Número 84, marzo 2017

Los amigos no deberían morir
Javier Mejía O. Fotografía por el autor
 

El pasado 19 de marzo murió Alberto Sierra Maya (1944-2017). Sierrita, como le decíamos los amigos, se fue en una tarde lluviosa de domingo, acompañado por sus afectos y su bella y fuerte familia, con la elegancia y el desparpajo con el que vivió y marcó el mundo del arte en la ciudad y en el país durante los últimos cincuenta años.

Mucho se ha escrito sobre Sierra, mucho se ha dicho y faltará tinta para tratar de explicar el vacío que deja en la ciudad, en sus amigos, en las salas de museos y galerías. Se ha hablado del Sierra seminarista, del arquitecto, del artista, del profesor, del museógrafo, del museólogo, del coleccionista, del galerista, del investigador, del diseñador gráfico, del curador y sobre todo del amigo.

Sierra fue todo eso y más. Quienes lo conocimos fuimos marcados por su presencia, por su simple manera de enseñar, por su forma particular e inusitada de ver el mundo y por su agudo sentido del humor. Y es que nadie quedaba indiferente frente a Sierra, incluso sus detractores hoy lo recuerdan con ternura, su generosidad le alcanzaba para tener esa extraña categoría donde habitan los “enemigos íntimos”.

Siempre fue ajeno a los homenajes, aplausos y adulaciones, a pesar de que Sierra fue traductor, guía, tutor y catálogo del arte en Medellín: fundador del Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM), coordinador del Primer Coloquio de Arte No-Objetual y Arte Urbano, fundador de Re-vista del Arte y la Arquitectura en América Latina, creador del Parque de la esculturas en el Cerro Nutibara, asesor del Museo de Antioquia, miembro del Comité Cultural de Banco de la República, curador de la colección de arte de Suramericana y del Centro de Artes de la Universidad Eafit y la lista sigue y es larga.

Pero de todo lo que hizo, su obra consentida fue la galería de La Oficina, fundada con sus amigos Santiago Caicedo y Jorge Mario Gómez un día de septiembre hace 45 años. La galería fue epicentro del arte en Medellín y en sus paredes fue exhibida buena parte del arte nacional. Durante todos estos años vio crecer y consagrarse a los grandes maestros colombianos y apoyó a los nuevos creadores. Pero La Oficina también era el refugio de los amigos, era el sitio de tertulia y de almuerzos maravillosos: la galería era una religión y Sierra su profeta.

En la plástica nacional Sierra fue considerado anecdóticamente como uno de los cuatro evangelistas, o según quien lo mire, uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, que fue como denominaron a Eduardo Serrano (Bogotá), Miguel González (Cali), Álvaro Barrios (Barranquilla) y a Sierra en Medellín. Alberto tenía una mezcla justa de sabiduría, nobleza, compromiso y lealtad; como lo dijo la maestra Beatriz González: “(…) uno descubre su lado flaco, que es ser, discretamente, un buen amigo”.

Le gustaba y apreciaba lo bello y este rigor lo aplicaba en todas las facetas de su vida. Tal vez fue su paso por el Seminario Menor de Medellín, donde estudió tantos años, lo que lo hizo admirar y amar los rituales; incluso en su vida diaria repetía con exactitud mecánica y clerical algunos pasos insalvables, comer fruta en la mañana, tomar el Coumadín en la tarde, disfrutar de un whisky en la noche y luego buscar sus gafas a la medianoche.

Sierrita fue un amigo sin concesiones ni tibiezas, era íntegro, duro y crítico, pero nunca desleal. Hoy deambulan como perdidos sus amigos, como huérfanos, como viudas aferradas a su recuerdo, extrañándolo, evocando su presencia y recordando sus historias, de cómo vivió a tope y con el acelerador a fondo; Alberto fue una fiesta y solo me queda por decirle: ¡Sierrita, no le debes nada a nadie! UC

Fotografía: Javier Mejía O.

Alberto Sierra
(1944-2017)

 
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