Número 82, diciembre 2016

Ellas también ponen huevo
Carolina Calle. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
 

La vida en blanco y verde

Fotografías: Juan Fernando OspinaSara Zuluaga le gustaría que su cuerpo sin vida fuera enterrado dos metros bajo el césped del estadio. Esta hincha de veintiséis años empezó a pensar cosas raras a partir de la Copa Libertadores del 2016 cuando sintió tan cerca la muerte.

Durante el partido del Atlético Nacional contra Rosario Central, un aguijón en el pecho la dejó quieta. El partido empezó mal, primero un penalti en contra, luego un tanto del visitante y el deber de marcar tres goles para clasificar.

Sara resultó hipertensa desde los veinte. Toma pastillas para pasar la vida sin taquicardia pero la cosa se complica cuando el verdolaga entra a unos cuartos de final. Ahí no hay dosis que valga.

“Te tenés que calmar”, se dijo a sí misma para espantarse el infarto que venía en camino esa noche de mayo. No quería salir del Atanasio en camilla como esa vez contra el Huila, cuando celebrando un gol junto a la baranda, se descompuso la rodilla.

Todo hay que decirlo, Sara es torpe y carece de motricidad fina, tiene experticia en eso de tumbar y dejar caer cualquier cosa “sin culpa”. Es un peligro desempacando el mercado o quebrando un huevo.

En su combo de amigos, Sara es famosa no solo por su torpeza sino por la mala suerte que atrae. Cuando tiene un mal presentimiento hay que taparle la boca para que no sentencie una derrota. Tiene el récord imbatible de chocar el carro dos veces en un mismo día y de quebrarse las dos manos en una sola caída. Sara es sinónimo de ruina, de accidente, de sal. Por eso, por salada y por cariño, en vez de Sara le dicen Sala.

De su mala estrella no se sabe la causa. De la pasión por el Rey de Copas cuentan sus ancestros que el germen lo puso el tío abuelo, quien iba por la hermanita menor a la escuela y la sacaba de clase para llevarla a una revisión de muelas.

Era en el estadio donde los hermanos Rivera echaban lengua y quedaban con la boca abierta. Piedad y Samuel regresaban sin aliento pero contentos por la buena racha del equipo de aquel 54 que dio la vuelta por primera vez.

Esa niña fugitiva es doña Piedad, la abuela de Sara que instauró el matriarcado verdolaga. Tiene un equipo de once hijos encargados de propagar el delirio; trece nietos salieron portadores y pronto vendrá la primera bisnieta que ya está en la mira de ese batallón verde.

Sara es la capitana, una morena de piel tersa, pómulos firmes, mirada de búho y lunares en el cuello. Decía que cuando fuera grande quería ser como Higuita, su superhéroe sin capa y con guantes, de pelo crespo y bigote negro, que volaba en el arco.

Dice que cuando sea vieja no dejará la música ni el fútbol. Por eso asiste a la universidad y a la tribuna. Su voz es dulce en el salón de clase pero en Oriental es la de un león sin bozal. Es de pocas palabras en la calle y de sonidos extraños en el estadio. Nadie silba como Sara sabe silbar. Sara sopla con dos dedos en los labios y es capaz de hacerle un huracán al adversario, un estallido al árbitro o una pesadilla al de adelante. Ha aturdido a muchos no solo con silbidos sino también con trinos.

Después de cada contienda, dispara frases desde su guarida en Twitter: contradice a Carlos Antonio Vélez, aplaude a Franco Armani y aconseja a Miguel Ángel Borja. Ha sido analista en la era de Osorio y en la de Rueda; crítica de Rescaldani y de Bonilla; defensora de Alexis Henríquez y de Stefan Medina.

Ya perdió la cuenta de cuántos hombres la han silenciado. Hay tipos que prefieren bloquear antes que debatir de fútbol con una mujer. Un hincha verdolaga la mandó “a lavar platos” y otro del Poderoso le recomendó “planchar camisas y pantalones” en vez de meterse en asuntos de varones.

Ante ese machismo virtual, Sara no sucumbe. Ha escrito cerca de diez mil trinos porque lo que sea con el verde le incumbe. Por eso es la cabecilla de una barra sin nombre, la que en partidos claves “madruga” a cuidar quince puestos para su plantilla, la que canta, la que salta, la que inclusive los transporta.

Cada vez que hay cotejo, Sara enciende su carro vino tinto, modelo 94, desde el sur de la ciudad con dirección estadio. El “circular Sara” pasa por Luisa, la única amiga mujer que no le responde con un bostezo cuando habla de la propuesta táctica y de los pronósticos de la tabla. Hace otra parada en la casa de los abuelos. Allá recoge a la tía Beatriz y a los primos y amigos que reservaron un cupo en su pichirilo. Cierran piernas, agachan cabezas y se encogen de hombros, así encuentran la manera épica de llegar juntos hasta a la meta.

Ese jueves 19 de mayo frente a Rosario Central, Sara tomó asiento para llorar. El tiempo se escurría y el gol que les faltaba para pasar a la semifinal no entraba. Bajó el asta de su bandera y se enrolló el rostro en la tela. No quería que nadie viera su rendición de lágrimas y recordó las veces que de niña terminaba haciéndole el duelo a una derrota debajo de la cama.

“¿Te embobaste o qué?, el partido no ha terminado”, se regañó de nuevo y empezó a conjugar su deseo en primera persona del plural: “Vamos hijueputa que esto lo remontamos”. Sara hizo un llamado a la contención de llanto, a la estabilidad de sus piernas, al sosiego de sus pálpitos y de repente una pelota descendió del cielo.

“Vi un centro, un jugador que la bajó en el área y una explosión, un terremoto, una estampida, todo el mundo se vino encima”. Sara abrazó a la tía y gritó por tercera vez consecutiva esa palabra de tres letras que contrarresta su sal: gol.

Macnelly había hecho lo difícil, Guerra lo inaudito, Berrío lo imposible y el prodigio se hizo en equipo. Desde esa victoria, Sara presintió que el Atlético Nacional le daría la vuelta al mundo y sería el representante del continente en el Mundial de Clubes de Japón.

El circular Sara sigue pasando de norte a sur, dejando amigos y familiares en el camino, todos pasajeros de un mismo sentimiento que va y viene cada domingo, cada miércoles, cada fecha.

Sara sigue mirando la vida en blanco y verde como cuando era niña. Gracias al fútbol, siente que aunque está de paso por el mundo está viviendo de local: es parte de una hinchada y de un estadio que siempre le ha dado su lugar. Por el verde recuerda su arraigo, su raíz; que pertenece a una familia, a un país; que nada está escrito y que su mala suerte, al igual que un marcador en contra, también se remonta.

El toque toque de la pecosa

Fotografías: Juan Fernando OspinaLa flaca corrió por un costado del estadio, esquivó a los que tenía en contra y cuando por fin estaba cerca de la meta, aprovechó un espacio y lanzó un disparo con la zurda. Para ella fue gol, golazo, tenía tan solo dieciocho años cuando aprovechó ese tumulto a la salida de un partido y con su mano izquierda le zampó un pellizco a la nalga de Choronta.

El jugador del Deportivo Independiente Medellín no pudo atajarlo y reaccionó a la defensiva, miró molesto para todos lados buscando entre la gente quién había hecho ese tanto en su trasero. Estaba rodeado de policías, periodistas y de una adolescente risueña y solapada que le volteó la cara.

El centrocampista escogió una posición estratégica cuando ingresó al bus, inspeccionó el área desde la ventana y se encontró con la picardía de esa pecosa que venía siguiéndole los pasos y persiguiéndole los glúteos desde un año atrás. John Javier Restrepo le rebotó una sonrisa a esa colegiala tímida a la que le temblaban hasta las pecas cuando lo tenía cerca.

Doce meses antes, Juliana Puerta no sabía nada de fútbol. Estudiaba en un colegio de monjas, vivía en un conjunto cerrado y nunca había pisado el Atanasio. No sabía por qué el árbitro alzaba tarjetas de colores, no entendía la diferencia entre un tiro libre y uno de esquina y desconocía el uso del punto penal. En televisión solo veía a un montón de tipos tirando escupas y echándose bendiciones.

Su perspectiva cambió cuando acompañó a un par de amigas a conocer los campeones de la Copa América en 2001. Los jugadores de la Selección Colombia estaban hospedados en el hotel cinco estrellas del barrio. El plan era farandulear, pedirle el autógrafo a Juan Pablo Ángel, darle un besito a Óscar Córdoba, entre otras técnicas aplicadas de asedio.

Juliana, en cambio, le echó el ojo a un jugador solitario que le peló el diente. Tenía los párpados caídos y los pómulos brotados, no era tan alto ni tan cuajo y ninguna le pedía la firma ni se le sabía el nombre. Pero Juliana no recuerda haber visto una dentadura semejante, era una sonrisa tan poderosa que por inercia le pidió una foto.

Ese trigueño aceptó de inmediato y se acercó. “Pero agárreme como si fuera su novio”, le dijo y la apretó con el brazo. Juliana quedó sin aire, sin saliva, sin entender esa sensación que la tenía con un mareo en la cabeza y con un sismo en el pecho. Lo único que atinó a decir después del relámpago del flash y de ese estruendoso abrazo fue:
—¿Cómo se llama?
—Le dicen Choronta —contestó alguien.
—¿Dónde juega? —insistió.
—En el Medellín.
Juliana alzó las cejas, le abrió el paso a un suspiro y remató con precisión:
—Entonces soy hincha del Medellín.
Y a partir de esa fecha Juliana y el equipo rojo se dieron la mano.

No le importó que en casi noventa años de historia, el Deportivo Independiente Medellín apenas hubiera logrado dos títulos. Se puso la camiseta y llegó al estadio con el ánimo de perder el norte. Allá en la tribuna de la Rexixtenxia, a esa niña de “dedo parado” se le cayeron los modales y conoció el “aguante”: empezó a gritarle al rojo que pusiera más huevo y a Choronta que estaba muy bueno.

Los lunes llegaba al colegio sin voz, con la garganta molida de tanto alarido y con el cuerpo adolorido de tanto brinco. Sus compañeras de colegio la recuerdan por su dominio en temas masculinos y por su mal gusto excesivo. Todas hacían mala cara cuando Juliana comía mango con limón y sal y de repente exclamaba: “Esto está más rico que Choronta en calzoncillos”.

En el universo futbolero amplió su léxico e incorporó palabras que antes le eran ajenas: tronco, crack y leñero. Aprendió que el verbo “ordeñar” también se conjugaba en el terreno de juego, que los arqueros “hacen tiempo” y los delanteros “se comen” goles. Su relación con las matemáticas mejoró. Tenía claro el promedio de victorias, derrotas y empates y hacía cálculos para saber cuáles resultados necesitaba para repuntar en el torneo. En la radio, cambió a Daddy Yankee por un tal Wbeimar, se creyó comentarista de fútbol y narró en su diario los pormenores de cada jornada. Coleccionaba frases de futbolista y dejó por escrito las respuestas que Choronta siempre daba a la prensa: “Dejamos todo en la cancha”, “tuvimos personalidad”, “Dios quiera que todo se dé”.

Juliana aprendió más de fé en el estadio que en catequesis. El Poderoso pasó de la casilla trece a la primera y después de 45 años alcanzó su tercera estrella. Gracias a esa copa que trajo de Pasto en 2002, su amor por el equipo se hizo independiente.

Han pasado catorce años desde entonces y el DIM se quedó en la historia de esta pecosa. Juliana ahora es odontóloga y Choronta, un veterano de la liga mexicana. Ella le sigue la pista desde su consultorio, sabe de sus andanzas a través de Instagram, le sigue detallando los dientes y aún se pregunta qué tiene esa sonrisa que la metió a ciegas al mundo del hincha.

En junio de este año esa flaca futbolera salió del estadio por su propia cuenta y le dio la vuelta al Parque Lleras, lijando su voz, cantando entre la multitud con bastante desafino que: “Es muy bonito, es muy hermoso, ser un buen hincha del poderoso”. Como en los viejos tiempos, pasó por cada esquina con la cara blanca, abrazando a cualquiera, radiante por la sexta estrella, tirando harina y añorando entre el tumulto un toque toque a Choronta para sumarle otro tanto a su memoria. UC

Este texto hace parte del convenio
entre la Subsecretaría de Ciudadanía
Cultural de Medellín y la Fundación
Taller de Letras en cooperación
con Universo Centro para la construcción
de la memoria del fútbol en la ciudad.
 

 
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