Número 77, julio 2016

Enfermo por Nacional
David E. Guzmán. Fotografías por el autor
 
 

La cosa no estaba fácil para mis papás, un filósofo recién graduado y una joven bachiller con alergia a las oficinas y a los jefes. Yo todavía no había cumplido el año de nacido cuando decidieron viajar a Venezuela —donde vivía mi familia paterna— para probar suerte con algún trabajo. La primera oportunidad se presentó rápido: vender una inmensa carga de pinzas para el pelo y otros objetos metálicos que llevaban cinco años en bodega. Era el último chance para que no chatarrizaran esa mercancía. Luego de aceptar el desafío, mis padres salieron temprano para el centro de Valencia, a la zona de quincallerías, se repartieron las calles y se quedaron de encontrar para almorzar y compartir la experiencia. Al mediodía regresó mi papá cabizbajo, apretado por el fracaso de las pinzas, pero cuando vio la sonrisa de mi mamá supo que traía buenas noticias: le había vendido todo a un par de comerciantes chinos. Ante semejante milagro, el dueño del cargamento, Alex Gorayeb, mayor accionista del Deportivo Cali en esa época y timonel de la empresa General Metálica, dijo que quería conocer a la persona que había logrado tal hazaña. “Quiero conocer a esa muchacha, me la traen ya”, dijo Gorayeb. Así regresamos de la boyante Venezuela a Medellín y mi mamá empezó a trabajar con Gorayeb, viajando a Cali con frecuencia. En Medellín mi papá había conseguido empleo en un colegio y como mi entrada a la guardería aún estaba lejos, empecé a acompañar a mi mamá en todos sus viajes a la Sultana del Valle. Mientras ella cumplía sus citas y descollaba en el mundo de las ventas, yo me la pasaba en los entrenamientos del Cali. Allí conocí el olor del linimento, y jugadores como el Tigre Benítez y la Mosca Caicedo me cargaron en sus brazos. Al calor de estas circunstancias, todo pintaba para que fuera un paisa hincha del Cali; en mis primeros años regresaba a Medellín con banderines del equipo azucarero y en la familia se volvió famosa la anécdota del día que conocí al gran Willington Ortiz. Cuentan que al ver al negro, al descubrir su pequeña humanidad, dije decepcionado “¿y este es el viejo Willy?”, ocasionando carcajadas entre los demás jugadores y en el mismo Gorayeb, a quien recuerdo por sus elegantes pipas, siempre oliendo a tabaco de ciruela. Lo que no recuerdo es el viaje de mi mamá a Argentina, a La Bombonera, para la final de la Libertadores del 78; Alex la llevó para que cuidara a Karim, su hijo, que me llevaba unos siete años. Era tan grande la amistad con el poderoso libanés que el carro que utilizó Salvador Bilardo cuando dirigía al Cali terminó en manos de mi padre, un Simca azul clarito con caja de velocidad de Porsche que después de unos meses quedó en pérdida total tras volcarnos en plena autopista regional. Todos salimos ilesos.

El plato estaba servido pues para que fuera un azucarero más. Yo mismo lo decía aunque todavía no sabía en realidad qué era ser hincha, ni sabía de pasiones, solo iba pegado de las faldas de mi mamá. Ella sí se volvió azucarera y se enfrentaba a mi primo Jaime y en especial al tío Memo, hinchas furibundos del Atlético Nacional; que como se le ocurría volverme hincha del Cali, que tenía que ser verde, pero de la montaña, decían ellos. Y yo inocente, la seguía acompañando a la sede del equipo. En medio de ese tira y afloje entre mi mamá y Memo y Jaime, llegó la época en que empecé a cobrar conciencia. Ya ellos me habían llevado al Atanasio un par de veces, pero no habían podido volverme nacionalista, aún estaba muy niño y quizás no me interesaba tomar decisiones más allá de preferir un juguete a otro. Si bien seguía más cerca del Cali por influencia materna, en diciembre de 1981 tuve un primer encuentro a solas con Nacional. Recuerdo ver la portada de El Colombiano entrando por debajo de la puerta de la casa; en primera plana estaba la foto del equipo formado y el titular decía “Nacional Campeón”. Nacional, el equipo del primo y del tío. Pero a mis cinco años seguía ajeno a esas pasiones aunque, sin saberlo, la semilla verdolaga ya estaba sembrada.

Un año más tarde, en 1982, en otro de los viajes a Cali, Memo nos acompañó porque al domingo jugaban Cali-Nacional en el Pascual Guerrero. Ese año, a pesar de que Nacional defendía el título, el Cali tenía una estrella más y mejores pergaminos, venía de ser el primer club colombiano en disputar la final de la Libertadores. El partido era todo del Cali, Memo sufría y mi mamá cantó a rabiar el primer gol caleño cuando empezaba el segundo tiempo. Fue un riendazo de Nadal, de zurda, inatajable para Carrabs. El partido pintaba para victoria del Cali. Faltando pocos minutos para el final, hubo un tiro libre a favor de Nacional, al cobro César Cueto. Nunca olvidaré el grito de gol del tío Memo cuando la pelota iba apenas por el aire y la felicidad mía cuando infló la red. Después entendí que Memo lo había cantado desde antes porque el balón pegó en la barrera, exactamente en Carpene, volante del Cali, y dejó al arquero Zape lejos de atajarlo. Lo celebramos juntos, me levantó en sus brazos, gritamos. Recuerdo que mi mamá le dijo que estuvo a punto de pegarle una palmada en la cara por cantar el gol sin que entrara el balón y creo que no le faltaron ganas de darme una pela por traición. Así se supo toda la verdad, las puntadas del destino me habían hecho verde, verde de la montaña contra todos los pronósticos.

A partir de entonces empecé a vibrar como hincha del Atlético Nacional. Ir al Atanasio de la mano de Memo o Jaime se convirtió en plan semanal y los banderines y otros suvenires del Cali fueron desapareciendo de la casa. Una de las primeras veces que fui al estadio de noche, un miércoles de 1984, jugaron Nacional-Santa Fe. Al salir del estadio fuimos a comer chuzo y a tomar fresco. Todo transcurría dentro de lo normal, recogimos el carro en las afueras del estadio después de una media hora y emprendimos el camino de vuelta a casa. No muy lejos vimos un negro en sudadera caminando por la calle Colombia con una tulita colgando de la espalda. “¿Ese es Sapuca?”, preguntó Memo sorprendido. Nos acercamos y mi tío, que era inspector de policía, se ofreció a llevarlo a su destino. Sin pensarlo, el negro Aparecido Donisette de Oliveira se subió al puesto del copiloto y yo me pasé para la banca de atrás por encima de la palanca de cambios; no lo podía creer, quedé mudo del susto y la emoción. Habló poco Sapuca, que expulsaba un tufillo a cerveza, y aunque no fue mucho lo que estuve en el carro porque me dejaron en el barrio Carlos E. Restrepo, ahí cerca al Atanasio, fue una escena que me marcó. Negro y de barba, con ese porte, lo vi como a Baltasar, el rey mago.

Entre los años 85 y 88, o sea de los nueve a los doce años, mi amor por Nacional creció más que mi conciencia. Y conocí lo que es el sufrimiento por el equipo amado, las derrotas a manos de rivales de peso, el odio hacia ellos y el amor hacia los jugadores que defienden la camiseta. En el último partido del 87, aquel domingo fatídico que Nacional, en los pies de Beto Sierra y el Andino de Oro, botó dos penales ante el América y perdió la opción de ir a Libertadores, derramé lágrimas por primera vez. Desde ese año empecé a sufrir de seborrea capilar a causa de la angustia y los nervios, según el médico; era una caspa que se costrificaba en el cuero cabelludo y me picaba mucho. También la padecí en el octogonal del 88 cuando al final perdimos el título con Millonarios, después de empatar a uno contra Santa Fe en Bogotá. El gol santafereño de Checho Angulo fue como una cuchillada y otra vez el llanto, la frustración, la caspa. Recuerdo que me mandaron una loción llamada Seborín que para la Copa Libertadores del 89 ya me tenía aliviado. Para ese momento mis padres estaban divorciados y los fines de semana los pasaba con mi papá. Sumergido en sus libros no comprendía por qué si Nacional jugaba a las 3:30 de la tarde, yo giraba alrededor del partido desde por la mañana hasta por la noche que daban el noticiero y los goles de la fecha. “¡Enfermo por el Nacional!”, era su frase, su regaño preferido.

Para la Libertadores del 89 me desteté de Memo y Jaime y empecé a ir al estadio con gente del colegio, en especial con Daniel, compañero desde kínder, y con Ángela, la profesora de Estética. Por algún inconveniente con las torres de iluminación, los cuartos de final y la semifinal fueron por la tarde. La fiesta se armaba entonces desde el primer descanso y ya nadie ponía atención en clase. En los pliegos de cartulina que nos servían para hacer carteleras sobre el sistema solar o las partes de la célula hacíamos letreros para llevar a los partidos. El día que jugamos contra Millonarios, Daniel hizo una mano empuñada con el dedo corazón levantado y debajo una frase que no podía faltar en los cotejos contra el azul: “Pimentel HP”. Fue avalado por Ángela pero nos lo decomisaron a la entrada del estadio, no por el mensaje para Eduardo sino porque presumían que la cartulina era un material con el que se podían armar baretos. Después de eliminar a Millos y desquitarnos de los dolores que nos habían ocasionado en el 88, y en la primera ronda de esa Copa, el partido contra Danubio prometía una bacanal y así fue: se vino una lluvia de goles, un exceso de celebraciones en una tarde inolvidable. Era la primera vez que cantaba media docena de goles en un solo partido; el quinto y sexto no los cantamos a rabiar, afónicos ya de gritar, sino que nos detallamos la celebración de los jugadores. “Mirá como saltó el Palomo, ¡qué brinco metió!”.

También era la primera vez que acariciábamos la posibilidad de ganar un título, uno continental, era un sueño increíble. Pero como un baldado de agua fría cayó la noticia de que la final no se podía jugar en Medellín porque el Atanasio no tenía al aforo suficiente. Cuando ya estaba resignado a verlo por televisión, porque no nos dejaron ir en bus a Bogotá, recibí la llamada de una tía que era novia de Fausto, el cantante. Que pidiera permiso para faltar al colegio miércoles, jueves y viernes porque nos íbamos para Bogotá a ver la final, que Fausto había conseguido boletas y que ella me iba a regalar el pasaje en avión. Fui el elegido entre decenas de primos de todas las edades porque en la familia sabían lo enfermito que era por el verde.

 

David E. Guzmán

David E. Guzmán

Recuerdo la pinta con la que llegué a Bogotá y presencié el título de Copa: una camiseta OP verde de manga larga, de las chiviadas que vendían en El Diamante, y un overol índigo. Ese 31 de mayo del 89 sufrí como nunca en el primer tiempo al ver que no hacíamos gol y luego me desboqué de alegría con la remontada, aunque hubo sustos tremendos porque Olimpia estuvo a poco de descontar. En la tanda de penales, mi tía, hincha a muerte del DIM, me cuidaba de reojo. Estuve relativamente tranquilo hasta que Pipe Pérez botó su disparo y comencé a llorar como si hubiéramos perdido, el recuerdo de los penales del 87 se me vino a la mente con la sensación de derrota. Un señor desconocido que estaba a mi lado me puso la mano en la cabeza y me dijo, “tranquilo pollito que esto lo vamos a ganar”. Todavía agradezco esas palabras que me devolvieron la confianza. Qué momento feliz en medio de la fría noche bogotana ver al equipo dar una vuelta olímpica de esa magnitud. Tanto sufrimiento se veía recompensado.

A principios de los noventa me conseguí con Fausto un pase para quince personas, para la tribuna sur alta, y fundé, con catorce amigos de la unidad residencial donde vivía, la barra “El rebaño verde”. El trapo no era muy grande, creo que de ninguna tribuna se alcanzaba a leer el nombre de la barra, pintado con un verde claro y letra gordita típica de pelada de colegio de esa época. En el 91, después de eliminar al América en cuartos de Libertadores con goles del Torito Cañas y Diego Osorio, nos fuimos a celebrar a la 70; en medio del festejo unos hinchas verdes se bajaron de un R4 embadurnados de harina y me pegaron para robarse mi bandera. En ese mismo año, en diciembre, hicimos una fila de todo un día para comprar las boletas del partido que definía el título. Con un sombrerito hermoso del Bendito Fajardo quedamos campeones y por fin dimos una vuelta olímpica en el torneo local. Fue un delicioso desquite luego de las lágrimas que nos había hecho derramar La Mecha en los pies de Gareca, Battaglia y el Pipa de Ávila. Tres años más tarde, en el 94, con el rebaño extinguido y la amargura de la reciente muerte de Andrés, dimos otra vuelta olímpica en el Atanasio frente al Medallo, y al año siguiente nos volvimos a ilusionar con un gol de tiro libre de René y la Libertadores. Terminamos con la mirada clavada al piso, soportando los cánticos victoriosos de la hinchada de Gremio. En ese 95 ya estaba en la universidad y un día cualquiera me fui para la sala de periódicos de la U. de A. con el recuerdo borroso de aquella vieja portada de El Colombiano que había visto a mis cinco años. Quería corroborar si esa imagen era real y pedí todos los ejemplares de diciembre del 81; los miré uno a uno hasta que me encontré la portada, tal cual la tenía en mi mente. Ahí me di cuenta de que esa lejana epifanía infantil fue la que terminó por hacerme hincha de Nacional.

La universidad, las mujeres, la fiesta, los amigos, algunas temporadas en el extranjero, toda esa mezcla y otros intereses me alejaron del estadio desde el 96. La tristeza, más no el llanto ni la seborrea, regresó con las humillaciones del 2004 ante Medellín y Junior, quizás el año más duro para la hinchada de Nacional. Las vueltas olímpicas que siguieron a ese fatídico 2004 las viví con fervor en las calles, sobre todo los títulos ganados al Santa Fe en 2005 y 2013. En la final del primer semestre de 2007 tuve la oportunidad de ir al estadio y bajar a la pista atlética para dar la vuelta olímpica con los jugadores gracias a que uno de mis primos contemporáneos trabajaba en las inferiores del equipo. Ya Nacional era otro, un verdadero poderoso, muy diferente al que conocí a comienzos de los años ochenta, de media tabla y permanentes fracasos a pesar de sus grandes jugadores, mis primeros ídolos: Herrera, Santín, Carrabs, Cueto, La Rosa, Sapuca.

En 2014 estuve en Brasil y después de acompañar al verde en Porto Alegre ante Gremio y en Montevideo ante el Nacional de Uruguay por la primera ronda de la Libertadores, me agarró una nostalgia hasta rara y unas ganas insaciables de volver al Atanasio. Una vez regresé a Medellín, motivado además por la presencia y títulos de Libretica Osorio, me aboné para ir al estadio durante todo el 2015. Ya no en preferencia, sin pases oficiales, sino a la popular Norte. Con un par de amigos barbados, que parecen más filósofos que hinchas como yo, colonizamos lo más alto de la baranda, justo abajo del tablero electrónico. Otra vez víctima de la enfermedad —de la que quiero morir y no me quiero curar— ir al fútbol se convirtió de nuevo en plan semanal, volvieron las celebraciones a rabiar, las lágrimas de alegría, la fiebre verdolaga.

En la Libertadores de este año 2016, de la mano del profe Rueda y de cracks como MacNelly, Armani, Sebas Pérez, Guerra, Alex Mejía, volvimos a acariciar la gloria continental. En el partido en casa contra Rosario Central el corazón me empezó a latir más rápido, a esta edad ya el miedo no es la seborrea sino un infarto. En los últimos minutos tuve que respirar profundo y sentarme. El gol de Berrío no lo pude gritar sino que levanté los brazos al cielo mientras la hinchada se revolvía y abrazaba convirtiéndose en una sola amalgama desenfrenada. Me sentí como un dios viendo semejante escena. Luego, contra Sao Paulo, en la antesala del partido, la gente empezó a cantar el coro que dice “Yooo te vi salir campeóoon del continennnte, vamos mi verdolaga, quiero volver a verteee” y para mí fue imposible contener el llanto, volví a llorar de la emoción esta vez junto a muecos sin camisa, viejos asfixiados y mis compañeros de tribuna, con quienes suelo calentar motores y rematar partidos en el caspete de la Mona, allá donde también celebran los fundadores de la barra Aquel 54. Al son de guaro y cerveza se cocinó una nueva alegría, una nueva alegría continental. UC

 
David E. Guzmán
 
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