Número 94, febrero 2018

La letra con guante entra
Erremora. Ilustración: Manuel Celis Vivas

Ilustración: Manuel Celis Vivas

Una bandada de pericos australianos amarillos y verdes revolotea veloz sobre los techos de barro. Es una nube pequeña y densa de al menos cien loros diminutos, gritones y nerviosos. Sus alas brillan con el sol de una mañana de febrero. El chillido de las aves siempre alborotadas cruza el aire. La bandada traza un círculo enorme y desaparece detrás del bloque Siete B. Cinco segundos después, aparece por el costado occidental, volando bajo, y se posa completa sobre la hierba del jardín que crece entre los bloques Siete A y Siete B del Inem José Félix de Restrepo. Aterrizan casi al mismo tiempo. Los pájaros picotean entre la hierba sin dejar de chillar. Parecen discutir. Es una actividad febril que rompe la quietud de los hierbajos y se mezcla con los alaridos que salen de un salón en el que dos niñas y treinta y ocho niños preadolescentes, de grado séptimo, la mayoría flacuchentos, esperan su primera clase de español.

Es febrero del año mil novecientos ochenta en la ciudad de Medellín, el sol brilla, es una mañana cálida y soy uno de aquellos niños revoltosos y escuálidos, pero en este momento estoy concentrado en los pájaros que comen semillas en el jardín. Veo cómo se balancean torpes al caminar, las plumas de la cola van de izquierda a derecha, bambolean sus cuerpos como esos gringos obesos que caminan con pesadez. Sus ojos, muy abiertos, me recuerdan la frutilla del maracuyá. Tienen las plumas diminutas, las patas arrugadas y de piel áspera, y sus picos encorvados destrozan las vainillas de las plantas sin misericordia.

La voz amable de una mujer se alcanza a escuchar sobre la algarabía de mis compañeros. Dice buenos días con un dejo divertido. Todos corremos al pupitre respectivo. Las patas de las sillas chocan contra la baldosa, se produce un estruendo fuerte y los pájaros levantan el vuelo en un solo movimiento. La bandada huye y se va a volar al cielo que cubre las fincas y potreros de El Poblado.

La mujer, parada bajo el dintel de la puerta de doble ala, tiene la cara blanca, el pelo negro y abundante cae hasta más abajo de los hombros. Viste un bluyín y un delantal amarillo que le cubre el pecho y la mitad de las piernas. Su boca, pintada de un rojo profundo, sonríe mientras nos mira con la cabeza un poco ladeada a la derecha. Sus labios estirados hacia adelante y apretados con suavidad parecen desaprobar algo. Sus ojos también sonríen. La belleza de esa mujer que nos regaña sin hablar nos ha dejado mudos. Ella, simplemente, es radiante y hemos presenciado su entrada triunfal al salón más revoltoso del colegio. Su mirada no es otra cosa que la mirada de un ser que irradia inteligencia y eso nos ha atrapado. Desde el primer momento caímos derrotados ante su influjo poderoso. Un niño sabe detectar a una persona inteligente en menos de un segundo y por ello le entrega su respeto de inmediato.

Ella cierra la puerta a sus espaldas. No dejamos de seguir con la mirada su figura que camina y se recorta sobre el enorme tablero verde en el que trazará diagramas para explicar el sintagma nominal.

Me llamo María Ledy Sánchez, dice cuando se detiene y pone una carpeta y una cartuchera en el escritorio. Una leyenda comienza a escribirse entre nosotros, dos niñas y treinta y ocho niños preadolescentes llegados de todos lados de este valle, directo a la sección cuatro del Inem.

Comenzaban los ochenta y por aquellos días no éramos conscientes del animal que nos subía pierna arriba, silencioso, aterrador, mortal para el planeta y para esta ciudad perdida y atrapada en las montañas. Solo éramos unos muchachitos de barrio que debíamos lidiar con los asuntos que nos tenía preparado el grado séptimo del Inem. Estábamos allí y una profesora de pelo negro y sonrisa eterna que parecía burlarse de esta vida despiadada, nos entregaría toda su alegría en cada clase. Sí, nos entregaría su alegría y nos llenaría la cabeza con toda la ciencia ficción de Fahrenheit 451. La novela de Bradbury sembraría en mí el espíritu inconforme y aguerrido para luchar contra la ignorancia que los políticos pretenden imponer. Aquella profesora nos haría llorar con la narrativa despiadada de Benito Pérez Galdós y su Marianela, y nos retorcería el cerebro con sus diagramas interminables de sintagmas y toda aquella perorata de sujeto, verbo y predicado.

Al llamar a lista, al llamarnos la atención o simplemente para hablarnos, pronunciaba nuestros nombres y apellidos de un solo golpe y el mío sonaba Rodrigomora en una sola palabra rápida con una marcada acentuación en la tercera O. Se sentía la inflexión que subía y bajaba con una delicadeza de locos. Era como un canto dulce que nos hacía sentir importantes.

Durante la primera clase, cuando ya la bandada de pericos australianos volaba alegre sobre el parque Astorga o sobre los guayabales de la calle cuatro sur, tomó la cartuchera, deslizó el cierre y sin dejar de hablar sacó un guante blanco de tela suave y con movimientos delicados se lo enfundó en la mano derecha. Quedamos fascinados. Mirábamos atónitos. Luego, con la mano enguantada, agarró una tiza. Abrimos los ojos y nos miramos entre asombrados y sonrientes. Nos burlamos de ella mientras escribía en el tablero. Se le van a dañar las uñas, me atreví a decir con sorna. Ella giró sobre su eje y habló casi con una carcajada, eeeh mijitos… Lanzó una justificación que no recuerdo con exactitud. Algo así como que la tiza era demasiado caliente, pero nosotros, mocosos de los cuatro puntos cardinales de este valle, sabíamos que la tiza es algo horrible al tacto y ella quería conservar sus manos delicadas y sus uñas impecables; era una razón más para amarla, aunque los más negados para la literatura la vieran como un ser maldito que había llegado a revolcarles el espíritu. Cuando se ponía el guante asistíamos a una especie de ritual. Una puesta en escena que caracterizaba a una mujer hermosa. Nunca dejó de usarlo.

Mil novecientos ochenta transcurrió con más pesares que bendiciones para la mayoría de nosotros. Encontrábamos la desventura en las calles del barrio o en nuestras propias casas. Hacíamos zigzag y lográbamos cruzar casi invictos y con vida. En el fondo, y sin hablar mucho del asunto, sabíamos que el colegio era una especie de refugio. Cada mañana yo atravesaba la ciudad desde el extremo norte hasta el extremo sur para llegar allí. Las palabras de la mujer del guante blanco inquietaban e inspiraban. Sus palabras eran golpes fuertes para nosotros que todavía no entendíamos el significado de la palabra libertad. Allí, en el Inem de Medellín, una mujer dulce y recia nos enseñó a hacer las cosas con el rigor debido. Allí, en uno de esos salones austeros, ella nos leyó en voz alta fragmentos de una novela policiaca. Los críticos dicen que el género policiaco es un género menor, nos dijo. Embobados durante tres jornadas, la mirábamos sentada sobre una mesa con la pierna derecha cruzada y la espalda recta. Sus palabras se proyectaban con energía y calidez. Completamente silenciosos, hipnotizados y muy quietos en nuestros asientos de madera, con los codos apoyados en la mesa individual, escuchamos alucinados El misterio de la cruz egipcia. UC

blog comments powered by Disqus