Número 91, octubre 2017

Expresidentes
César Augusto Betancur. Ilustración: Hansel Obando
 

Ilustración: Hansel ObandoSomos el primer país del mundo en conservación de expresidentes. Como si la pensión vitalicia fuera también el elixir de la inmortalidad, exmandatario colombiano que se respete llega muerto de risa a los noventa años, y por ahí pasa derecho. Y esa longevidad supone un reto grande para todo el aparato estatal y un desafío mayor que el deber de elegir ciudadanos capacitados para ser presidentes: elegirlos para que sean capaces de ser expresidentes.

El 7 de agosto, cada cuatro años, o cada ocho, uno asume que se despide de ellos, pero nunca es así. Más temprano que tarde, como en una película de terror —El regreso de los expresidentes vivientes—, aparecen como fantasmas políticos a espantar al gobernante de turno, siempre dispuestos a empobrecer el debate y a hacer y decir cualquier cosa que les asegure vigencia y figuración. Uno los ve desgañitados en el gavirismo, solapados en el samperismo, enrabonados en el pastranismo, enchicharronados en el uribismo, pero jamás en el ostracismo, porque los expresidentes colombianos son ostracismorresistentes. Y como tienen esa extraña condición de perder la memoria y la vergüenza al mismo tiempo, se sienten la reserva moral del país y salen con toda autoridad —a veces con todo autoritarismo— a dictar cátedra sobre el manejo de crisis que muchas veces son herencias de sus gobiernos; porque eso también son nuestros expresidentes: una fuente extemporánea de sabiduría. Todos unos estadistas cuando ya pa qué. Y el asunto se agrava porque, aun confundiendo la rabonada con el dolor de patria, hacen parte de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores en calidad de embajadores de mala voluntad.

Al lado de un exmandatario colombiano, Darío Gómez es el virrey del despecho.

Ellos son la prueba incuestionable de que gobernar a Colombia corre la teja. Si al final de sus mandatos los evaluaran sicológicamente, muy pocos pasarían la revisión tecnicomesiánica.

La mayoría sale del gobierno con un desorden mental perfectamente identificado, pero al que nadie ha querido meterle diente: depresión pospartida de la Casa de Nariño. Y sus síntomas también son fáciles de detectar: amnesia parcial y desfachatez total, memoria selectiva y nostalgia electiva.

No podemos dejarlos solos. El sistema de salud debe crear ya una nueva EPS —Estorbos Para Siempre, podría llamarse— que se encargue de acompañar a los exmandatarios en ese proceso de resocialización que empieza el 7 de agosto que marca el fin de sus períodos y se extiende por los siglos de los siglos, porque ya sabemos que los expresidentes colombianos pertenecen a una especie que nace, crece, se reproduce y rara vez muere.

Pero no solo eso: un equipo de sicólogos y siquiatras debería monitorearlos, estar con ellos en los últimos días de cada mandato y poco a poco hacerles entender que se acabó, que no va más, que lo que lo que fue, fue, y que por el resto de sus días estarán por debajo del bien y del mal.

O nos preocupamos por la salud mental de los expresidentes implementando tratamientos preventivos o empezamos a tratarlos (médicamente) como lo que son: adictos al poder, mandatodependientes, casadenariñómanos. Hacemos algo ya o los exinquilinos de Palacio tendrán que pasar directamente de la banda presidencial a la camisa de fuerza democrática y salir en los mensajes del ICBF como huérfanos del poder.

Tampoco estaría mal construir una Casa de Nariño de reposo para expresidentes.

Es eso o esperar que el día menos pensado, Dios no lo quiera, en alguna calle cercana al palacio presidencial surja un Bronx de expresidentes desatendidos y abandonados, peleándose entre sí, insultándose y sacándose los capos al sol. UC

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