Número 77, julio 2016

Un hombre, en Montecarlo, va al casino,
gana un millón, vuelve a su casa, se suicida.
Cuaderno de notas, Antón Chéjov
 
 

Monedas de Fantasía
Cruz Mauricio Correa. Ilustración: Eliana Pineda

Cuando se refería a una mujer que le gustaba, mi amigo declaraba siempre lo mismo: “Qué animalito más exótico”. Solo se sabía que este comentario era un halago por la forma en la que sus ojos permanecían sobre ellas. Casi siempre eran observaciones acerca de mujeres bastante más voluptuosas que aquellas que suelen llamar mi atención. Sin embargo, tengo que reconocer que una que otra de las mujeres por quienes él se sentía atraído eran guapas. La morena que está al otro lado del pabellón fue una de ellas. La recuerdo bien porque anteayer la vi en el Montecarlo. Esa tarde mi amigo había cancelado nuestra cita diaria de juego por problemas en el almacén. Yo estaba solo, frente a la tragaperras.

El animalito exótico se acercó a mi máquina sin que me diera cuenta. Con amabilidad me sacó de la rutina de jugador. Sin embargo, se negó a darme el nombre y a contestar mis interrupciones. Estaba más preocupada por la ausencia de mi amigo que por mí. Eso sí, averiguó si yo vivía donde él le había contado. Si yo trabajaba donde mi amigo decía. También me preguntó si yo visitaba otros casinos, si solo jugaba al traganíqueles o si, en cambio, apostaba a otro juego. Cuanto más cercanas a mi vida personal eran sus preguntas más me concentraba en su belleza. “Entréguele a Antón”, fue lo último que me dijo. “Dígale que espero volver a verlo, ¡aquí!”. Y sin mucho aspaviento puso en mi pierna un pequeño sobre sellado.

Después de perder la mayoría de fichas, sentí curiosidad por el encargo que la morena de muslos firmes me había impuesto. Tocándolo supe que no contenía una carta. Ni papeles. Los bordes en punta tampoco correspondían con los de una tarjeta… de ninguna clase. El animalito exótico no estaba por ninguna parte. El pequeño rectángulo de papel blanco se sentía blando y duro al mismo tiempo. Despertó mi curiosidad. Eché otra de las monedas del casino dentro de la máquina y en tanto las tres ruletas giraban detrás de la pantalla de vidrio, abrí con cuidado el paquetico: el estuche transparente que encontré contenía seis redondeles planos de metal. Se trataba de los dijes de fantasía que Antón vendía. Dos corazones rojos y un cuatro de trébol, se detuvo la tragaperras. Arrojé por la canal otra moneda. Jalé la perilla, y sin mucho drama me puse a comparar las baratijas que le habían dejado a mi amigo con las monetiformes que yo había comprado en la taquilla de la sala. El diámetro de todas era el mismo. Las de mi amigo eran, obviamente, más nuevas, o simplemente más brillantes.

Al palparlas descubrí que cinco de estas poseían cierto imperfecto común. Prácticamente invisible. Reina de diamantes. Seis de tréboles. Nueve de diamantes. Mientras las ruedas de las cartas giraban nuevamente, volví a examinar las joyas que la mujer de cabellos en bucles y mejillas rojizas me había recomendado entregarle a Antón.

Solo una tenía perfecto el orificio del cargador. Las otras poseían dentro de la cavidad algo así como la pequeña mordida de un ratoncito al cual le faltaba medio diente. Mi máquina se detuvo en silencio. El de la buena suerte era Anton. Agarré una de mis fichas y procurando no llamar la atención la empaqué en lugar de uno de los dijes que poseían aquella rugosidad en la perforación. Guardé el estuche de plástico dentro del sobre.

Introduje la placa falsa en el póker eléctrico… Antes de que tirara de la barra la pieza dorada fue devuelta por la rajadura inferior ubicada en un extremo de la tragamonedas. Tenía que terminar mi apuesta. Saqué de la bolsa de papel la única pieza sin imperfecciones. Activé la máquina: Las ruedas de las barajas se detuvieron alarmadas, después de voltear por no más de dos o tres segundos. Terna de reyes. La boquilla de la tragaperras seguía soltando las fichas del premio sin parar. Rápidamente llené una de las bolsas que me habían entregado en la ventanilla del Montecarlo a la hora de cambiar mi dinero por níqueles para jugar. Las luces de la pantalla se apagaron. El ruido de victoria cesó. Me había sacado el millón que el Montecarlo entregaba como premio mayor.

A la mujer exótica no la había tratado lo suficiente como para reconocerla en un ambiente distinto al de la sala sin ventanas y cielorrasos bajos del casino. No sabía ni su nombre, ni siquiera tenía clara la relación con mi amigo. Se lo preguntaría la próxima vez que la viéramos. Desde esa noche yo era quien quería verla. Además me gustaba su nariz. Sus pestañas se entrelazaban formando un carrusel en la comisura de los parpados. Sellé el sobre.

 
Ilustración: Eliana Pineda

 

Las oportunidades llegan siempre. Salvar la distancia, reconocerla entre la gente fue fácil cuando se paró para servirse una aromática. El ambiente del lugar era solemne. El olor altivo de las flores apeñuscadas a un lado de la cafetera. Empalagoso como el resto de la atmósfera de la sala. El animalito exótico regresó sin prisa hasta su puesto junto a los ventanales. La falda, bastante más larga que la que llevaba dos noches antes, no me permitió ver sus sensuales piernas. No sabía qué clase de relación tenía con el hombre que estaba a su lado. Era mucho más joven que ella y llevaba puesta una ropa no muy acorde con la ocasión. La saludé del otro lado del recinto con una sonrisa. Ella no correspondió a mi saludo. Sus ojos, sin embargo, me determinaban con calma.

Sobre la hora final la gente estaba amontonada. Aunque había espacio todos estábamos juntos. El murmullo era como el de una fiesta tranquila entre amigos. Nos movíamos a la vez. Esperábamos salir en orden hacia los carros. Ella y yo, y el tipo que la acompañaba, habíamos terminado a menos de dos metros de distancia. Yo estaba en la parte trasera de la comitiva, el hermano de Antón al otro lado, también en la parte posterior.

La escolta principal la integrábamos cuatro personas. Al ver a la mujer del casino de pie recordé el calificativo de Antón acerca de ella. Su belleza era particular. El protocolo para despedir a mi amigo había sido decidido por su familia desde el momento en que descubrieron el cadáver colgado de la viga del techo. El hombre de ropa informal se me acercó y me dijo rompiendo la solemnidad de la caminata fúnebre: “No se marche sin mí. Usted y nosotros también tenemos algo que arreglar”.UC

 
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