Número 88, julio 2017

Los calzones de Emma, de María, de Manuela…
Líderman Vásquez

Fue justo en mitad del puente de la calle Colombia, sobre el río Medellín, que miré hacia el Edificio Inteligente, vi el arcoíris y ahí mismo pensé en los calzones de Emma, de María, de Manuela… Girar la cabeza, ver el arcoíris y pensar en los calzones de esas muchachas ocurrió en el mismo instante, como saborear un postre y recibir, mezcladas, la sensación de lo dulce y lo salado. Delicioso. Estuve un rato mirando el arcoíris, una cinta de tenues colores atravesando la curvatura del cielo, perdiéndose detrás de las crestas de las montañas, hasta que pasó una volqueta y dejó una nube de humo y el momento, sin lugar a dudas poético, se desvaneció como se desvanecen los sueños. Volví a girar la cabeza y seguí andando, con la imagen del arcoíris, un recuerdo que se fue borrando mientras cruzaba calles, esperaba el cambio de semáforos, esquivaba motos y tropezaba con otros peatones, con vendedores ambulantes, con putas desde muy temprano paradas en las aceras. En cambio, la imagen de los calzones persistió durante muchos días, calzones de vivos colores, de tenues colores.

Quizá porque los arcoíris son tan delicados, tejidos con una materia tan suave, tan etérea, y se dejan ver de cuando en cuando, como los calzones, que de cuando en cuando, por un descuido, por las travesuras del viento, se muestran, y porque están hechos con las telas más delicadas y cada vez son más diminutos (pueden desaparecer en el puño de una mano como los pañuelos) la visión del arcoíris y la imagen de los calzones fue simultánea.

Hay quienes coleccionan esta prenda femenina, fetichistas irredentos; otros van por ahí mirando, a la caza de un destello, de un relámpago de tela. Ni colecciono estas diminutas prendas ni tengo en la memoria el recuerdo de estas chicas mostrando sin querer, o queriendo, parte de su intimidad. Tengo, sí, la sospecha de que jamás los usaron.

Mi amigo Luisberto, ingeniero químico, aficionado a la historia y poseedor de un olfato capaz de percibir a distancia los olores más íntimos de las personas; contratado por una multinacional canadiense especializada en la producción de medicamentos contra el mal olor vaginal para oler las vaginas de cientos de mujeres de todos los países, y controlar así la eficacia del producto, estaba de vacaciones por esos días. Le consulté, como aficionado a la historia y no como oledor de coños, sobre mis dudas acerca de Emma, María y Manuela. Aseguró no conocer ni haber olido nunca a esas chicas, razón por la cual estaba incapacitado para decir si usaban o no usaban calzones: nunca las he olido, preséntamelas, dijo. Le expliqué que lo consultaba por su arraigada afición a la historia; no son chicas reales, son personajes de ficción, heroínas de novelas de la segunda mitad del siglo XIX. Ah... Tomémonos unos rones, de estas cosas se conversa mejor con algo de alcohol en la sangre, ven, busquemos un sitio, me dijo.

En un modesto café-granero en Florida Nueva, por los lados de la estación Estadio, me confesó que se sentía más reconciliado con su oficio cuando lo llamaban oledor de chochas.

—Crecí con la palabra chocha — dijo—; mi abuela, mis hermanas y mis tías decían chocha; en la escuela donde hice la primaria los niños decían chocha; lo de coño es el resultado de leer novelas traducidas por españoles. Oledor de vaginas es como aparezco en los registros de la compañía, es una expresión técnica. De lo otro, aunque no conozco a tus heroínas, algunas francesas según veo, de una cosa estoy seguro: las mujeres de toda el área mediterránea europea, excepto las turcas, nunca usaron calzones; es más, las francesas fueron refractarias a su uso. Se sabe que modistillas, obreras, campesinas, doncellas de servicio y bailarinas, nunca los usaron; Juana de Arco quiso romper con la costumbre y la llevaron a la hoguera ¿Recuerdas el cuadro de Delacroix, La liberté guidant le peuple? La mujer, la heroína que guía al pueblo, no lleva calzones. Y yendo más atrás en la historia, a la Grecia Clásica, ni Jantipa, la mujer de Sócrates, ni Aspasia, la mujer de Perícles, llevaban nada debajo del peplo; ¿y recuerdas a Clodia, el gran amor de Catulo que…?

En ese momento pasó una muchacha luciendo unos diminutos cacheteros que dejaban ver el surco de los glúteos, la frontera entre nalgas y muslos. Luisberto la miró, la olió, y aunque iba por la otra acera, emitió su veredicto implacable: está menstruando. Aproveché para preguntarle sobre el país donde huelen mejor las mujeres. Las rusas huelen bien, dijo, y las japonesas, pero recuerdo especialmente a una negra de Nueva york, olía a gloria.
—Estábamos en la Grecia Clásica —dijo.
—No, estábamos en Roma, con Clodia y el pobre Catulo.
—Ah… el pobre Catulo. La mujer romana tampoco llevaba nada bajo la túnica, imagínate al pobre Catulo sufriendo por Clodia, que iba por ahí sin calzones, totalmente expedita…
—Si la costumbre de las romanas era ir sin calzones —lo interrumpí—, para Catulo, como para cualquier romano, la preocupación porque sus amadas no los llevaran sería absurda y…
—Sí, tienes razón, el problema de Catulo eran los celos, se enamoró de una mujer que, en algún momento, lo cambió por otro, y la convirtió en casquivana, en Lesbia. Pero volviendo a Francia, a París, a la época de tus heroínas; al mundo real de la época de tus heroínas donde las mujeres resbalaban, caían y ponían al descubierto sus peludas intimidades; hubo nobles ricos, destinados a desposar a mujeres de su misma clase social, que unieron sus vidas a doncellas de servicio solo porque, testigos de un desliz, no pudieron sacar de sus mentes el mullido montículo, el blanco culo, el vientre a lo Tiziano. Se obsesionaron. Y aunque uno de los logros de la revolución, vaya logro, fue imponer a las francesas la mala costumbre inglesa de llevar calzones, estas, y la Iglesia, opusieron una resistencia tenaz. Desde el púlpito, los curas condenaban a burguesas, bailarinas y actrices, que, contraviniendo las viejas costumbres, usaban calzones. Muchos hombres, entre ellos Víctor Hugo, veían con malos ojos, con muy malos ojos, a las mujeres que abandonaban las viejas costumbres. El gran escritor solía acompañar a sus visitas a la puerta, les agradecía por el agradable rato, las piropeaba, las hacía sentir únicas y las instaba a volver, pero que, por favor, no se pusieran calzones. Debió ser fan de La Camargo, la bailarina belga, famosa por sus cortas faldas, por…
—¡La Camargo! —volví a interrumpirlo—, creo que ese nombre aparece en Los miserables, relacionado con monsieur Gillenormand, el mismo que se lamenta porque desde la revolución todas, hasta las bailarinas, usan calzones. Y sobre los accidentes, los frecuentes resbalones de las mujeres en las calles, el padre de Fantine, siendo joven, “vio un día engancharse el vestido de una doncella de servicio en la rejilla de la chimenea de un gabinete, y se enamoró de ese accidente, de él resultó Fantine”, la bella muchacha que tenía oro y perlas, pero en los cabellos y en los dientes, y para quien ser pobre y bella se convirtió en la mayor de las desgracias. Si Víctor Hugo no gustaba de los calzones, ¿por qué habría de vestir con ellos a las heroínas de sus novelas? Primer caso resuelto.

Chocamos las copas, brindamos por los siglos pasados, volvimos a chocarlas y Luisberto me deseó suerte con Emma, con María, con Manuela; yo brindé por su nariz, porque siempre hubiera algo sabroso que oler en el mundo, por Margarita Gautier, por madame Rênal, por Amélia, y por todas las heroínas sin calzones del siglo XIX.

Volví a leer Madame Bovary. Al comienzo del capítulo doce de la segunda parte, Flaubert le pone calzones a Emma, calzones abiertos; cubrían todo, menos la chocha. Emma es una joven burguesa, infiel, y sabe que los hombres las prefieren expeditas, por eso en sus encuentros con Rodolphe Boulanger, lleva calzones abiertos. No era que tuviera muchos, a lo sumo dos o tres. Los días normales estaba en casa como la señora Homais, como Félicité, la criada, sin calzones. Cuando aún es mademoiselle Rouault, la joven de labios carnosos que parte sus cabellos en dos negros aladares, solo lleva enaguas bajo la falda de merino. Uno siente que esa muchacha acodada a la ventana, aunque el narrador no lo dice, tiene un bonito trasero, bien torneado. Flaubert le puso calzones porque iban bien con su condición de burguesa, de mujer liberada. Si viviera hoy a lo mejor andaría sin calzones. Ayer se los ponían, hoy se los quitan.

María, aplastada por toneladas de romanticismo, es un personaje gris, se parece a la virgen del oratorio familiar, usa faldas larguísimas y enaguas. Espesas nubes de castidad la envuelven hasta hacerla opaca. Si uno se zambullera bajo las faldas de María y atravesara las espesas nubes llegaría al cielo donde están el padre, el hijo y el espíritu santo. En cambio, Salomé, la mestiza, es coqueta, se le insinúa a Efraín, sus senos son dos tortolitas inquietas bajo la blusa. Estoy seguro de que una zambullida promete un cielo terrenal, tibio y húmedo, sin calzones. Volver a la novela de Jorge Isaacs fue un poco como escuchar el himno nacional, como volver a escuchar a un maestro con gastritis contar la historia del florero de Llorente, de la Batalla de Boyacá.

Dice Samuel Beckett que ellas vienen iguales y distintas. Con Manuela fue distinto, como leer María, siendo esta un personaje secundario y Salomé el personaje principal. Manuela es real porque es una mestiza del pueblo, no vive historias inventadas, vive los días como vienen, lluviosos, soleados, amargos y dulces. Cuando don Demóstenes, un cachaco que fue representante a la Cámara y ahora quiere ser Senador por el Partido Liberal, llega al pueblo con la intención de conseguir votos, se hospeda en casa de Manuela. Como mi objetivo son los calzones de esta chica de diecisiete años, bonita, fresca, de carnes firmes y un aleteo bajo la tela de su vestido, dejaré a un lado las turbias intenciones de don Demóstenes, y les contaré cómo fingiendo ser galante con la muchacha, este intenta convencerla de que las damas deben ir siempre adelante (primero las damas). Falso como el tal Partido Liberal. Lo que él quiere es “…ver caminar a Manuela, que tenía gentileza en su andar, belleza en su cintura y formas, que a favor de su escasa ropa se dejaban percibir como eran, como dios las había hecho”. Él, que había vivido en París, sabía de los tropezones, de las caídas, de las damas mostrándolo todo. A lo mejor ansiaba un tropezón de la muchacha, comprobar si era cierto lo que las escasas ropas insinuaban.

De nuestras heroínas leídas, escarbadas, releídas y concluidas, encontré tres calzones abiertos, muchas enaguas y, en alguna, espesas nubes de castidad bajo la falda. Todo empezó porque una mañana, en los tendederos del cielo, las doncellas colgaron calzones de muchos y tenues colores.UC

Mujer orinando, Boucher. 1760.

Baño íntimo, Boucher. 1741.

Baño íntimo, Jean-François Garneray. Cerca de 1805.

blog comments powered by Disqus