Número 78, agosto 2016

El gran León
Eduardo Escobar. Fotografías: BPP

León de Greiff - Archivo BPP

León de Greiff, nacido en Medellín el 22 de julio de 1895, es el más extraño de los poetas colombianos. Tan extraño fue, que fue el único poeta vivo que los nadaístas respetamos en nuestro trabajo de poda en el canon de las glorias nacionales, cuando irrumpimos en Medellín con la intención expresa de “no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio”. Su obra vasta, múltiple y compleja, no fue explorada todavía como se merece en este país incomprensible. Y mezquino. Y reduccionista.

Si no hubiera sido un gran poeta León de Greiff habría sido memorable de todos modos por muchas otras razones: por la figura de quijote que se hace el sueco que se fajaba, por el desdén autista que exhibió desde la madurez y que se fue agravando a medida que envejeció y por el modo como se paseaba a zancadas por la carrera séptima en la Bogotá de los años sesenta, tras de su larga pipa como un sexto dedo humeando, vestido como los espantapájaros, cubierto por una boina oscura y desarmada como si hubiera dormido con ella, derramada sobre la testa, y con unos ojos anteojos de tonto o de quien lleva en lugar de un alma un crucigrama en proceso, o una pregunta que en el fondo no le importa porque todo le vale nada si el resto vale menos. Dicen que no había crucigrama que le ganara. Y dicen que hacía de una vez y a veces sin llenarlo el muy difícil que publicaba entonces El Tiempo, plagado de enigmas de ladino, de falsas pistas y de pequeñas trampas. Le gustaban las palabras. Incluso inventó una de la que no me olvido: nefelitaba. Sabía que por EDUARDO ESCOBAR en la palabra habita el hombre. No en la prosperidad ni en la inopia. Que él renombró como el estado de simplatía.

El hombre sabía un montón de cosas que sabía para nada, a las que se acercaba con la curiosidad de un niño sin pretensiones, por el mero placer de hacerse el cómplice del mundo, no para mirarlo sino para entenderlo. Conocía los nombres de las piedras de adorno, de los pájaros propios de la cetrería, los de un montón de ciudades remotas, antiguas y nuevas, los de los instrumentos musicales que ya nadie toca, la gaita y la zampoña. Y cantó los calores del río Cauca y la vida simple de los ingenieros ferroviarios, siempre borrachos por las tardes, detrás de las indias de tetas estrábicas, por allá en las posadas donde se cruzan la Comiá con el Cauca. La lengua es todo: las eufonías y las cacofonías y la ecolalia.

Ya no me acuerdo si con esos versos suyos que ponen una rosa por testigo de ese amor que si no fue ninguno otro amor sería, los muchachos de nuestra generación aprendimos a pasar los escollos de los primeros enamoramientos mejor que con Bécquer y mejor incluso que con Neruda y sus estrellas que tiritan. Puede ser. Sí recuerdo que en plena juventud, cuando la muerte parecía una estación tan lejana, solíamos recitar entre los amigos, cuando nos poníamos melancólicos y nos cogía la podredumbre existencialista entonces de moda, eso de la señora muerte que se va llevando todo lo bueno que en nosotros topa. Y eso de que, solos, en un rincón, vamos quedando los demás, gente mísera de tropa, de alma de trapo y corazón de estopa. Es obvio también que le gustaba la música. Y hasta se empeñó, con suerte a veces, en trasvasar la música de sus chopanes y sus schuberes en las palabras de los antioqueños mezcladas con arcaísmos. Algunos mínimos poetas suelen tratar de oponerle a la literatura de León Greiff, la de otros poetas mucho menores. Pero es evidente que es gente de alma estrecha que entiende la crítica literaria como una manera de hacer las relaciones públicas. Entre poetas verdaderos no puede haber parangones. Raquel Jodorowski dijo: No hay los buenos ni los malos poetas: hay los hombres que cantan.

León de Greiff es un poeta perfectamente incomparable con cualquier otro latinoamericano del siglo XX, porque es él, solo, presente en soledad con un puñado de poemas que la antología de la tribu haría bien en no olvidarse. Y con un laberinto de relatos en prosa que a veces incitan a bailar cuando se leen. Entre los follajes de un modernismo pasado de caprichoso, art déco, de Greiff expresa al mismo tiempo un talante, un modo de ser, o mejor dicho, un montón de modos de serse y de vivirse. Y reinventó el simbolismo entre nosotros.

Fue tan grande León de Greiff para su tiempo que no solo los nadaístas le perdonaron la vida en la siega inclemente de los primeros manifiestos de tabula rasa. También los comunistas que apenas podían verse con los poetas de la pandilla de gonzaloarango rindieron tributo de respeto a la magra figura del poeta suecoantioqueño. Y los del M-19, ¿no le dieron a guardar la espada de Bolívar al viejo ogro cuando se la robaron de la quinta en la pata de los cerros? Sabían que así convertían el robo en alegórico, usando de caleta la guarida del ríspido caballero de las letras, del alejado de todo, de uno que la burocracia había convertido en un monstruo. Los del Eme también sabían que el último lugar donde los militares asomarían las narices en busca del fierro, sería bajo la cama del poeta grafómano que convirtió el castellano en un batiburrillo de lo más interesante. Jaime Mejía Duque, un crítico manizalita de estirpe luckasiana, lo quiso reivindicar para la izquierda por un verso donde menciona a Lenin y proclama que lleva no se qué enseña. Y lo llevaron a Cuba por eso. Y a veces los institutos mamertos llevaban su nombre y los colegios mamertos dirigidos por bolcheviques de alfandoque como son los nuestros siempre. León de Greiff lo aceptaba a veces de mala gana y se deja invitar cuando no tenía algo mejor que hacer. Aunque en las fotografías de los ágapes con los comisarios siempre tiene un aire de ido. Como uno que lleva por alma un crucigrama en blanco, que espera ser llenado de cosas y de cosas. León de Greiff es uno de los animales más bellos que conocí. Dueño de un esqueleto de un largo envidiable en un país de pícnicos. Y antes de que lo olvide: Matías Aldecoa es el seudónimo de uno de los negociadores en La Habana, aunque es obvio que jamás leyó a de Greiff, a juzgar por la manera de construir sus frases desbaratadas, como esos campesinos que usan los libros solo para sus sentadas de sanitario.

Sus amigos del café Automático solían preguntarle dónde mandaba arrugar los vestidos. Es decir, los que se atrevían a hacerle bromas. Porque aunque era dueño de un sentido del humor fabuloso que evidenciaba una inteligencia soberana, no le admitía chistes capciosos a todo el mundo y podía mostrarse como un adusto cascarrabias. Decía que jamás se había enguayabado aunque era bueno para la copa. Afirmaba que no se dejaba alcanzar. Decía saber que la resaca se cura con pelos de la misma perra. No sé de qué color tenía los ojos. Sé que siempre estaba mirando a lo lejos sobre las cabezas de los transeúntes en busca de la sombra de una mujer. Ulalume. O Xatli. U Ofelia. Que eran los nombres que les ponía a sus amadas, aunque se llamaran simplemente Marta o Gertrudis o Pepa. Y a quienes a veces cantó. Dame tu axila, leche con canela.

 

Una vez, cuando publiqué mi primer libro, Invención de la uva, con una carátula naranja y un dibujo de una bicicleta surrealista llena de gente desnuda con sombreros estrafalarios, una plumilla de Álvaro Barrios cuando era genial, me lo tropecé en Bogotá por los lados de la calle 24 frente a un edificio de ambiente francés y fachada francesa que más tarde habría de llamarse Hotel Dalí. Y me acerqué, reverente, y le dije con un hilo de voz de tímido: “Maestro, qué pena, permítame un momento. Acabo de publicar mi primer libro y quería regalárselo”. Y él me miró desde su nube, la chivera amarilla de macho cabrío, y echó al aire una bocanada de su cigarrillo Lucky Strike, y me preguntó en un tono ambiguo, con el mismo sonsonete de arriero antioqueño que jamás perdió, ni siquiera después de vivir tantos años tan cerca de los académicos bogotanos, y que ahora mismo no puedo determinar si fue indulgente o amistoso o irónico: “Y por qué le da pena, hombre”. Y recibió mi regalo y se fue y lo abrió en la página donde suelen los escritores poner sus dedicatorias y entonces volvió sobre sus pasos con una orden: “Pero escríbale algo ahí”. Y yo quedé fundido, confundido y garrapateé tan solo, “para el gran León” y él lo guardó en el bolsillo ancho de su saco de espantapájaros y se fue dando trancos. Oí decir que sus bolsillos estaban llenos de sorpresas. Que guardaban chicharrones, pedazos de pan, bocadillos y ceniza de cigarrillos norteamericanos. Y libros, digo yo. Álvaro Castaño Castillo dijo una vez que León de Greiff le había enseñado que el orden tenía que ver con la honestidad. Entonces, no sé qué clase de persona sería León de Greiff en el fondo. Una vez vi una fotografía de su biblioteca en la revista Semana siendo todavía un muchacho. Y me impresionó que no estuviera en las paredes como las bibliotecas del resto del mundo, sino en el suelo, formando una pirámide. En la que siempre sin embargo sabía encontrar el libro que le interesaba estirando la mano sin mirar.

Una vez más lo vi en el Automático que fue su segundo hogar. Y recuerdo que el humo del cigarrillo le había amarillado los brazos hasta los codos. Iba a saludarlo. Pero estaba rodeado por sus pretorianos que se cerraron celosamente por los hombros para impedirme la entrada. Y lo olvidé. Dicen que se bañaba poco. O nada. Dicen que solo encendía un fósforo diario por la El gran León mañana porque empataba los cigarrillos a lo largo del día hasta sumar ochenta. Si sirviera de ejemplo, se podría decir que el cigarrillo lo salvó de una muerte prematura. Con el aguardiente, que dicen que conserva. Porque vivió ochenta años largos al humo y bien humedecidos con ese brebaje de las cañas. Bien vividos.

No deja de parecerme extraño, entre todas las cosas extrañas que pueden encontrarse en la literatura, que León de Greiff, como Pessoa y como su amigo Fernando González, en un mismo ciclo del tiempo, hubieran descubierto el desdoblamiento de los sosias y los heterónimos que no son unos simples seudónimos. En un programa de sabios en concurso que vi por televisión en mi adolescencia recuerdo un señor, cuyo nombre olvidé, que recitó, según dijo, los cuarentitantos heterónimos de León de Greiff. Pero también oí decir que son cien por lo menos. En todo caso es fácil corroborarlo leyéndolo: los heterónimos de León de Greiff están minuciosamente diferenciados, cada uno con su carácter. El ruso Gurdjieff pensaba que somos un amontonamiento de yoes con sus propias gracias cada uno, que se reparten nuestro tiempo según una mecánica predecible. Matías, Sergio, Harald Erik y hasta Beremundo el Lelo tienen cada uno una dimensión propia, insustituible, cada uno con sus propias costumbres y sus gustos. Unos aman la noche, unos el día, otros el silencio, otros la música. Y beben cosas distintas, los unos ron y los otros aguardiente y vodkas los otros. Y piensan cosas diferentes y hasta opuestas y sueñan sueños distintos. En Fernando González a veces el método conduce al desgarramiento católico. A León de Greiff le importan un carajo sus sombras y en todo caso no se queja. Es extraño que un estoico hubiera podido escribir una literatura tan profusa y tan apartada del sentimentalismo filosófico, hecha de pura formalidad, aunque fuera un hombre que vive en un desorden pavoroso. Alguien describió un día su cuarto lleno de totumas de arequipe debajo del mobiliario, de botellas vacías, de discos de vinilo fuera de sus bolsas, de libros cubriendo los ceniceros, de polvo y de pelos en el suelo porque con los años fue perdiendo las greñas de vikingo que tanto se alababa en nombre de sus abuelos hiperbóreos.

Me acuerdo que en los años del primer nadaísmo en Medellín, solíamos reunirnos en la casa del arquitecto Rafael Arango a oír las obras menores de Mozart y a leer a León de Greiff. Y que a mí en la turbiedad de mi ignorante adolescencia me sonaban a enigmas esas cosas suyas, como, por ejemplo, tango vos pandero mío, tango vos, si pienso en al. Mucho más difícil para mí que su famoso poema de Sergio Stepanski, que alcanzó popularidad entonces entre los borrachos pobres de las tiendas de barrio. Cuando los borrachos de las tiendas de barrio en Colombia todavía se reunían a temblar bajo los ecos de sus poemas favoritos.

Una anécdota final. Todos sabemos cómo es el país. Cuando el viejo glorioso, que tal vez había olvidado pagar el catastro de su casa en ruinas, fue conminado por la oficina de impuestos a entregarla en pago, un montón de amigos organizaron una colecta para salvarle el escampadero. Pero él se negó. Engreído como era, saludablemente engreído. No estaba dispuesto a recibir limosnas para paliar otra injusticia nacional. Pero la ley es la ley y el proceso siguió su curso. Entonces, alguien tuvo una idea: fundar un premio de poesía Coltejer para otorgárselo y que salvara la deuda con la república. Recuerdo que asistí a la entrega del galardón. Y me acuerdo del chiste. Un Echavarría me da un premio. Y el otro me lo quita. Dijo. Recordando que el ministro de Hacienda era un Echavarría como el gerente de la fábrica filantrópica. Evidentemente con unas ganas tremendas de reírse. Del premio y de sí mismo y de la farsa de la vida.

Aquí tengo sus obras completas en la edición de Tercer Mundo hecha bajo el patrón de la de Aguirre. La abro al azar. En el primer tomo, proclama en la página 138:

“Hagamos la serena
—la serena y la loca—
vida del que en sí propio no se toca
y que en nada se halla”.

UC

 
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