Número 87, junio 2017

CAÍDO DEL ZARZO

NUESTRO ARMANI
Elkin Obregón S.

Sin salir de esta parroquia, para los jóvenes de hoy Armani es Franco, ese gran arquero que de tantas nos ha salvado, y que, según parece, se irá pronto, en busca de mejores aires. Buen viento y buena mar. Para los no tan jóvenes Armani será Marcio, modisto, diseñador, empresario de perfumes; fue peso pesado en el misterioso mundo de las pasarelas, tan ajeno a las modestas prendas de este cronista. Pero se cumple aquí con nombrarlo. Después, en fin, y por eliminación, quedan aún unos pocos para los que Armani es por antonomasia el que a continuación nos ocupa. Armani, el nuestro.

Nacido en Buenos Aires —1898—, Eduardo Armani estudió música y se tornó un notable violinista; como tal, y muy joven, acompañó en la escena argentina las presentaciones de la legendaria Isadora Duncan, y, un año después, las de la no menos legendaria Ana Pavlova. Algo más tarde formó su propia orquesta (de tango, claro), y para ella compuso con gran éxito canciones y páginas instrumentales. Anduvo también en el cine, a veces al frente de su grupo musical, a veces como actor, al lado de figuras tan importantes como Olinda Bozán o Tita Merello. En fin, tras un buen tiempo en esas lides, y al comienzo en asocio con René Cóspito, creó una banda de jazz, memorable según afirman muy creíbles historiadores de la música argentina; aquí termina el prólogo.

En algún momento de su carrera Armani se topó con la música colombiana. No se conocen antecedentes, no hay tradición que lo apoye, pero lo cierto es que de pronto Armani se vio ante el reto de poner su orquesta al servicio de sones que por fuerza debían serle ajenos. Pero su triunfo fue rotundo, y el “sonido Armani”, por llamarlo de algún modo, tiene para este escriba algo de insular, algo que no podía tener ni tuvo consecuencias.

Sabemos que había colombianos en su orquesta, y que, con ojo clínico, supo vincular a ese grupo voces de aquí; entre ellas, dos que están en nuestra historia, la de Jorge Monsalve, Marfil, paisa de Liborina, compositor y cantante de muchas campanillas, y la del cartagenero Gustavo Fortich, quien, solo o a dúo con varios compatriotas, paseó por tierras del sur su personalísimo estilo (Marfil es autor, entre muchos temas, de uno todavía recordado, El camino del café, cuyo mejor intérprete fue tal vez el dueto de Fortich y Valencia).

Otras cosas quería añadir, reacio lector, pero los caracteres no están de mi parte: que Armani grabó melodías caribeñas, y también andinas, y todo ello con idéntica solvencia. Entre las costeñas —porros, guarachas, cumbias—, Las pilanderas, Kalamary, El coquero, Playa, brisa y mar, La borrachera, La buchaca… Entre las andinas, San Pedro en El Espinal, Guabina chiquinquireña, Hacia el calvario, Del otro lado del río, Me voy pal salto… Joyas sonoras que Armani se sacó de la manga sin haber pisado jamás tierra colombiana. No me preguntes cómo, pero llevaba en su chip el olor de la guayaba.

 

Elkin Obregon

 
 
CODA

Queda en el tintero la mención a Terig Tucci, también músico, también argentino, quien protagonizó desde Nueva York una hazaña similar a la de Armani; nunca estuvo en Colombia y regaló a este país un puñado de grabaciones exquisitas y varias composiciones propias. Estamos en deuda. UC

 
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