre. Me llamo como un asesino.
Caminamos hasta la avenida, y el deseo empuja desde el alma y la garganta:
—Invitame a tomar algo pues. Acabo de recordar que me queda una semana de vacaciones.UC

 
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