Número 91, octubre 2017

Memoria sísmica
Andrés Burgos
 

Fotografía: Luis Fernando González

El primer sacudón de esa tarde casi me tumba del sofá. No dio tiempo para pensar. De entrada ese terremoto quiso diferenciarse del que once días atrás, unos minutos antes de la medianoche, sincronizó a los veinticinco millones de habitantes de Ciudad de México en un mismo tema. Esa vez sí alcanzó a sonar la sirena que hasta entonces nunca había escuchado y que desde entonces se unió a la banda sonora de mis pesadillas. Chilló lo suficiente para que me separara de la almohada, recobrara la consciencia y preguntara qué estaba pasando. A mi lado, mi esposa, que tiene un umbral más largo hacia el sueño, respondió con una coordinación que habría resultado cómica en otras circunstancias. Terminó de decir, “creo que es la alarma sísmica”, y sin transición alguna el edificio procedió a balancearse. Ella se paralizó y yo entré en modo activo pero errático. En las carreras elegimos el que nos pareció el mejor lugar del apartamento, el peor por supuesto, y nos sentamos en el suelo, cada uno abrazado a uno de nuestros perros. Cinco pisos nos separaban de la calle, donde se oyeron gritos, voces que enmudecieron cuando la intensidad aumentó. Quedamos solamente con el chirrido de las estructuras, vidrios que se quebraban y un transformador que explotó a la distancia. Se fue la luz. En la ventana, las copas de los árboles eran como escobas invertidas barriendo un cielo salpicado de incandescencias. Los embates aumentaron con saña y en la eternidad de casi un minuto de impotencia nos dedicamos a mirarnos. Ninguno de los dos había considerado seriamente la posibilidad de morir en un sismo. Los que habíamos vivido en Colombia fueron sustos pasajeros. Anecdóticos. Pero ahora nos sobraba tiempo para incluir este final en el tope de la lista de probabilidades. Era así de simple, sucedía un sábado que parecía común y corriente. Y ya. Ninguna revelación ni reflexión trascendentes me vinieron a la cabeza. A cambio, pensé en la camisa carísima que me había negado a comprar esa semana. ¿Había sido una decisión acertada?

Obviamente el fin no fue y cuando paró de temblar hubo tanto aturdimiento como alivio. En la calle, un coro espontáneo quiso bromear cantando Las mañanitas, pero el ímpetu cedió al tercer verso. Bajamos a disipar el susto con el ritual de compartir entre extraños opciones de piyama y conversaciones que no habrían existido de otro modo. Nos asombramos con los 8.2 grados que reforzaban lo que habíamos sentido, lamentamos los daños que se anunciaban en Oaxaca y agradecimos la fortuna de poder regresar adentro cuando la calle se fue quedando vacía. Hacía frío. A lo mejor bastaba con elegir de antemano un punto verdaderamente seguro en el apartamento, acostarnos vestidos y tener cerca un kit con agua, una linterna, los pasaportes, las tarjetas de crédito y los celulares. Eso ya era un plan de acción. Algo de seguridad daba contar con un derrotero en caso de que hubiera que enfrentar una réplica de lo impredecible.

Fotografía: Andrés Burgos

Nada de esto me preparó para el 19 de septiembre, el día en el que se cumplían 32 años del terremoto que destruyó la ciudad. Y eso que se había hecho un simulacro una hora antes. Tembló cuando iba a llegar la pausa comercial de la una y media en El pulso de fútbol, mi rezago radial colombiano en las tardes que estoy solo en la casa. El primer sacudón bastó para entender las dimensiones de lo que vendría. Fui el animal que huye. Por fortuna mis perros son pequeños, entre los dos suman veinte kilos, y eso me permitió cargar uno en cada brazo para salir corriendo. El descenso por las escaleras habría sido igualmente difícil aunque no hubiera ido descalzo, con las manos ocupadas y sin las gafas. Un piso, dos, tres ¿o iban solamente dos? Las oscilaciones me lanzaban a los costados del pasillo y dejé la piel de los codos contra las paredes. Ni me enteré en ese momento. No podía distraerme en nada diferente a acertarle a cada escalón porque el traqueo de las vigas y columnas anunciaba una amenaza estremecedora. Era como estar dentro de un telar a plena marcha.

Creo que nunca podré dilucidar completamente cómo logré salir. Me detuve a recobrar el aliento cuando la portería quedó a mi espalda, pero la travesía no había terminado. No sé qué me hizo mirar hacia el costado derecho. Tal vez fue un estruendo que no registré. Quizá me guiaron las caras de pánico de quienes estaban parados en el separador de la calle, el camino peatonal arborizado que protagoniza las guías turísticas de la Condesa: el camellón de la calle Ámsterdam. Lo cierto es que giré la cabeza hacia allá. En reemplazo de un paisaje que conocía de memoria había un telón gris oscuro, gaseoso. Sus contornos redondeados y volubles, como algodones sucios, se acercaban a mucha velocidad, tanta que solo alcancé a voltear en un acto reflejo para darles la espalda. De inmediato vinieron el gusto terroso en la boca y la oscuridad. Lo que había supuesto humo era el polvo que levantaron los escombros.

El velo tardó un instante en asentarse. A cincuenta metros, en la esquina de mi cuadra, un edificio de ocho plantas había colapsado hacia delante después de tambalearse como un boxeador noqueado. El lugar donde había estado lo ocupaba ahora una montaña de escombros. El pasmo siguiente —corto, atolondrado y lúgubre— empezó a desgarrarse con los siseos de las fugas de gas, los gritos de alarma, los llantos y el frenesí. Un policía salió tambaleante de una patrulla aplastada en su mitad delantera. Las piernas se negaron a continuar sosteniéndome. No sé cuánto tiempo me quedé sentado en el suelo, inmóvil, agarrando a los perros para que no huyeran despavoridos. La precaución resultaba inútil porque ambos se quedaron quietos y casi ovillados. Al susurrarles que estuvieran tranquilos lo estaba haciendo en realidad para mí. Cada resuello me implicaba un esfuerzo agotador. En minutos, tanto los que escarbaban en los escombros como quienes nos mantuvimos a la distancia, limitándonos a ser testigos horrorizados, emprendimos un inventario de vivos y muertos. Unos y otros fuimos sobrepasados por el peso de las planchas de concreto y la ausencia de señal en los teléfonos.

Tardé tres horas en reunirme con mi esposa y mi suegra, quien había llegado de visita cuatro días antes. Cada una estaba en un costado diferente de la ciudad. En ese lapso prácticamente estuve sembrado en el mismo punto. El entorno tampoco varió demasiado. Escombros removidos que no reducían el volumen de los arrumes de donde salieron, helicópteros sobrevolando, sirenas omnipresentes, policías y bomberos en aumento, cámaras, camionetas que partían a toda velocidad con cuerpos cubiertos de sangre o enrollados en sábanas, pedidos de apagar los celulares y no encender los vehículos por el peligro del aire saturado de gas… El aturdimiento me mantuvo atado con un lazo corto durante lo que quedaba del día y la noche entera. Si emprendía una acción concreta o trataba de articular una idea medianamente compleja, con un tirón me devolvía a un limbo paralizador o amordazante. Una piñata resquebrajada había repartido roles en la tragedia y el mío fue de víctima. El barullo de las labores de rescate pasó frente a mis ojos, frente a la puerta de mi casa, como una película carente de verosimilitud que no podía dejar de ver.

La mañana siguiente, los militares debieron repetirme varias veces la orden de evacuación. Creo que poco faltó para que me enviaran ayuda sicológica, como hicieron con una ancianita de una casa cercana. No se me había pasado por la cabeza irme a otra parte. Sabía que varias construcciones del perímetro se habían desplomado y otras tantas quedaron en mal estado, en riesgo de caerse. Pero la mía, aparte de unas varillas que habían perforado la pared, estaba bien. Solo cuando el edificio que colinda con el mío empezó a bailotear al vaivén de los taladros hidráulicos de los rescatistas comprendí el cuadro global. Si a esto sumábamos que no había energía eléctrica ni gas, resultaba completamente comprensible la decisión de que en nuestra calle solo quedaran los equipos de rescate. En un comienzo, voluntarios y residentes fuimos exiliados al Parque México, a una cuadra de distancia, donde la amplitud del espacio nos brindaría una relativa seguridad.

El caos del tráfico y las calles taponadas habían obligado a mi esposa a dejar el carro a un kilómetro el día anterior. Ahora estaba allá con su mamá recargando sus teléfonos. De regreso, las autoridades les impidieron acercarse a la casa. La cuadra estaba encintada. Yo salí con lo que tenía puesto, los documentos necesarios y los dos perros. Por fortuna, había vuelto la señal del celular y nos pusimos una cita en un punto específico del parque: banca del loco que dibuja. Era un personaje inconfundible de nuestra cotidianidad y una referencia geográfica precisa. En nuestros paseos por la colonia nos había llamado la atención porque rara vez se movía de ahí. Gastaba el día trazando en un papel esquemas que luego analizaba con seriedad. Al llegar la noche, recogía sus pertenencias y se acostaba a dormir sobre lo que había sido su escritorio.

Fotografía: Andrés Burgos

En la banca del loco que dibuja nos encontramos. Él no estaba ahí. El sitio se veía limpio y tomamos posesión. Era mejor intentar procesar con algo de comodidad lo que sucedía y no errar, con la mirada de desasosiego puesta aquí y allá, como los cientos de personas que abarrotaban los senderos del parque a esa hora. Sentado ahí, de repente tuve conciencia de que por primera vez el ruido no estaba en primer plano. Nadie más parecía notarlo, todos estaban en lo suyo. El alivio fue tan sorprendente que no supe disfrutarlo. Me dediqué a estudiar el entorno como si fuera un país lejano en el que acaba de aterrizar y no el lugar por el que caminaba todo los días. Descubrí así a unos metros la cabeza del loco que dibuja. Emergió de unas cobijas que lo cubrían completamente. Nunca antes lo había visto acostado en otra banca.

Se incorporó en el ángulo que le concedió la palanca de un codo y oteó los alrededores. En sus ojos no había curiosidad ni molestia. Abarcó con indiferencia la masa de recién llegados, después agarró el borde la cobija sucia y se giró envolviéndose. En ese movimiento me pareció verlo voltear una página. Diría que fue el primero en hacerlo. A los demás nos faltaban días, semanas, meses de resolver problemas prácticos, tomar decisiones de vida, implementar logísticas, irnos o quedarnos, intentar dormir unos minutos más cada noche, dejar de confundir cualquier sonido con la alarma sísmica para que el corazón se detuviera varias veces al día, negociar con el miedo, entender en el azar una condena pero también un margen de suerte, literalmente aquietarse, bajarle a la obsesión con los edificios torcidos, dejar de ver videos de derrumbes, escuchar historias porque todos quedamos con una, contar la propia, escribirla quizás: lo que fuera necesario para imitar, cada quien a su modo, a ese loco. La paradoja de abrazar la incertidumbre para tranquilizarse. Pasar la página y seguir viviendo. UC

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