Número 92, noviembre 2017

Un individual sobre la mesa. Una oportunidad. Nada de comensales, solo la gente de adentro, la gente de las ollas o la bandeja. Conocer, probar, medir la temperatura. Servida la entrada y el plato fuerte de este número. Historias de un goloso que ya tiene un cuaderno de reservas.

Ilustración: Verónica Velásquez

Comer solo
Juan José Ferro. Ilustración: Verónica Velásquez

Febrero de 2014
Restaurante Krolewskie Jadlo
Greenpoint, Brooklyn
Total: 12 dólares (dos de propina)

Llevaba dos semanas en la ciudad y no había encontrado donde vivir. Pasaba toda la mañana recorriendo cuartos en arriendo armado de una libreta donde asignaba un puntaje a cada lugar y dejaba una o dos anotaciones. “Baño demasiado iluminado”, “calle del frente de asfalto oscuro”, “los vecinos parecen felices”. En la noche llamaba decidido a los brokers, quienes se reían duro de mi parsimonia para decidir. O no contestaban.

Idiomas desconocidos arrullaban el largo trayecto de regreso al barrio chino de Queens. Saludaba al primo de mi papá con el croquis blanco del sudor en la camiseta y en una cachucha que solo cambiaría cuando encontrara vivienda. En la noche me daba un baño (la mañana siguiente lo omitía, para no abusar) y pagaba la estancia jugando por horas con los niños de casa, más bilingües que yo. Madrugaba a continuar la búsqueda en internet y tomaba el metro como quien va resignado al trabajo.

Ese jueves iba decidido a aceptar lo primero que encontrara. Me servía el metro G, línea cuya frecuencia es capaz de impacientar al Dalai Lama. En el tren de pocos vagones iban más tatuajes que personas. En esos días el gusto mediano en el almuerzo era el único placer seguro del día. Ante el exceso de opciones me impuse un máximo de setenta pasos en cualquier dirección. A los 45 tropecé con el aviso escrito en tiza sobre un tablero portátil en la mitad del andén. Tras la puerta otro aviso mandaba al comensal a sentarse donde quisiera. Entonces me pareció una perogrullada y una grosería pero hoy, tras tantos hosts mandones, una enternecedora cortesía.

Lo primero que me dijo la mesera fue que no me podía sentar en esa mesa. Fue lo segundo, lo primero fue eso mismo pero en polaco. A mí me honró tanto ser considerado un potencial compatriota que decidí no ofenderme. La prohibición de hablar por celular fue lo tercero y también lo cuarto que dijo, su inglés torpe necesitaba repeticiones. Después fue todo amabilidad. Le pregunté por lo mejor de la carta. Se agachó sobre mi espalda y en vez de poner sus dedos en el menú me lo arrancó de las manos. Por los mismos diez dólares me traería lo mejor de la cocina de su país. Como entrada trajo un plato con tres masas fritas, dos rellenas de papa y queso y una de carne molida. Encima de la fritura se sostenían varios pedazos de cebolla encurtida. Se llamaban pierogis. Corrigió un par de veces mi pronunciación.

Volvió con dos platos fuertes. El mío, de forma ovalada, una torre de carnes sobre una cama de lechuga. El suyo una sopa espesa de color blanco y con obvio olor a leche. Con la punta de su cuchara señaló hacia el libro que su presencia me había obligado a cerrar (la ciudad todavía no me había convertido en un escéptico de las buenas maneras). Fui incapaz de inventar algo verosímil; era la autobiografía de un beisbolista. Hablamos mucho pero dijimos poco. Me contó que trabajaba en el restaurante mientras encontraba algo que hacer con su vida. Eso último si lo entendí perfecto; “no tengo afán”. Yo sí lo tenía. Puse el plato vacío a un lado como lo habría hecho un mafioso. Entendió el mensaje y fue hasta una nevera minúscula al lado del bar. Según sus gestos el postre que yo tenía al frente no se lo servían al trabajador hambriento sino al inmigrante cuyo máximo triunfo consiste en ir al mismo restaurante de siempre, no preguntar por los precios y dejar buena propina. La propina que yo dejé también fue generosa, pues me tocaba camuflar mi incapacidad para acabarme el vaso del licor típico de su país que me habían servido como cortesía.

Volví al día siguiente por el libro pues lo había cogido sin permiso. Me tomé la sopa mientras ella cortaba en tajadas muy finas las salchichas y morcillas y masticaba la lechuga sin hacer ruido. Dijo que los viernes salía temprano. Al día siguiente me acompañó a mirar apartamentos. Su opinión me ayudó a decidirme por un sótano que, en una de esas raras compensaciones neoyorquinas, tenía de espacio lo que le hacía falta de luz solar. La semana siguiente la pasé entre mi nueva casa y su barrio. La dirección escrita al respaldo de la tarjeta de comensal frecuente, el undécimo almuerzo era gratuito, era la de un edificio de cuatro pisos. El amarillo brillante de las paredes en nada desentonaba con el naranja de la edificación vecina o el verde claro de la casa del frente. El balcón protegido por una reja en rombos le bastaba a los hermanos de la mesera para vivir a gusto frente a las vías del metro. Entre las tablas roídas de la carrilera iba y venía el ancho mar.

Las semanas siguientes gastábamos su hora de almuerzo caminando. Sosteníamos por turnos la bolsa de papel llena de pierogis. Nuestras caminatas consistían en encontrar diferentes rutas para llegar al mismo punto; el puente que separa a Brooklyn de Queens. Veíamos a las personas remando en sus barcos individuales, bajo el caucho que oculta angustiantemente sus piernas. De vez en cuando el chef, quien se aburría a muerte en el restaurante que se había pasado una vida intentando fundar, nos sorprendía con un relleno exótico. El resto eran pierogis con algún defecto. Todo cuanto sé de los pierogis lo aprendí después, durante las semanas de vacaciones dedicadas a ver día y noche un canal de cocina, no precisamente una buena época. Siempre me ha resultado incomprensible que ciertas personas se aguanten a una pareja aburrida o directamente idiota a cambio de acostarse con ella. Hoy me aguantaría a cualquier mujer si me recibiera siempre con esa bolsa que al puente llegaba trasparentada por la grasa, casi desecha. No era mi caso, de todas formas.

Celebramos mis primeros meses en la ciudad, era mi cumpleaños pero preferí callarlo, en un restaurante chino, muy cerca de donde había vivido por amabilidad de mis familiares. Pedimos pollo y pescado en diferentes salsas. Con el mismo tono con el que había dicho no encontrar nada especial en la fuerte explosión de picante, con su dosis de anestesia bucal, dijo que mejor dejáramos ahí. No era la primera vez que en vez de buscar un hombre de valía agarraba el primero y le asignaba mentalmente esa condición. Le salió muy fluido el discurso. Tras levantarse un poco de su silla y verificar que en el plato hondo solo flotaban verduras, llamó al mesero golpeando entre si los palitos. Independiente de lo que se le pidiera, el tipo rellenaba nuestras tazas de juguete con un té más bien insípido a una temperatura volcánica. Se paró de la mesa antes de que yo pagara la cuenta y aprovechó para que el borde de su chaqueta golpeara la taza vecina de mi plato.

Me esperaba fumando frente a una panadería que visité semanas después. Nos servía la misma línea de metro. Me despedí con el educado movimiento de mano de quien intima por primera vez con un viejo compañero de trabajo. A ella le faltaba más de una hora de camino. Volví al restaurante la semana pasada para darme un gusto con el menú del almuerzo. Pregunté por ella. Estaba en licencia de maternidad. Pregunté si podía cambiar alguno de los tres platos por pierogis. Habían prohibido las sustituciones. Comí otra cosa.
 

Noviembre de 2017
Restaurante sin nombre
Parque de Cedritos, Bogotá
Total: 18 mil pesos (sin propina)

Dígale a su jefe que le suba cien pesos a la pizza y deje de joder. Le decía yo todos los días, me respondía siempre con un acento infantil que el paso de los días agudizaba. ¿No tiene una moneda de cien? Usted sabe que no cargo monedas. Es que ya se me acabó el vuelto, por lo menos un billete más chiquito. No, no tengo. Yo nunca tenía, aunque tuviera.

Al comienzo del año eran dos, ambas venezolanas, empequeñecidas por el mesón que las separaba de los clientes. Se turnaban la caja y hablaban apenas lo justo para atender en tándem a los clientes que compraban una pizza, a 4 900 sola, 5 900 con la gaseosa. Cuando no había clientes y las pizzas ya estaban en el horno, yo almuerzo temprano, mucho antes de que ese local minúsculo se llene de gente masticando de pie, cada una revisaba su celular tarareando los reguetones que sonaban sin descanso, a un volumen decente. Yo odio el reguetón y lo tarareaba con ellas.

Después de un festivo la otra no volvió. Renunció, respondió la más gordita a la pregunta sobre dónde estaba su amiga. Renunció, respondió a las demás preguntas. La ciudad pareció entender y un número importante de gente cambió la pizza por algo frito y amarillo. La venezolana se bastaba para ponerse un guante plástico y entregar el triángulo de cartón bajo la pizza. Se lo quitaba para poner en manos ajenas la moneda de cien pesos que la mayoría de gente perdonaba, yo solo un par de veces.

Muy triste lo de su país, le decía cuando era el único comensal, parado pues en el sitio no hay sillas. Y no todo sale en las noticias, decía ella muy de acuerdo conmigo en que no está bien que dos compartan un recinto y no se hablen, pero sin energía para entrar en detalles. Nadie le escribía a su celular el día en que me hizo una pregunta que yo llevaba varios meses esquivando. ¿Cómo va el trabajo? Bien, va bien.

Un empleado de Twitter dedicó su último día en el trabajo a apagar por un rato la cuenta de Trump. Yo reuní ese mismo coraje para invitar a salir a la venezolana. Antes había armado, con una diligencia y un tacto nunca dedicado a tareas propiamente laborales, la mejor defensa contra el almuerzo de despedida pagado por mis colegas. Comer solo, el único propósito que me dura. Me dio su número de Venezuela para agregarla a WhatsApp.

En el parque de Cedritos me contó que su jefe estaba pensando en cerrar el negocio. No le iba yo a decir en ese momento que me reincorporaba a la empresa. De lejos vimos a su antigua compañera, cosa poco sorpresiva pues en ese rectángulo de cemento estaban todos los venezolanos forzados a exiliarse en Bogotá, cada uno con su cachucha tricolor. A otros dos los había visto en el Transmilenio, incapaces de subir la voz lo suficiente para que todos los pasajeros se enteraran de los dos semestres de medicina faltantes para graduarse. Los venezolanos se reunían alrededor de unos treinta carritos con una plancha de metal encima de una bombona de gas donde asaban arepas delgadas de harina de maíz blanca. Harina PAN, qué nombre estúpido.

Pidió las dos arepas y fue a comprar las gaseosas en la nevera de plástico azul de una conocida suya que la estaba pasando muy mal de plata. Pagué las arepas para hacer algo distinto a mirarla de lejos y convertir en ufanía la lástima hacia tantos hermanos vecinos. Había pocos comensales colombianos. La misma necesidad pasaba de mano en mano antes de volver a la original. No me enteré a qué sabía esa primera arepa, ocupado en seguir el hilo de la larga historia que ella me contaba. Apenas al final me di cuenta de que era narradora y protagonista del drama. No poder ayudarle a encontrar un trabajo acorde con su preparación me convirtió, esa tarde fría de sábado, en víctima de un fracaso que muchas otras cosas no me han hecho sentir. Pedí otra, con adición de caraota. Así se come esa arepa, me dijo el vendedor. Masticada en silencio estaba muy buena. El dulce del plátano con la sal del queso y el sabor a tierra del frijol negro, pensé, justificaban un país, por inviable que fuera. Les tomó un par de minutos las disculpas por no poder venderme un tarro de esos fríjoles. A cambio me dieron un número de WhatsApp para los domicilios.

Acá no se deja propina, dijo mientras me volvía a meter el billete en el bolsillo del pantalón. Pensé que ninguna colombiana habría metido la mano entera. Pasamos la tarde juntos. Lo repetimos algunas veces, hasta que dejamos de ser menos desdichados juntos que cada uno por su lado. No la volví a ver, pero probé la arepa venezolana. Espero repetir. La traen a la oficina. UC

 

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